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— ¡Lógico! Imagino que lo único que desea es empezar una nueva vida sin hipotecársela de antemano.

— Me parece muy justo — admitió él—. Y ya se lo he dicho. — Sonrió apenas—. No le guardo ningún rencor por el hecho de que no pudiera darme un «sobrino póstumo.» «A quien Dios no le da hijos, el diablo y la genética le dan sobrinos.»

— Creo que lo que tú pretendes no es tener un sobrino, sino un hijo, ¿me equivoco? — Agitó la cabeza como si se tratara de alejar un mal pensamiento—. ¿Pero qué clase de hijo sería ése? ¿A quién verías cada vez que le miraras?

— A un Brujas sin duda alguna.

— ¿Un constructor de barcos? ¿Sólo eso? — Claudia negó convencida—. Un hijo es algo más que un apellido o unas determinadas aptitudes. Se le tiene que querer por sí mismo, independientemente de lo que sea o lo que represente.

— Yo hubiese querido de igual modo a mi hermano aunque hubiese sido cocinero — le hizo notar César con naturalidad—. Este trabajo nos unía, pero dudo que cualquier otro nos hubiese separado. — Abandonó el velero descendiendo a tierra, y sólo entonces decidió encender un cigarrillo tomando asiento sobre un banco de carpintero—. Me gustan los niños — añadió luego—. Me agrada la idea de educarlos, llevarlos al mar, jugar con ellos, y enseñarles a hacer buenos barcos. ¿Qué tiene de malo que ahora me haga la ilusión de que uno puede llevar mi propia sangre? La mía, y la de la mujer de la que esté enamorado.

— Supongo que no tiene nada de malo — admitió Claudia Lorenz—. Siempre que el simple hecho de que te vaya a proporcionar ese «hijo» no te obligue a creer que estás enamorado.

— Complicas las cosas.

— En absoluto. Tan sólo pretendo advertirte que la obsesión de no dejar que se pierda una dinastía que tanto significa para ti, puede llegar a confundirte.

— Es lo que estoy tratando de evitar — señaló él con naturalidad—. De ahí que haya decidido encerrarme aquí a meditar a solas. Y trabajar en el barco, me ayuda a pensar.

— Pues deja de pensar por el momento y ven conmigo. Mi padre quiere que le llevemos a Cap Salines. La Guardia Civil ha mandado aviso de que han aparecido tres delfines muertos en la costa de levante.

— ¡Mierda! ¿Por qué no lo has dicho antes?

— Porque esos pobres bichos ya no van a ir a ninguna parte, y me importaba más lo que te bullía en la cabeza.

Él fue a decir algo, pero su mirada permaneció prendida en los hermosos muslos que habían quedado a la vista cuando ella alzó inadvertidamente una de las piernas, y con un tono de voz muy diferente, inquirió:

— Si no van a ir a ninguna parte, no importará que nos retrasemos media hora, ¿no crees?

Claudia Lorenz siguió la dirección de su mirada y aceptó con un gesto.

— No. La verdad es que no creo que importe en absoluto. Imagino que ya olerán a demonios.

Apestaban a diez metros, en efecto, y tanto César como Claudia y Max Lorenz pasaron uno de los momentos más desagradables de su vida a la hora de abrirles en canal para depositar las vísceras y una de las cabezas en recipientes de plástico que cerraron luego herméticamente, teniendo que darse más tarde un largo baño de espuma rociándose de colonia para tratar de quitarse de encima el insoportable hedor que parecía habérseles introducido para siempre en las narices.

— ¿Crees que servirá de algo? — quiso saber César Brujas cuando hubieron dejado al viejo austriaco encerrado en su laboratorio examinando con ayuda de un microscopio un hígado hediondo.

— Lo ignoro — admitió sinceramente la muchacha—. Pero puedes apostarte la cabeza a que si existiese una explicación científica a todo lo que está ocurriendo, mi padre la encontrará.

— Lo admiras mucho, ¿no es cierto?

— Tanto como admirabas tú al tuyo. No construye barcos de artesanía, pero también me enseñó que las cosas bien hechas son las únicas que merecen la pena.

— ¿Pensarás en lo que te dije esta tarde?

Asintió convencida.

— Pensaré en ello — sonrió con intención—. Pero quien más debe pensarlo, eres tú.

— Sobre todo, presten mucha atención a los delfines — advirtió Rómulo Cardenal con severidad—. Parece una tontería, pero es posible que mataran a mi buceador, y se rumorea que por aquí han causado muchos problemas últimamente.

Eran tres, y el que llevaba la voz cantante, un corso llamado Fierre Valentine, que jamás miraba de frente como si sus propias manos fueran todo lo que le interesara en este mundo, replicó con una voz de ultratumba que sorprendía en un cuerpo tan diminuto y fibroso como el suyo.

— Lo tendremos en cuenta. — Hizo un significativo gesto hacia los pesados fusiles de gas con cabeza explosiva que descansaban sobre cubierta—. Eso es capaz de partir en dos a un tiburón, de modo que no se preocupe. Sabemos lo que tenemos que hacer.

— También lo sabía Medina, y ahora está esperando a que lo saquen. — Podría creerse que Rómulo Cardenal se había endurecido en menos de veinticuatro horas, y no era ya el hombre cariñoso y apático, siempre amable con Laila, de días antes—. ¡Búsquenlo! — concluyó secamente.

El corso ni le miró siquiera, limitándose a colocarse la mascarilla para dejarse caer al agua seguido de inmediato por sus dos compañeros, y tras permanecer unos instantes cerciorándose de que los reguladores les proporcionaban el aire que necesitaban y los potentes fusiles parecían en orden, se sumergieron al unísono con los armónicos gestos de miembros de un ballet acuático perfectamente compenetrados.

El mar aparecía más oscuro que de costumbre, cabrilleado como si el agua hirviera, pues el viento no se decidía a enviar el oleaje de levante o poniente, sino que el cruce de dos corrientes opuestas en el estrecho que separaba Cabrera de Conejera producía aquel extraño fenómeno de millones de picos que se alzaban un metro para desaparecer de inmediato haciendo que el Guaicaipuro bailase como un borracho sobre una playa de guijarros calientes.

A menos de dos metros bajo la superficie las aguas se aquietaron, pero los buceadores pudieron comprobar que las corrientes luchaban allá abajo con más ímpetu; cálida y turbia una, casi helada y transparente la otra, entrecruzándose sin mezclarse, esforzándose cada una de ellas por mantener sus propias características sin permitir que su rival la absorbiera.

Luego, a partir de los treinta y cinco metros, ya todo fue de una tonalidad glauca y monótona con una temperatura que descendía gradualmente, por lo que se adentraron en un abismo angustioso que atenazaba el ánimo y obligándoles a lanzar un sonoro suspiro de alivio cuando al fin vislumbraron un monótono fondo de grava que semejaba un paisaje lunar.

Al Norte y al Sur hubieran encontrado piedra, rocas, campos de poseidonias, y aislados corales; al Oeste, llanuras de fango, pero allí, en mitad del canal, la grava era la reina y tras cinco minutos de planear sobre ella cruzando sobre el ancla del yate que descansaba junto a unos veinte metros de cadena, divisaron la mancha negra del traje de buceo de Medina que semejaba una inmensa mosca sobre un plato de arena.

Se balanceaba dulcemente, como si siguiera el ritmo de una tenue melodía, y media docena de pececillos le mordisqueaban las manos y la boca, que eran las únicas partes que no aparecían protegidas por el traje o la máscara.

Fierre Napoleón Valentine, el diminuto corso de ojos huidizos descendió hasta aferrarle por las botellas, para abrir la válvula que inflaba el chaleco salvavidas y permitir que comenzara a ascender cada vez más aprisa.

Pronto se perdió de vista en el azul y casi al instante los tres buceadores se despreocuparon de él, puesto que una inmensa sombra que se desdibujaba a unos treinta metros hacia el Oeste atraía poderosamente su atención.