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Se aproximaron hasta casi tocarla, giraron en torno a ella, y por último ascendieron unos metros para estudiar mejor el estado en que se encontraba el enorme submarino escorado de babor en el fondo de grava.

Era un viejo modelo de la guerra del Pacífico, último sobreviviente quizá de una especie tan extinguida como los dinosaurios, cubierto de abolladuras y manchas de herrumbre, tan cochambroso en apariencia, que resultaba en verdad increíble que alguien hubiese tenido el valor suficiente como para realizar una postrera inmersión en semejante trasto.

Una inspección más detallada les permitió comprobar que las planchas de la amura de estribor, cerca de donde debió estar el tubo lanzatorpedos habían cedido, y cuando Pierre Valentine encendió una negra linterna y enfocó el interior, un inmenso delfín surgió como una flecha y se alejó chillando.

Pasada la primera impresión estudiaron de nuevo la amplia cavidad de aguas quietas y muy espesas, como con polvo en suspensión en las que centenares de sargos que bullían como en un gigantesco acuario les impidieron comprobar la magnitud del destrozo y hasta qué punto el mar se adentraba en el corazón del sumergible.

A los pocos instantes regresaron a la parte alta, y tras verificar el estado de la tórrela y calcular el tiempo de inmersión que llevaban y el aire de que aún disponían, el corso hizo inequívocos gestos a sus dos compañeros para que le ayudaran a girar la rueda de la escotilla superior.

Al entreabrirla, el agua penetró furiosa en el habitáculo intermedio, y una vez se hubo aquietado, y tras iluminarla con la linterna para cerciorarse de que la escotilla inferior también estaba cerrada, Fierre Valentine señaló que se disponía a descender.

Con impresionante calma y sangre fría se introdujo en el ataúd de acero, permitió que sus dos acompañantes cerraran sobre él la escotilla girando fuertemente la rueda, y cuando tuvo la absoluta certeza de que el agua ya no podía filtrarse, se despojó de las aletas, se inclinó pesadamente y giró muy despacio la rueda que abría la compuerta inferior.

A los pocos instantes el agua que llenaba el pequeño habitáculo cayó al interior del navio, y cuando se supo completamente en seco, descendió muy despacio los dos tramos de la escalerilla metálica para ir a parar al puente de mando.

Bajo el fuerte haz de luz de la linterna todo aparecía en orden, excepto por el agua que acababa de caer y que apenas cubría una parte del suelo, y lo primero que pudo distinguir fueron dos cadáveres en cuyos ojos se leía la desesperación de quien ha visto llegar la muerte sin poder hacer nada por evitarlo.

Uno de ellos aún empuñaba el grueso martillo con el que había estado golpeando el casco en una última llamada de auxilio hasta que le fallaron definitivamente las fuerzas.

Fierre Valentine no les prestó sin embargo más que una leve atención, y avanzando con esfuerzo por culpa de las botellas que le daban el aire imprescindible para sobrevivir en aquel ambiente carente ya de oxígeno, se adentró decidido en la tétrica nave.

El cadáver de un negro ocupaba la litera del primer camarote, y al abrir una puerta se enfrentó a una especie de almacén repleto de paquetes envueltos en plástico, cada uno de ellos de aproximadamente tres kilos de peso.

Con ayuda de su grueso y afilado cuchillo despanzurró uno de ellos, y al hacer su aparición un polvo blanco, sus ojos por lo general impasibles lanzaron un corto destello de entusiasmo.

Una hora más tarde, Rómulo Cardenal palpaba el contenido de un paquete idéntico que el corso había depositado sobre la mesa del salón principal del Guaicaipuro.

Lo estudió con profunda concentración y tras colocarse en la punta del dedo apenas una brizna, lo probó con la punta de la lengua para puntualizar convencido:

— Está en perfecto estado. — Se volvió a Valentine—. ¿Alguna duda?

— En absoluto.

Como si ello diera por zanjado un tema espinoso, el venezolano tomó el paquete, se aproximó a un «ojo de buey» y lo arrojó al mar sin miramiento alguno.

— ¿Se ha vuelto loco? — Le recriminó el otro—. ¡Son tres kilos!

— Loco estaría si permitiera un solo gramo en mi barco. — Tomó asiento y encendió un grueso habano—. ¿Qué cantidad de carga cree que puede continuar intacta — quiso saber.

— Al primer golpe de vista, unas dos terceras partes — fue la segura respuesta—. La zona de proa está inundada y lo que allí se almacenaba se va diluyendo a medida que el agua derriba mamparos y se introduce en los paquetes. El plástico es grueso, pero no están cerrados todo lo herméticamente que hubiera sido necesario a tal profundidad.

— Nunca imaginamos que una cosa así pudiera ocurrir — admitió el venezolano—. Pero lo tendremos en cuenta para futuros envíos… — Le observó con fijeza—. ¿De modo que dos terceras partes? — repitió.

— Más o menos.

Rómulo Cardenal pareció hacer un rápido cálculo mental y por último lanzó un grueso chorro de humo.

— Según el precio acordado, eso vendría a significar poco más de dos mil millones de dólares, aunque teniendo en cuenta las «peculiaridades» de la entrega, estoy dispuesto a dejarlo en la mitad.

— ¿Quiere decir con eso que tendríamos que sacarla nosotros?

— Naturalmente.

— Tendremos dificultades. ¡Muchas dificultades!

— Por eso les rebajo dinero. ¡Mucho dinero!

— Aun así, mil millones de dólares es una fortuna.

— Lo sé — admitió Cardenal sin inmutarse—. Pero también sé que puesta en el mercado esa mercancía valdrá diez veces más.

— Pero hay que extraerla de un submarino a sesenta metros de profundidad sin que nadie lo advierta.

— Su organización puede hacerlo. — El venezolano parecía no darle la más mínima importancia a nada—. Se trata de la mayor operación que se haya llevado a cabo jamás en este negocio, y deben tener en cuenta que si llegamos a un acuerdo, dentro de seis meses dispondrán de un cargamento igual… ¡Mejor! — puntualizó—. Porque me encargaré personalmente de que el submarino esté en perfectas condiciones. El «coño-e-madre» que nos proporcionó éste se pasó de listo, pero le juro que no tendrá oportunidad de gastarse la plata.

— Por lo que he visto estaba en ruinas y quienes se atrevieron a sumergirse en él fueron unos locos.

— Los errores se pagan y con ellos se aprende — admitió Rómulo Cardenal con aire fatalista—. El próximo será moderno y nos esperará más cerca; frente a las costas de Marruecos. Desde allí lo pasaremos bajo las narices de los aduaneros hasta las puertas mismas de Marsella. Les entregaremos la mercancía a domicilio.

— ¡Será una gran cosa! — admitió el corso—, y nos agrada el hecho de que cada vez se las ingenien de un modo diferente. ¡Por cierto! — añadió—. Mis socios quisieran saber con quién tienen que tratar ahora que Roldan Santana ha muerto.

— Los cauces seguirán siendo los mismos — fue la sencilla explicación—. Los hombres cambian o desaparecen, pero la organización sigue siendo la misma. — Se reclinó en la butaca observándole como tratando de estudiar su reacción—. Esta nueva forma de envío es más cómoda y eficaz, pero ustedes deberán pagarnos tal como lo han hecho hasta ahora.

— ¿Tendría inconveniente en que lo hiciéramos en tres entregas? Treinta, sesenta y noventa días.

— ¡Cualquiera diría que les estamos vendiendo una lavadora! — exclamó el venezolano divertido—. Pero no veo inconveniente. — Le apuntó amenazadoramente con el dedo—. Pero recuerde que si nos la juega, arrasamos Marsella.

— Lo sabemos — admitió el otro sin alzar la vista—. Y lo que es más importante: sabemos que sin su mercancía nuestras redes de distribución de nada servirían. — Ahora sí que les miró de frente—. Entre profesionales el auténtico negocio está en que todos ganen, haya continuidad, y mutua confianza. Puede estar seguro de que haciéndonos llegar este tipo de cargamentos, pronto se convertirá en uno de los hombres más ricos del mundo.