Rómulo Cardenal estuvo a punto de responderle que ya lo era, pero prefirió limitarse a asentir con un leve ademán de cabeza.
— ¿Cocaína?
— Cocaína.
— ¡Pero eso es absurdo! — El inspector Adrián Fonseca creía haberlo oído todo con respecto a aquel enrevesado asunto, y ahora un viejo profesor chiflado le sorprendía con algo que se salía de toda lógica—. ¡Completamente absurdo!
— Todo lo absurdo que usted quiera — argumentó Max Lorenz sin inmutarse—. Pero ahí está y no hay quien lo niegue.
— Explíquese.
— Presentan un promedio de cero coma sesenta miligramos de cocaína por litro de sangre.
— ¿Pero quién ha oído hablar nunca de delfines drogadictos? — se lamentó desmoralizado el pobre policía—. ¡Si le suelto eso al comisario me lanza por la ventana como si fuera uno de sus mocos!
— Cálleselo si quiere — intervino Claudia Lorenz que asistía a la discusión recostada en el brazo del sillón que ocupaba César Brujas—. Pero que es cierto, es cierto. Estaban drogados. — No pudo evitar una leve sonrisa—. «Flipados», que diría un castizo. «¡Flippers, flipados!»
— ¡Déjese de bromas! — masculló el otro que no cesaba de masticar uno de sus cigarrillos de plástico como si le fuera en ello la vida—. ¿Qué pruebas tienen de que es así?
— Hemos repetido el análisis, con la sangre y las vísceras más de diez veces y la química no engaña — puntualizó el científico—. No hay duda; se trata de cocaína en cantidades que habrían matado mucho antes a cualquier ser humano.
— ¿Era por eso por lo que atacaban a las personas?
— Probablemente, puesto que tenían el cerebro muy afectado — aceptó el austriaco—. Nadie puede saber qué reacciones produce tal cantidad de droga en un animal tan perfectamente equilibrado. Si es capaz de convertir en asesino a un ser humano, ¿por qué no a un delfín?
— Usted mismo aseguró que el término «asesino» no puede aplicarse a un animal. ¿Qué le hace cambiar de idea?
— Olvide ahora la semántica — protestó el otro—. Si prefiere diremos que los ha vuelto agresivos, pero así es.
— El drogadicto no suele mostrarse agresivo más que cuando tiene necesidad de droga. Por lo general se comporta de un modo más bien apático. ¿Por qué el delfín opta por atacar?
— Ya le he dicho que resulta imposible predecir el comportamiento de un delfín en un caso como éste — farfulló Max Lorenz impaciente—. Que yo sepa no existen precedentes, a no ser que el Ejército norteamericano haya utilizado algún tipo de drogas en sus experimentos.
— ¿En semejantes cantidades? ¡Vamos, profesor! Para que una bestia de trescientos cincuenta kilos llegue a acumular tal cantidad de cocaína en la sangre, tiene que haber ingerido una barbaridad.
— ¡Desde luego! Y lo que está claro es que no eran «mulares de Florida», ni ningún otro tipo de animal previamente entrenado. — El austriaco había reflexionado toda la noche sopesando los pros y los contras, y buscando explicaciones a algo que en apariencia no las tenía, pero como hombre analítico se negaba a admitir su fracaso—. Si se tratase de tiburones — añadió al cabo de un rato—, la cosa tal vez resultaría más comprensible.
— ¿En qué sentido?
— En el que el tiburón es un animal voraz por excelencia que acostumbra a tragarse cualquier cosa. En las Canarias incluso han destrozado el cable de fibra óptica del nuevo tendido telefónico porque la vibración les atraía. Además, no suele ver muy bien en aguas turbias, por lo que cabría admitir que se hubiese tragado un paquete de cocaína caído de algún barco. Al disolver los jugos gástricos el material en que estuviera envuelto, la droga se le habría introducido en la sangre, enloqueciéndole y acabando por matarle.
— ¿Y por qué no puede haber ocurrido lo mismo con un delfín? — quiso saber César Brujas—. Se me antoja una explicación bastante plausible.
— Porque este tipo de delfín se alimenta casi exclusivamente de sargos, sepias y camarones. También le gustan lógicamente las sardinas, y puede aceptar otro tipo de peces, pero siempre que estén vivos y los conozca de antemano.
— Tal vez estaban hambrientos — puntualizó Adrián Fonseca, más por decir algo que por auténtico convencimiento.
El austriaco negó con un gesto de la mano:
— No es el caso. Tenían el estómago repleto de sargos. En esta época del año ningún delfín pasa hambre en el Mediterráneo. Tal vez en pleno invierno, pero ahora no. — Era un hombre que sabía de lo que hablaba y los que le escuchaban así lo entendían—. Ni aun en la peor de las situaciones, con hambre de semanas, devoraría un delfín un objeto inanimado. — Negó de nuevo—. Un tiburón, sí. Un delfín, nunca.
— También aseguró en su momento que «nunca» atacarían a un ser humano, y ya ve — le hizo notar el policía sin ánimo de polemizar—. Si falla una teoría, pueden fallar todas.
— En efecto — admitió el otro con humildad—. Pero falló por una causa que ahora conocemos: la droga que todo lo transforma. Pero antes de drogarse no existía razón para tal cambio.
— Alguna habrá — puntualizó Adrián Fonseca que tampoco parecía desear llevar el tema al campo de la discusión personal, consciente como estaba de que si llegaba a alguna conclusión razonable era únicamente gracias a los Lorenz—. Y por lo que estoy viendo — añadió—, la cuestión se centra en la forma en que se drogaron. — Alzó la mano abriendo los dedos a medida que mencionaba las hipótesis—. Que yo sepa tan sólo existen tres formas de hacerlo: ingiriéndola, inyectándosela y «snifándola». — Sonrió sin ganas—. Existe una cuarta: fumándosela tipo «crack», pero ésa la desecho, y si me demuestran lo contrario me tiro de cabeza al mar.
— A mi modo de ver, la primera forma se me antoja improbable — argumentó el científico.
— ¿Y la segunda?
— Veo difícil que un delfín se inyecte o que alguien pierda su tiempo en hacerlo.
— Nos queda por tanto la tercera: «snifándola», o lo que es lo mismo en este caso, aspirándola disuelta en agua.
— Ya lo he pensado — admitió el austriaco—. Pero para que resultase factible tendría que darse la circunstancia de que hubiesen sido encerrados en una pequeña piscina en cuyas aguas se hubieran disuelto por lo menos cincuenta kilos de cocaína.
Los cuatro se miraron. Las condiciones expuestas resultaban tan poco probables, que casi no merecía la pena hacer comentario alguno, lo cual les devolvía a los orígenes de un problema que cada vez se les antojaba más enrevesado.
— La verdad es que no me vendría mal una «rayita» de coca para despejarme las ideas — admitió el policía—. Aquí me gustaría ver al inspector Maigret, Hércules Poirot, e incluso al mismísimo Sherlock Holmes. Si alguien me sale con aquello de «elemental, querido Watson» le arreo un guantazo.
— Pues en cierta forma a mí se me antoja «elemental, querido Watson» — señaló César Brujas divertido—. Se me está ocurriendo una explicación muy sencilla.
— ¿Podríamos saberla?
— Naturalmente. Nuestros amigos encontraron una gran fuente de cocaína; quizás un alijo que los traficantes arrojaron al fondo con intención de recuperarlo más tarde, y que el agua disolvió. Ellos estaban allí, lo aspiraron y se drogaron.
— Suena lógico. — Adrián Fonseca parecía admitirlo con naturalidad, sin sorprenderse en exceso—. De hecho es lo primero en que se piensa, pero luego no puede uno por menos que calcular la cantidad de cocaína que tendría que haberse disuelto en el agua, y se ve en la obligación de rechazarlo. — Indicó con un leve ademán de la cabeza a Max Lorenz que permanecía en pie junto a la ventana contemplando absorto la luna que hacía su aparición sobre el mar—. Si como el profesor asegura, harían falta cincuenta kilos en una piscina pequeña, ¿cuántos serían necesarios en el mar?