— Toneladas, supongo.
— ¿Sólo toneladas?
— Miles de toneladas, más bien.
— ¿Entonces…? — La pregunta quedó flotando a la espera de una respuesta que no llegaba, y el policía pareció dar por concluido el tema—. Nunca se ha tenido noticias de un alijo de «miles de toneladas» de cocaína. De hecho, imagino que si la totalidad de la producción mundial se lanzase al mar, los «cetáceos»… — pareció reírse de sí mismo al haber conseguido acertar con la palabra justa— …ni siquiera notarían un ligero mareo. Mucho menos les provocaría tal concentración de cocaína en la sangre.
— Pero la tienen.
Adrián Fonseca se volvió a Claudia Lorenz que era quien había hecho semejante puntualización.
— Ustedes lo aseguran, y yo lo acepto — masculló como si fuera la verdad que más trabajo le había costado admitir en su vida—. Pero para mí eso constituye un misterio tan confuso como el de la Santísima Trinidad.
— Para mí también — corroboró Claudia—. ¿Qué piensa hacer ahora?
El otro se encogió de hombros.
— Seguir adelante, supongo — masculló—. En el fondo no puedo quejarme: en un principio tenía cuatro simples víctimas; luego unos improbables sospechosos; más tarde unos culpables absurdos, y por último unos móviles absolutamente paranoicos. ¡Está claro que progreso!
El austriaco se volvió para quedar sentado en el quicio de la ventana, tal como lo hiciera el propio Fonseca días antes. Durante los últimos minutos había permanecido en silencio, contemplando la luna sumido en una profunda concentración que parecía permitirle aislarse de cuanto le rodeaba, como si se hubiese refugiado en una campana de cristal.
— Y en verdad progresa… — musitó para ir alzando el tono de voz muy lentamente, medida que iba dando forma verbal a las ideas que le bullían en la cabeza. Todos progresamos por senderos paranoicos, pero que nos conducen de forma caprichosa hacia una respuesta lógica. — Quedó un instante con la vista clavada en la alfombra, y sin alzar los ojos, añadió—: Hasta este momento hemos estado dándole vueltas a la astronómica cantidad de cocaína que se necesitaría para que un delfín alcanzase tal grado de concentración en la sangre. — Los miró ahora casi retadoramente—. Pero lo hemos estado calculando según una disolución normal y a presión normal… ¡Estúpido de mí!
— ¡Cielos! — exclamó su hija captando lo que pretendía decir—. ¡Presión normal!
— ¡Puede que ahí esté la solución! — César Brujas había dado a su vez un salto—. ¡Y no es presión normal!
— ¡ Naturalmente!
— ¿Me quiere explicar alguien de qué diablos están hablando…? — suplicó Adrián Fonseca—. No entiendo nada.
— Es muy sencillo — aclaró el científico—. En el mar, por cada diez metros de profundidad, la presión aumenta una atmósfera…
— Bueno; eso ya lo sabía — reconoció el inspector—. Lo estudié en el bachillerato. ¿Pero qué tiene que ver con el problema?
— Que a medida que la presión aumenta, los gases, y probablemente de igual modo la cocaína, se introducen en la sangre mucho más rápidamente. A diez metros, el doble; a treinta, el triple; a cincuenta el quíntuplo…
— ¿Y eso qué quiere decir…?
— Que cuanto más profunda estuviera la supuesta fuente, menos cantidad necesitarían para drogarse.
— ¡Carajo!
— ¡Carajo, en efecto! — repitió Max Lorenz, poco amigo de tales expresiones—. Una pequeña concentración de droga aspirada a sesenta o setenta metros de profundidad no surtiría un efecto inmediato en los peces que permanecieran allí, pero sí en cualquier cetáceo que en cuestión de minutos tuviera que ascender a la superficie a respirar. La brusca diferencia de presión le disolvería en la sangre tal cantidad de droga, que sería como si le hubiesen inyectado en vena una dosis letal. Un animal de tanto peso y vitalidad como un delfín conseguiría soportarlo, pero el efecto sería alucinante. Y a la larga, mortal.
— Creo que empiezo a comprender — reconoció el policía aunque se le veía aún muy poco seguro de haberlo captado—. ¿Tiene algo que ver con la «borrachera de las profundidades» y la descompresión de los buceadores?
— Sí y no — fue la desconcertante respuesta del austriaco—. Sí, en cuanto a que el efecto es similar y responde a unas causas en cierto modo parecidas. A grandes presiones una determinada sustancia penetra en el torrente sanguíneo y acaba afectando al cerebro, lo que conduce a esa supuesta «borrachera de las profundidades». Algunos buceadores incluso llegan a creer que pueden respirar bajo el agua, quitándose la boquilla y ahogándose. No, en cuanto a que se trate de un típico accidente de «descompresión» de los que provocan embolias por exceso de nitrógeno en la sangre, lo que deriva en parálisis e incluso la muerte.
— ¿Le importaría explicarme la diferencia?
— En el primer caso, la presión es la única culpable; en el segundo, interviene, sobre todo, una defectuosa «descompresión». — Max Lorenz se expresaba ahora del modo más sencillo posible, consciente de que se dirigía a un profano en la materia—. Cuando el buceador se sumerge respira aire comprimido que las botellas le van proporcionando por medio de un «regulador» que equilibra la presión de ese aire con la del agua según la profundidad a que se encuentra — añadió—. Llega un momento en que el nitrógeno que contiene el aire pasa al torrente sanguíneo y si en ese momento el buceador asciende con rapidez, forma burbujas que acaban por provocar la embolia. ¿Me sigue hasta aquí?
— Le sigo.
— Para evitarlo, se hace necesario subir haciendo unas determinadas paradas para conseguir que el nitrógeno no forme burbujas, sino que se elimine normalmente. Es lo que vulgarmente se llama «descompresión».
— Entiendo.
— Si se respetan las normas marcadas por una serie de tablas que tienen en cuenta el tiempo que se ha permanecido a una determinada profundidad, no existe problema alguno.
— Está muy claro, pero no creo que los delfines respeten esas normas — le hizo notar el policía—. Suben y bajan como locos.
— ¡Lógico! No tienen por qué hacerlo, puesto que respiran aire en la superficie, a presión normal, y la proporción de nitrógeno es mínima.
— ¿Entonces…?
— Entonces se da el caso de que por primera vez absorben un elemento nuevo, en este caso cocaína, a grandes presiones, y como no respetan normas, ascienden a toda velocidad, no lo eliminan y eso les provoca, al parecer, una excesiva concentración en la sangre.
— ¡Diantre! En ese caso resultaría que no harían falta miles de toneladas de cocaína para conseguir ese resultado.
— ¡Desde luego! A sesenta u ochenta metros bastaría con unos cuantos cientos.
El inspector Adrián Fonseca comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación como una fiera enjaulada al tiempo que se golpeaba una y otra vez la frente con el puño como si pretendiera rompérsela.
— ¿Será posible? — exclamó—. ¿Será posible que todo este absurdo embrollo empiece a tener sentido? Hace dos meses el Departamento Antidroga Norteamericano detectó un gigantesco envío desde Colombia con destino al sur de Europa, pero la situación actual de desabastecimiento del mercado indica que aún no ha llegado… — Los miró con ojos alucinados—. ¿Y si estuviera aquí? — quiso saber—. ¿Y si ese maldito barco se hubiera hundido en nuestras costas…? — Consultó con gesto nervioso el reloj—. ¡Dios santo! — se lamentó—. ¡La una y cuarto! Confío en encontrar alguien de guardia en las oficinas de la INTERPOL.