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La caprichosa bolita giraba y giraba seguida por docenas de ojos ansiosos, para ir a caer mansamente en el número veinte.

Un apático croupier cantó la jugada, al tiempo que comenzaba a retirar con ayuda del rastrillo el montón de fichas y placas que regaban la mesa, y Laila Goutreau sonrió al comprobar que le había correspondido un pequeño pleno.

A su lado Rómulo Cardenal ni se inmutó siquiera, consciente de que lo que acababa de perder no significaba nada frente a la fabulosa suma que había ganado ese mismo día por el simple hecho de encontrar un submarino que empezaba a dar por desaparecido junto a su valiosísima carga, y decidió por tanto cubrir como siempre el dos y el ocho con el máximo que permitían los reglamentos del Casino.

Cuando lo hubo hecho se dispuso a esperar la nueva jugada, pero alzó la mirada y por primera vez sus ojos mostraron una leve sorpresa al descubrir, al otro lado de la mesa, el aceitunado rostro de Guzmán Bocanegra.

Un buen observador hubiese llegado de inmediato a la conclusión de que aquella inesperada presencia le inquietaba, y que esa inquietud aumentó de forma notable cuando el otro le hizo un levísimo gesto con la cabeza para que le siguiera, dando media vuelta y perdiéndose de vista entre el numeroso público que llenaba las salas de juego.

El venezolano aguardó no obstante a que la nueva bola cayera en el número treinta y dos obligándole a perder una vez más y sólo entonces se inclinó sobre su acompañante, rogándole en voz baja:

— Continúa jugando mis números. Voy a salir un momento.

— ¿Te ocurre algo? — se alarmó Laila.

— Quiero tomar un poco de aire y hacer un par de llamadas. — La besó en las mejillas al tiempo que se ponía en pie—. No te preocupes.

Se alejó despacio, entró en el baño, se lavó las manos, y al salir procuró cerciorarse de que nadie reparaba en su presencia, para encaminarse con naturalidad hacia la puerta exterior y aguardar allí a que un negro automóvil se detuviese ante él.

Guzmán Bocanegra le hizo un gesto para que subiese, e inmediatamente arrancó perdiéndose en la noche.

— ¿Qué diablos ocurre? — quiso saber Rómulo Cadernal visiblemente molesto—. Te advertí que no deberían vernos juntos bajo ninguna circunstancia.

— Las cosas se han complicado — fue la áspera respuesta—. No me pareció prudente explicártelo por teléfono, y he preferido venir. — Hizo una corta pausa en la que por primera vez le miró abandonando la atención de la carretera—. Tengo un avión en el aeropuerto. ¡Nos vamos!

— ¿Y esas prisas? ¿Qué ha sucedido?

— No sé cómo, Barrantes averiguó que el muerto no eras tú, sino el pendejo al que le habíamos puesto tu cara. — Chasqueó la lengua con gesto de fastidio—. Ese jodido polizonte es muy listo y debió llegar a la conclusión de que el cirujano no podía ser otro que Paulo Duncan. Lo visitó en Río, pero por suerte tenía a una de mis chicas vigilándole y nos cargamos a Duncan cuando se dirigían a Nueva York.

— ¿Entonces? ¿Dónde está el problema?

— En que por lo visto al muy jodido se le había ocurrido la idea de hacerse una especie de «seguro» por si se nos ocurría liquidarle.

— «¿Seguro?» — se atemorizó el otro—. ¿Qué clase de «seguro»?

— Hizo un dibujo de tu nuevo rostro, detalle a detalle, y lo depositó en la caja fuerte del «Chase-Manhattan» especificando en su testamento que se lo entregaran a la INTERPOL. — Lanzó un reniego—. La información me ha costado una fortuna, pero como comprenderás tardarán apenas unas horas en averiguar que esa cara pertenecía a un ganadero venezolano llamado Rómulo Cardenal, de vacaciones en Mallorca.

— ¡Mierda!

— ¡Y que lo digas! Si te atrapan, no sólo te acusarán de narcotráfico, sino de secuestro, asesinato, y un millón de cosas más por las que los gringos te pueden enviar a la silla eléctrica.

— ¡Maldita sea! ¿Qué vamos a hacer ahora?

— Lo primero desaparecer y ordenar al yate que zarpe rumbo a aguas internacionales — fue la firme respuesta—. Luego, buscarte una nueva personalidad y una nueva cara. Por fortuna, lo que sobran en el mundo son cirujanos plásticos.

— ¡Oh, no! — se lamentó el otro—. ¡Pasar otra vez por eso, no!

— ¿Y qué solución te queda? Medio mundo te quiere encarcelar, y el otro medio, matarte. Eres el hombre más rico que existe, pero el que menos puede disfrutar de su dinero. Salvo en mí, no puedes confiar en nadie y lo sabes. — Le miró de nuevo—. ¿Entiendes ahora por qué he preferido venir personalmente?

— Te lo agradezco — fue la sincera respuesta, y tras unos instantes de silencio, y en el momento mismo en que penetraban ya en la ciudad, añadió—: ¡Lástima! Me gustaba este lugar y este tipo de vida. — Sonrió con intención—. Y sobre todo me gustaba esa chica.

— El mundo está lleno de chicas.

— No con sus ojos, su cuerpo y su clase.

— Puedes permitirte el lujo de conseguir una con sus mismos ojos; otra con el mismo cuerpo, y una tercera con idéntica clase. — Rió groseramente—. ¡Las metes todas en una cama, y en paz!

— No es lo mismo. La voy a echar de menos.

— Más te echará ella de menos a ti. ¡Imagino qué cara va a poner cuando vea que no vuelves!

La cara de Laila Goutreau fue, a decir verdad, todo un poema.

La primera media hora transcurrió con absoluta normalidad, incluso en cierto modo emocionante, puesto que salió el ocho y ganó una considerable suma que le permitió ir reponiendo las apuestas sin agobio, pero a partir de ahí pareció perseguirle la mala suerte del venezolano, y tuvo que asistir, impotente, al hecho de que una vez tras otra le arrebataran las placas sin pagarle a cambio ni un miserable «caballo».

Cuando ya no le quedaban placas de un millón, comenzó a incomodarse.

Cuando le despojaron de la última de cien mil, atisbo por encima de las cabezas de los curiosos en procura del enorme corpachón de su acompañante, y cuando tuvo plena conciencia de que le habían dejado una única placa de diez mil, abandonó la mesa y le buscó por todas partes.

Fue el portero el que le comunicó que se había ido hacía ya más de dos horas.

Pidió un taxi, ordenó que le llevara directamente al Club Náutico, y aunque por el camino trató de ir haciéndose a la idea de que podría haber ocurrido lo peor, ni siquiera pudo dar crédito a sus ojos al comprobar que el Guaicaipuro había zarpado perdiéndose en la noche.

Se quedó allí, muy quieta, observando cómo el taxi se alejaba dejándola sola en mitad del puerto, y por primera vez en su agitada vida de prostituta de lujo experimentó la amarga angustia de no tener donde ir, y un terrible miedo a lo desconocido que podía llegar en forma de salvaje violencia de cualquier sádico nocturno.

Lanzó un leve lamento; un quejido angustioso de perrillo faldero que ha perdido a su dueño; de niño abandonado, o de mujer burlada que asiste al hecho inconcebible que en cuestión de horas ha pasado de hembra de lujo que despilfarra millones, a ramerilla portuaria.

Tomó asiento en un herrumbroso «noray» y un violento escalofrío le recorrió la espalda. Su fino vestido de seda negra y generoso escote, ideal para una noche de juego en el Casino, no ofrecía sin embargo protección alguna frente al húmedo aire del amanecer que se anunciaba, y casi de inmediato le asaltó la imperiosa necesidad de orinar por efecto del frío, o tal vez del propio miedo que sentía.