Se odió por ser víctima de una necesidad tan denigrante en tan comprometida situación, esforzándose por olvidarla a base de concentrarse en la terrible magnitud de su problema.
La habían abandonado, sin más que lo puesto, en la soledad de un puerto de un país extranjero, con tres arrugados billetes y un paquete de cigarrillos en el bolso, aunque por fortuna conservaba el pasaporte, imprescindible para acceder al Casino, y un pesado encendedor de oro que tal vez le pagara el hotel de una noche. El resto: sus ropas, sus maletas, sus joyas y la considerable suma de dinero que el venezolano le había ido adelantando durante casi un mes de cumplidos «servicios», había desaparecido para siempre con el barco, y ya estaría probablemente muy lejos.
— ¡Hijo de puta!
Jamás pudo siquiera imaginárselo.
Ni en sus más tétricas pesadillas de noches sin «trabajo» le pasó por la mente la idea de que un «cliente» de Marc Cotrell que derrochaba millones a diestro y siniestro fuera capaz de tratarla peor que el más rastrero chulo barriobajero, y la amarga experiencia restalló en su cerebro como una violenta campanada, primer aviso de que situaciones semejantes podían comenzar a presentarse a medida que pasaran los años y su increíble belleza comenzara a marchitarse.
Dos lágrimas sin vida destrozaron su bien cuidado maquillaje.
Lloró de rabia o tal vez de compasión hacia sí misma, y se preguntó una y mil veces qué monstruoso error había cometido para que el caballeroso hombretón que tan apasionadamente le había hecho el amor a la caída de la tarde, se olvidara de ella con la primera luz del alba.
Zarpó un velero y sus adormilados tripulantes la observaron curiosos.
Alguien rió a lo lejos.
La necesidad de evacuar comenzaba a volverse dolorosa, pero la sola idea de tener que hacerlo allí, a la vista de quien pudiera estar espiándola, se le antojó insoportable.
Lloró de nuevo.
Fue entonces cuando un vetusto automóvil de frenos rechinantes se detuvo frente a ella, y respiró aliviada al descubrir la desaliñada figura del inspector Adrián Fonseca, que se despojó al instante de la inmensa chaqueta cubriéndole los hombros.
— ¿Qué ha ocurrido? — quiso saber.
Hizo un leve ademán hacia las sombras.
— Se fue.
— Eso ya lo sé — admitió él—. Y también sé que no se marchó en el barco, sino en un avión privado una hora antes.
— ¿Por qué?
— Supongo que imaginó que pretendía detenerle.
— ¿Por qué?
— Si quiere que le diga la verdad, aún no estoy muy seguro — replicó el otro con ironía—. Esperaba que usted me lo aclarase.
— ¿Yo? ¿Qué tengo que ver yo con todo esto?
— Imagino que nada.
— ¿Entonces?
— Entonces… ¿qué?
— ¿Cómo es que pretendía detenerle? ¿De qué pensaba acusarle?
— De algo estúpido; casi podría decir que «paranoico»…: drogar delfines.
— ¿Cómo ha dicho?
— Drogar delfines. Atiborrarlos de cocaína.
— ¡Pero qué tonterías dice! ¿Cómo se puede acusar a nadie de drogar delfines? ¿Acaso es delito?
— Que yo sepa no — señaló Fonseca con naturalidad—. Pero debe ser grave, a juzgar por las prisas que se dio en largarse abandonando en su huida a una mujer maravillosa. ¿Por qué lo haría?
— ¿Y me lo pregunta? Me ha dejado con lo puesto. — Lanzó un reniego impropio de una mujer de su clase—. Y pensar que Marc Cotrell juraba que era todo un caballero.
— ¡Gajes del oficio! Tendrá que cambiar de alcahuete… — Extendió la mano ayudándola a que se pusiera en pie—. Y ahora dígame… ¿Realmente no observó nada sospechoso en todo el tiempo que pasó a su lado?
— ¿Como qué?
— ¡Y yo qué sé! — protestó él—. Las cosas sospechosas son simplemente «sospechosas». Las otras ya no son sospechosas; suelen ser delito.
— ¿Eso es lo que enseñan en la Policía?
— No. Eso es más bien una estupidez de mi propia cosecha. Pero sirve. — La tomó por el brazo—. Y ahora déjese de tonterías y olvide esa absurda norma de la fidelidad al «cliente». Su «cliente» se ha largado dejándola en la estacada, y si alguien puede sacarla de este apuro, ése soy yo. ¿Entiende lo que le digo?
— Perfectamente.
— ¿Y qué piensa hacer?
— Pis.
— ¿Cómo ha dicho? — dijo él temiendo haber oído mal.
— Que lo primero que pienso hacer es pis, y si no lo hago pronto, me va a dar algo… ¿Me permite que lo haga detrás de su coche?
— ¡Pero eso es ridículo! ¡Una mujer como usted…!
— Una mujer como yo, que se ha bebido dos botellas de champagne, se méa como cualquier hija de vecina… — le hizo notar ella—. Y lo encuentra ridículo porque usted no tiene más que desabrocharse la bragueta y arrimarse a un árbol… — Acudió junto al automóvil, abrió la portezuela y se acuclilló en el ángulo que formaba, oculta a la vista de la calle, para permanecer así tan largo rato que Adrián Fonseca acabó por inquietarse.
— ¿Qué le ocurre? — inquirió alarmado—. ¿Se ha desmayado?
— Un poco de paciencia.
— ¡Dios bendito! Hará subir la marea.
— ¡Ya se lo dije! A mí el champagne me hace siempre el mismo efecto.
— ¿Por qué no se pasa al whisky?
— Aún es peor — admitió ella poniéndose en pie al tiempo que lanzaba un sonoro suspiro—. ¡Madre mía! — rezongó—. Ahora veo las cosas de otro modo. — Tomó asiento en el vehículo—. Lléveme a alguna parte — pidió—. Este lugar me deprime.
— ¿Un hotel?
— No tengo dinero para pagarlo, ni ganas de que me miren como a un putón callejero.
— ¿Por qué tiene tan mal concepto de sí misma?
— ¿Acaso he dicho algo que no se ajuste estrictamente a la verdad? — inquirió—. Que cobre más o menos, no significa que cambie la denominación: eso tan sólo ocurre entre los banqueros, que pueden pasar de estafadores a genios de las finanzas según lo que roben. Yo soy puta y punto. — Le miró con aire retador—. ¿Adonde piensa llevarme?
— Lo estoy pensando.
— ¿Por qué no a su casa?
— Vivo solo.
— ¿Cree que voy a comprometerle? ¿O a violarle?
— Estoy ya muy viejo para cualquiera de las dos cosas. — Señaló él con agrio humor—. Pero lo cierto es que absolutamente nadie ha puesto los pies en mi casa en estos últimos años, y me da un cierto reparo.
— No se preocupe — le tranquilizó—. Conociéndole imagino cómo será su casa, pero le garantizo que puedo apañarme en cualquier rincón. Lo único que necesito es dormir un rato.
Laila Goutreau se había equivocado en muchas cosas en su vida, pero uno de sus mayores errores estribó en prejuzgar lo que iba a encontrar en casa de Adrián Fonseca, pues apenas echó un vistazo al amplio apartamento en el que cada objeto aparecía reluciente, como si acabara de ser repulido una y mil veces, lanzó un corto silbido de admiración.
— ¡Demonios! — exclamó—. ¡Esto es precioso!
— Lo decoró mi esposa.
— ¿Y pretende hacerme creer que nadie se la cuida?
— Me agrada hacerlo solo. Duermo poco, y lo único que me entretiene es leer, criar palomas y mantener esto como Soledad lo dejó.
— Me siento como si profanara un santuario. — Laila señaló una foto enmarcada—. ¿Es ella? — Ante el mudo gesto de asentimiento la observó más de cerca—. ¡Era bellísima! — admitió—. Y tenía una expresión muy dulce.
El policía no hizo comentario alguno, y bastaba observarle para comprender que se sentía desconcertado, como si por un lado se encontrara feliz de que ella estuviera allí, admirando la pequeña joya que era su casa, y por el otro le incomodaba el hecho de que hubiese invadido la amada intimidad que con tanto celo había preservado aquellos años.