— ¿Quiere tomar algo? — preguntó al fin por puro compromiso.
— ¿Sería pedir demasiado un chocolate caliente?.
— En absoluto.
De nuevo la argelina tuvo que admirarse cuando al pasar a la luminosa cocina descubrió dos neveras y varios anaqueles repletos de toda clase de manjares de «exquisiteces», y tras examinarlas, comentó casi para sí misma:
— No cabe duda de que es usted una caja de sorpresas. Imaginé que viviría en una pocilga y se alimentaría de pizzas y hamburguesas, y resulta que es un auténtico gourmet. Ya el almuerzo del otro día me desconcertó, pero imaginé que trataba de impresionarme.
— Fue Soledad quien me enseñó a comer. Era una magnífica cocinera.
— Yo sé hacer cuscús. — Masculló ella de evidente mal humor—. Y estofado de ternera.
— ¿Con patatas o con guisantes…? — El policía había colocado sobre la mesa un gran tazón de chocolate humeante, y tomando asiento la observó con marcada intención al tiempo que añadía—: Y ahora dejémonos de bromas y vayamos a lo que importa: ¿Qué puede decirme de Rómulo Cardenal?
— ¿Aparte de que es un cerdo hijo de puta? No mucho, aunque imagino que después de lo que me ha hecho sería una estupidez continuar guardándole fidelidad. — Sopló el chocolate, bebió un sorbo y asintió satisfecha—. ¡Está buenísimo! — puntualizó, y luego le miró por encima de la taza—. El otro día creyó haber localizado el galeón, pero el buceador que bajó a comprobarlo nunca regresó, y a partir de ahí todo cambió. En primer lugar se negó a dar parte del accidente, ordenando que no se comentase nada sobre el asunto. Tenía miedo de que descubrieran el tesoro antes de que pudiera registrarlo a su nombre.
— Suena absurdo.
— Así se lo dije, pero no quiso escucharme. — Agitó la cabeza pesimista—. Era otro hombre — añadió—. Duro, autoritario y encerrado en sí mismo. — Lanzó un resoplido con el que parecía querer demostrar su malestar—. No le oculto que me pasó por la cabeza la idea de que algo raro pudiera estar ocurriendo, pero me sentía tan a gusto que procuré rechazarlo. Estúpidamente imaginé que se estaba enamorando de mí.
— ¿Y qué tiene eso de estúpido?
— ¡Mucho! Cuando se ha llevado una vida como la mía, y un hombre demuestra auténtico interés por ti, te esfuerzas por ignorar sus defectos creyendo que es el «Príncipe Azul» que va a librarte de esta mierda. — Concluyó de un golpe el chocolate—. ¡Y nunca es cierto!
— Algunas veces llega a serlo — trató de animarle el policía—. Conozco hombres que han sido capaces de olvidar el pasado de sus parejas por turbio que haya sido.
— Mi pasado no tiene nada de turbio — bromeó ella—. ¡Está clarísimo! He sido siempre, siempre, una de las putas más caras del mercado.
— Se esfuerza tanto en recalcarlo, que obliga a pensar que no es del todo cierto — le hizo notar él—. Aunque no es hora de discutir sus convicciones. Acuéstese y cuando haya descansado me señalará el punto en que se ahogó el submarinista. — La observó con fijeza—. ¿Cree que podrá hacerlo?
La argelina asintió convencida:
— Conozco ya más estas costas que las calles de París. — Lanzó un sonoro bostezo—. Si me proporciona una manta me tumbaré un rato en el diván del salón. Tiene un aspecto estupendo.
— No diga tonterías y acuéstese en mi cama — protestó él—. Yo tengo que ir a Comisaría. Anoche pedí un informe exhaustivo sobre su amigo, y debe estar a punto de llegar.
— ¿Y de qué le va a servir, si ya se ha largado?
— Aún no lo sé — reconoció—. Pero lo que ahora me preocupa no es tanto Rómulo Cardenal, como lo que realmente estaba haciendo en Mallorca, y qué tiene eso que ver con los delfines.
Laila Goutreau no tuvo el más mínimo problema a la hora de indicar, sobre una detallada carta marina del archipiélago de Cabrera, el punto exacto en que se ahogó el buceador del Guaicaipuro, y pese a que en un principio Adrián Fonseca estuvo a punto de lavarse definitivamente las manos en el asunto, pasándole la información a la Armada, llegó a la conclusión de que tanto los Lorenz como César Brujas tenían derecho a colaborar en el esclarecimiento del caso hasta el último momento.
Fue éste por tanto quien se sumergió — tomando toda clase de precauciones— sobre la vertical de! submarino, y el que regresó a los veinte minutos con la sorprendente noticia de un inesperado hallazgo que lo explicaba todo.
Dos días más tarde, el inspector invitó a la argelina a un precioso restaurante del Puerto de «Portalls Neus» que nada tenía que envidiar a los mejores de París y donde era al parecer sobradamente conocido por su afición a la buena cocina, y mientras el maitre les deleitaba con la infinita variedad de pequeños platos de degustación que conformaban la extensa sinfonía gastronómica del «Tristán», el policía fue poniendo al corriente a su acompañante de los últimos hallazgos que completaban, casi a la perfección, la complicada trama criminal en que se había visto inmersa sin saberlo.
— Rómulo Cardenal era, en efecto, un rico y honrado ganadero venezolano, libre de toda sospecha, que tuvo sin embargo la mala ocurrencia de poseer una constitución física similar a la de un famoso narcotraficante colombiano — comenzó—. Este último, acosado por todas las Policías del mundo, decidió matarle y hacer que un cirujano plástico le pusiese sus facciones, con lo que adoptó su personalidad, haciendo que, entretanto, un asesino a sueldo ocupase su lugar y fuese eliminado para que la Policía dejara de buscarle.
— ¡Hijo de puta…!
— ¡Y astuto! Fuera de Venezuela, nadie pondría en duda la personalidad de alguien que lejos de su ambiente no era más que un nombre y un pasaporte. Sin embargo, un error de la Policía colombiana facilitó descubrir el engaño. — Fonseca hizo un claro ademán de impotencia—. Podríamos haberle atrapado entonces, pero debieron ponerle sobreaviso y escapó.
— Pues hasta el momento de abandonar el Casino parecía relajado y feliz. Apostaba más que nunca, y ni siquiera hacía un mal gesto cuando perdía.
— ¡Naturalmente! — admitió él—. Probablemente ya sabía que una gran parte de la mercancía extraviada estaba a salvo. — Hizo una corta pausa—. E incluso sin contar con ella, la fortuna de Pablo Roldan se calcula en más de veinte mil millones de dólares. Eso le permite tener aviones, barcos, un ejército de asesinos que recluta entre jóvenes marginados, e incluso por lo que ahora sabemos, submarinos capaces de burlar la vigilancia costera.
— ¿Envió el submarino por debajo del agua desde Colombia? — se asombró Laila Goutreau.
— No lo creo. Tiene medios de sacar de allí toda la cocaína que quiera en sus propios barcos — fue la detallada explicación—. Lo más probable es que el submarino acudiera a algún lugar del Atlántico, cerca de las Azores, donde recibió la carga. Debió sumergirse al cruzar el Estrecho y al llegar aquí fue entonces cuando unas viejas planchas que cubrían la antigua salida de los tubos lanzatorpedos cedieron, y se fue al fondo.
— ¿Cuánto tiempo lleva allí?
— Doce o quince días, supongo. El yate debía servirle de escolta y apoyo, porque sabemos que tocó en Azores y en Marbella, donde tú subiste a bordo. Luego debieron perder contacto en algún lugar, al norte de Ibiza, y él acudió al siguiente punto de reunión, que probablemente estaba situado cerca de la isla de Dragonera. Sin embargo, por alguna razón que desconocemos, el submarino se desvió al Este y fue a parar a Cabrera.