— Donde lo encontraron los delfines…
Adrián Fonseca negó con un gesto y aguardó unos instantes mientras el camarero les servía un nuevo plato y se alejaba.
— Exactamente los delfines, no — especificó—. Quien primero los descubrió fueron los sargos, que acudieron a devorar los cadáveres de tres tripulantes que habían quedado en la zona inundada. — Hizo un gesto señalando el local—. No es mucho mayor que este salón y estaba a tope de paquetes que al romperse provocaron una terrible concentración de cocaína en un espacio muy reducido, con una única salida en cierta forma «bloqueada» por la presión exterior. Poco a poco aquello se convirtió en un hervidero de peces drogados. Los sargos tienen unos dientes muy fuertes, con los que comenzaron a destrozar los paquetes que quedaban intactos, con lo cual la concentración de cocaína jamás disminuía.
— ¡Curioso!
— Extraordinario, más bien. Lorenz ha analizado algunos sargos, y el porcentaje de cocaína en la sangre es brutal, pero a tanta profundidad no les afectaba en exceso, y lo único que les producía era una especie de apatía. Además, su cerebro es muy primitivo y sus posibilidades de reacción muy limitadas.
— ¿Y los delfines?
— Llegaron atraídos por la pesca — fue la inmediata aclaración. Descubrieron una despensa inagotable en la que sus víctimas ni siquiera intentaban escapar, y se atiborraron tragando al propio tiempo parte de ese agua.
— ¿Y por qué a ellos les hizo efecto la coca?
— Porque son mamíferos, poseen un cerebro muy desarrollado y sobre todo tienen que subir a respirar a la superficie. — Se encogió de hombros como queriendo demostrar su desconocimiento del tema—. Por lo que aseguran los expertos, son esas subidas, con el correspondiente cambio brusco de presión, lo que realmente les afecta volviéndoles agresivos. — Cruzó el tenedor sobre el plato indicando con ello que era incapaz de ingerir un solo bocado más—. Creemos que la mayoría de los que formaban el grupo afectado ha muerto de sobredosis.
— ¡Pobrecillos!
— Mejor así, pues hubiéramos tenido que perseguirles como a perros rabiosos, o hubiesen sufrido terriblemente por síndrome de abstinencia. Los buceadores de la Marina han cerrado ya el agujero de proa.
— ¿Qué van a hacer con el submarino?
— Nada de momento. La escotilla se ha soldado, pero «oficialmente» nadie sabe que continúa ahí abajo. Se ha establecido una discreta vigilancia, y si vienen a recuperar la mercancía los cogeremos con las manos en la masa.
— ¿Y si no vienen?
— Dentro de un año se hará público el hallazgo, y todos los que hemos intervenido en el caso tendremos derecho a una recompensa. — Sonrió golpeándole con afecto el dorso de la mano que tenía sobre la mesa—. Alégrese, porque a la larga no habrá perdido su tiempo. Recuperar un «alijo» que puede valer miles de millones, significa una suma bastante sustanciosa.
— Lo que de verdad me gustaría es que hubieran conseguido meter a ese mal nacido en la cárcel — masculló la argelina malhumorada—. ¡Me engañó como a una imbécil!
— Pablo Roldan es quizás el mayor criminal de la historia, y puede darse por contenta con que únicamente la engañara. Tiene sobre su conciencia miles de asesinatos.
— ¿Intenta insinuar con eso que he corrido peligro?
— Está demostrado que todo el que se relaciona con Pablo Roldan corre peligro — fue la honrada respuesta—. Hace once años era un oscuro vendedor de automóviles, hoy figura en las listas de Fortune, y la base de su negocio está en la muerte, pese a que los consumidores de cocaína se nieguen a aceptarlo. Nadie admite que cada vez que compra una pequeña dosis con la que evadirse un rato o animar una fiesta, más del cincuenta por ciento de lo que paga está destinado a sobornar a políticos, aduaneros y policías corruptos, o a asesinar a los honrados. — Le daba ahora vueltas muy despacio al excelente café muy cargado que le habían servido, observando con gesto de envidia el delgado habano que ella encendía—. En algunos países — añadió—, el mío entre otros, la ley ha cometido el error de no penalizar al consumidor, sin tener en cuenta que en él radica el mal. Si no hubiese viciosos, no existirían los traficantes, puesto que la droga no es algo que el ser humano necesite ineludiblemente.
— No creo que «snifar» una «rayita» de tanto en tanto sea un vicio como para que te encarcelen — protestó la argelina—. Es como beberse un par de copas.
— El hecho en sí mismo no es tan grave — admitió Fonseca—. Pero se trata del último eslabón de una cadena putrefacta, y moralmente no es admisible que el consumidor se refugie en su supuesta inocencia negando la parte de culpa que le corresponde en el conjunto. El estúpido snobismo de quienes no tienen la suficiente personalidad como para encontrar por sí solos el bienestar que les produce el uso de las drogas, es lo que permite que se creen monstruos como Roldan Santana. Sin tanto ejecutivo mentecato, seguiría siendo un miserable vendedor de coches usados.
— Le juro que después de esto no volveré a probarla — comentó Laila, y sus verdes ojos refulgieron de tal modo que al pobre policía a punto estuvo de darle un síncope—. De ahora en adelante me limitaré al tabaco y al champagne, aunque acabe haciéndome pis patas abajo.
— ¿Qué planes tiene?
— Esperar a que Marc me envíe dinero y tomarme unos días de descanso. — Le observó con fijeza—. Necesito empezar a replantearme el futuro. Tengo treinta y un años y ya no me atrae lo que esta clase de vida ofrece. Como usted dijo, alguien que habla cinco idiomas, entre ellos el árabe, debe aspirar a algo más que a abrirse de piernas a disgusto.
— Creí que estaba convencida de que ese oficio «marca» para siempre.
— Y sigo estándolo. — Sonrió de nuevo—. Lo que ocurre es que existen dos clases de putas: las putas retiradas, y las putas en activo.
— El cinismo no le sienta bien con ese peinado — señaló él desabridamente—. Ni con ese vestido de
Soledad. Mire a su alrededor — añadió—. Todos la admiran, y estoy seguro que nadie imagina que sea lo que pretende ser.
— ¿Y qué es lo que imaginan?
— Quizá, que es mi hija.
— ¡Oh, vamos! — rió ella—. ¡Qué tontería! ¿Cómo puede nadie imaginar que soy su hija?
— ¿Por qué no? Me sobran años, y aquellos dos jovencitos de la esquina, están rogando a Dios para que así sea.
— Aborrezco a los jovencitos — puntualizó ella sin molestarse en mirarlos—. Incluso a los muy ricos. No dudan en recurrir a tipos como Marc para que les proporcione chicas de lujo que no se sienten capaces de conseguir, pero luego se niegan a admitir que se trata de un «negocio» e imaginan que tenemos la obligación de enamorarnos de ellos solamente porque se consideran maravillosos en la cama.
— Es que resulta mucho más fácil ser «maravilloso en la cama» a los treinta que a los cincuenta.
— Se equivoca — refutó convencida—. Puede que a los dieciocho creyera que un hombre de treinta era un portento, pero a mi edad, y con mi experiencia, las cosas cambian.
— Supongo que habrá de todo, y a todas las edades. — Adrián Fonseca parecía tener un marcado interés en abandonar un tema que le ponía nervioso, en especial por la personalidad de su interlocutora—. Cuando veo a un tipo como César Brujas, joven, fuerte y lleno de entusiasmo que no duda en sumergirse a setenta metros sin miedo a los tiburones o a los delfines, tomo plena conciencia de mi edad, y empiezo a preguntarme qué diablos pinto ya en esta vida.
— ¿Y se lo pregunta precisamente el día que ha resuelto uno de los casos más complejos que se le hayan presentado jamás a un policía? — se asombró la argelina—. Si no fuera por usted cientos de toneladas de cocaína estarían dentro de quince días matando gente.