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— Supongo que no hay forma de que lo sepas — admitió ella—. Y supongo que ésa es una pregunta que se habrán hecho la mayoría de quienes han decidido donar su semen conscientes de que acabará inseminando a mujeres anónimas. ¿Dónde irán a parar sus posibles hijos, y qué futuro les espera? Incluso más de uno se planteará qué derecho tiene a esparcir alegremente su semilla sin cerciorarse de que va a caer en tierra fértil. — La muchacha frunció los labios mostrando a las claras su desagrado—. Admito que como mujer no me gustaría tener que plantearme nunca semejante pregunta. Mis hijos tendrán que ser siempre algo próximo, que pueda vigilar y atender mientras tenga fuerzas para ello.

No había vuelto a discutir la posibilidad de que Claudia Lorenz se convirtiera en la madre de los hijos de Rafael Brujas, puesto que César había comprendido desde el primer momento que ella rechazaba visceralmente la idea, e incluso él mismo había llegado a la conclusión de que al igual que no se le podía ofrecer a una mujer un futuro sin hijos, tampoco podía ofrecérsele otro en el que los hijos fueran «impuestos» de una forma fría y científica.

— Estamos bien así, por el momento — había puntualizado ella una tarde en que acudieron a examinar los cadáveres de dos pequeños delfines listados que habían encallado en una playa de Alcudia—. Y creo que lo mejor será no forzar los acontecimientos dejando que el tiempo decida por nosotros. Por lo que tengo entendido ese esperma puede permanecer congelado varios años.

Poco más tarde, mediado el mes de agosto, lo que en un principio no parecieron ser más que dos muertes fortuitas, comenzó a transformarse en una alarmante epidemia, ya que cientos de delfines «listados» comenzaron a ser empujados por las olas a la mayoría de las playas del Mediterráneo, y los Lorenz se vieron desbordados por una tragedia que les afectaba directamente, y en la que el mismo César Brujas se vio involucrado sin proponérselo.

¿A qué podía deberse una mortandad que amenazaba el futuro de toda una especie, y qué relación podía tener con el submarino hundido?

— Ninguna — fue la categórica afirmación de Max Lorenz, que en esta ocasión se mostró seguro de sí mismo—. No presentan el más mínimo rastro de cocaína en la sangre, y lo que sí he encontrado es un nivel de policlorobifenilos o «PCB», de casi mil pares por millón, cuando lo normal es que una cantidad superior a los cincuenta pares sea considerada altamente tóxica. No es que eso les haya causado la muerte de forma directa, pero sí es muy probable que haya reducido de tal forma sus defensas inmunológicas, que cualquier virus, inofensivo en otras circunstancias, los está aniquilando.

— ¿Qué clase de virus?

— Eso aún no he podido determinarlo con exactitud, pero sospecho que alguno que les ataca al hígado. — Hizo una pausa y añadió meditabundo—: Lo que sí es muy posible, es que los delfines «mulares» padecieran también, en menor escala, idéntica carencia inmunológica, aunque al pertenecer a una especie de mayor tamaño que suele habitar lejos de las costas, no se vieran afectados tan decisivamente. Quizá fue la debilidad lo que les impulsó a buscar comida fácil en el interior del submarino, y lo que propició que la cocaína les produjera un efecto tan brutal.

— ¿Y no es mucha coincidencia, que en el mismo año ocurran las dos cosas?

— Sí y no. De hecho delfines mueren siempre, y más morirán a medida que vayamos contaminando los mares. El Mediterráneo es el primero, sin duda porque es el más recogido y el que sufre mayor número de vertidos industriales, pero nos guste o no, tendremos que acostumbrarnos a la idea de que esto ocurra cada vez con más frecuencia, de la misma forma que cada vez serán más frecuentes accidentes como el de Chernobyl. Si nos destruimos nosotros mismos, ahogándonos en mierda, ¿qué tiene de extraño que destruyamos también a los delfines?

— Pero es triste. ¿Qué culpa tienen ellos de que unos cuantos desaprensivos se quieran enriquecer traficando con drogas o poniendo en marcha fábricas sin garantías de seguridad?

— ¿Y qué culpa tienen los niños que mueren cada año en las grandes zonas industriales, los que nacen tarados o deformes, o los que arrastran una existencia miserable respirando aire viciado? — Se advertía que el viejo científico se encontraba cansado, quizá vencido de antemano en una guerra que sabía perdida hacía ya muchos años—. El delfín es un animal demasiado hermoso como para subsistir en el detritus en que nosotros nos movemos, y si he de ser sincero, en cierto modo prefiero asistir a su destrucción total, que a su total degradación.

— No creo que sea posible asistir a la «destrucción total» de una especie tan numerosa como la de los delfines — protestó César Brujas—. ¡Hay tantos y en tantos océanos…!

— El hombre es capaz de todo — fue la pesimista respuesta—. En Norteamérica, unos cinco mil millones de palomas salvajes ocultaban a veces el sol durante días, pero la última murió a finales de siglo en el zoológico de Cincinnati. Si en el transcurso de una sola generación se consiguió aniquilar tal cantidad de aves en unos tiempos en que no existía nuestro grado de contaminación, ¿qué no seremos capaces de destruir en el futuro? En ochenta años han desaparecido cincuenta y siete especies de animales tan sólo en los Estados Unidos, y se calcula que en el mundo se extingue una especie al año. Viendo lo que está ocurriendo aquí ahora, no me sorprendería que los delfines estuviesen ya en esa lista.

— ¿Y qué piensa hacer al respecto?

— ¿Yo? Luchar como siempre he luchado, aunque en lo más profundo de mi alma abrigue el convencimiento de que no existe esperanza alguna de triunfo. Al fin y al cabo, tampoco nadie ha vencido nunca a la muerte, y no por eso dejamos de intentarlo.

De regreso a París, Laila Goutreau realizó un meritorio esfuerzo por abandonar la forma de ganarse la vida a que estaba acostumbrada, pero pronto comprendió que no era el momento idóneo, puesto que la crisis del golfo Pérsico había repercutido muy negativamente sobre una economía que amenazaba con entrar en un período de profundo receso, convirtiendo por tanto en inútiles todos sus intentos de conseguir un trabajo medianamente bien remunerado.

Cada vez que creía haberlo logrado, solía enfrentarse a la triste realidad de que quien se lo proporcionaba lo hacía con el secreto propósito de obtener a bajo costo lo que otros pagaban de forma mucho más directa, y no le sorprendió comprobar que la segunda vez que se negaba a aceptar una invitación para ir a cenar con un superior se quedaba automáticamente sin empleo.

Por si todo ello no bastara, los últimos acontecimientos habían exacerbado de forma notable el proverbial rechazo de los franceses por todo cuanto tuviera algo que ver con el mundo islámico, y descubrió que había quien aún pensaba que por el simple hecho de hablar correctamente el árabe y ser demasiado atractiva, parecía candidata segura a convertirse en agente secreto de palestinos o iraquíes.

Se vio en la obligación, por tanto, de dejar de frecuentar restaurantes magrebíes o leer en público periódicos en su lengua materna, e incluso arrinconó en un armario aquellos vestidos que de alguna forma evocaban la clase de sangre que le corría por las venas.

Su situación se complicaba además por el hecho de que había mantenido un duro enfrentamiento con Marc Cotrell a causa del desgraciado incidente con el «encantador millonario venezolano» que con tanto ardor le había recomendado, aunque a la postre tuvo que reconocer que el afeminado proxeneta había sido una víctima más de la innegable astucia de un hombre que había sabido burlar a todas las Policías del mundo, pese a haberse convertido por méritos propios en el criminal más perseguido del momento.

— Al fin y al cabo… — fue el intencionado comentario del mariquita— …por contenta puedes darte con que no se limitara a tirarte por la borda. Era lo menos que cabía esperar de un tipo tan feroz.