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— Hace treinta años me ofrecieron aquella casa de la cima, pero me decidí por un coche. Mi primer coche. Ahora pertenece a un pintor catalán, y no podría comprarla ni con el sueldo de otros treinta años… ¡Estúpido de mí!

Volvió a quedar en silencio, observándose los pies, sentado en popa y de espaldas al mar, tan lejano a la belleza del paisaje como si se encontrara en su diminuto despacho oficial, sumido en sus recuerdos, o en confusos pensamientos que sin duda le obsesionaban.

Miriam Collingwood y César Brujas le ignoraban, o tal vez se encontraban de igual modo tan inmersos en sus propios asuntos que no alcanzaban a reparar en su presencia, y únicamente cuando al fin doblaron el extremo sur de la oscura isla de La Dragonera cruzando bajo el faro y descubriendo a proa las abiertas aguas de poniente, la muchacha pareció volver a la realidad para comentar señalando un punto ante ella:

— ¡Es curioso! Ese barco también estaba fondeado ahí mismo el otro día. Zarpó al poco de llegar nosotros.

Los dos hombres observaron con curiosidad la lujosa embarcación de cuarenta metros de eslora y modernas líneas aerodinámicas, y al fin fue el inspector el que comentó sin concederle excesiva importancia:

— Estaría pescando.

— Ahí no hay pesca — fue la seca respuesta de César—. Al menos nada que pueda interesar a un barco de ese porte.

— ¿Cómo puede estar tan seguro?

— Porque he pasado la mitad de mi vida sumergiéndome en estas aguas — replicó el otro con acritud—. Conozco todos los «caladeros» de la isla, y ahí no hay más que arena y algas.

— Tal vez no lo sepan. O tal vez sólo pretenden darse un baño. — Adrián Fonseca señaló con un ademán de la cabeza el alto acantilado cortado a cuchillo que se alzaba justo sobre el yate—. Lo que está claro es que no pretenden desembarcar contrabando.

— ¡No, desde luego! Eso resulta evidente.

La inglesa había hecho girar el timón a estribor, aproximándose a la ancha ensenada en forma de anfiteatro en que había tenido lugar el accidente, para ir a detener la embarcación justo en el punto en que habían permanecido fondeados dos días antes, señalando decidida una serpenteante forma blanca que apenas se distinguía entre dos aguas.

— Ahí esta el cabo del ancla — dijo—. Podemos amarrarnos a él.

— ¿Seguro que no quieres bajar?

Negó con firmeza:

— No me necesitas. — Hizo una corta pausa para añadir de mala gana—: La cueva del mero está entre dos rocas, a unos cinco metros del ancla, aguas afuera, luego encontrarás una laja inmensa, y más allá una pequeña extensión de arena. El resto son algas.

— De acuerdo…

César se lanzó de inmediato al agua, ya en ella se calzó hábilmente las aletas, descendiendo a pulmón libre unos metros para atrapar el extremo del blanco cabo, y sólo cuando Miriam lo hubo afirmado hizo un gesto al policía para que le alcanzara el equipo.

— ¡Está loco! — masculló éste mientras obedecía inclinándose con sumo cuidado sobre la borda—. ¡Ni por todo el oro del mundo metería la cabeza bajo el agua!

En cualquier otra circunstancia, César Brujas no hubiera dudado en echarse a reír ante el sincero pánico del otro, pero en aquellos momentos se limitó a ajustarse el corto chaleco salvavidas al que se encontraban sujetas las botellas, y tras cerciorarse de que el «reductor» le ofrecía todo el aire que pudiera necesitar, hizo un leve gesto de despedida con la mano y se dobló sobre sí mismo sumergiéndose verticalmente.

Se encontraba a unos quince metros de profundidad cuando comenzó a percibir el ronroneo de un motor cuyo sonido se transmitía por el agua con mucha mayor nitidez que por la superficie, le llegó luego el chirriar de un ancla al ser izada, y al poco el altivo yate cruzó a unos trescientos metros de distancia para alejarse rápidamente mar adentro.

En la lancha, el inspector Fonseca rebuscó en sus inmensos bolsillos hasta conseguir un amarillo bloc de notas y un cochambroso lápiz con el que apuntó cuidadosamente un nombre: Guaicaipuro. Panamá.

— ¿Qué diablos querrá decir Guaicaipuro…? — inquirió seguro de no obtener respuesta, pues la delicada rubia de asustados ojos parecía ensimismada siguiendo con la vista las burbujas que estallaban en la superficie, y que le iban marcando el punto exacto en que se encontraba el buceador en todo momento.

Éste tardó muy poco en descubrir que el mero había desaparecido de su cueva, al igual que los abadejos y corvinas, pero que bajo la gran laja de piedra revoloteaban infinidad de rayados sargos juguetones.

Cuando el rumor de motores se perdió definitivamente hacia poniente, y el vacío silencio de las profundidades le rodeó de nuevo, César Brujas abrigó de improviso la desagradable sensación de que algo extraño sucedía, y no parecía ser ya el pacífico paisaje submarino en el que tantas veces había buceado anteriormente.

La diminuta isla de La Dragonera, y en realidad la práctica totalidad de los fondos de las agrestes costas del archipiélago Balear, habían constituido durante años una especie de feudo personal del que se sentía especialmente orgulloso, abrigando el convencimiento de que no existía una sola roca, una cueva o un grupo de corales que no hubiese visitado una y cien veces, hasta el punto de que en sus alrededores había llegado a localizar media docena de pecios de innegable valor arqueológico.

Una nave romana repleta de ánforas que aún conservaban restos de trigo, parte del armazón de una galera, y tres cañones de un navio del siglo XVI, aguardaban ocultos bajo arena y algas a que dispusiera de medios para recuperarlos, y eso le había impulsado a creer que había desentrañado todos los secretos de unas costas llenas de recovecos, por lo que le constaba que en aquel punto concreto no había secreto alguno que desvelar, pero pese a ello, y tal vez impresionado por el trágico fin que había tenido la persona que más quería en este mundo, le invadía de pronto una inexplicable angustia, impropia de un buceador de su experiencia.

Era como cuando por primera vez decidió sumergirse de noche, y el foco de su linterna escudriñó tembloroso las tinieblas, pues aun sabiendo que se encontraban en una quieta ensenada sin más señal de vida que inofensivos salmonetes, no podía por menos que imaginar que de la temblorosa oscuridad estaban a punto de nacer monstruos apocalípticos en forma de tiburones blancos, congrios gigantes, viscosos pulpos, calamares de ojos incandescentes o terribles «mantas-diablo» dispuestos a devorarle.

Y ahora, en aguas transparentes, y a plena luz del día, experimentaba idénticos temores.

— ¿Por qué?

— «¡Desconfía del mar!» «¡Desconfía siempre!» «Cuando menos lo esperes te dará una sorpresa…»

Aquéllas eran las palabras que repitió siempre a su hermano; palabras aprendidas de aquel viejo canario sangre-de-horchata que las había aprendido a su vez de labios del mítico Cousteau a bordo del Calipso; palabras que todo buen submarinista debía machacar obsesivamente a sus alumnos, puesto que ni aun insistiendo hasta la saciedad se conseguía evitar que un alegre muchacho de veintitrés años dejara de existir sin razón válida alguna.

Giró sobre sí mismo.

Fue una vuelta en redondo, como si presintiera que alguien le espiaba desde más allá del límite de su propia visión, pero no descubrió más que un agua muy limpia que se iba diluyendo en un azul intenso en la distancia.

Le tranquilizó la visión del cabo del ancla y la silueta de la lancha que era como la huella de un gigantesco zapato sobre una lámina de plata, descubriendo al mirar hacia lo alto que Miriam le observaba desde la superficie con ayuda de un rústico mirafondos de pescador, por lo que tras hacerle un gesto con la mano, se concentró e intentó localizar lo que venía buscando.