Выбрать главу

Razón no le faltaba desde luego, y con frecuencia la argelina experimentaba un ligero estremecimiento al imaginar lo que podía haber ocurrido si en lugar de en una sala de juego rebosante de público, Rómulo Cardenal hubiese tomado la decisión de desaparecer de la circulación en cualquier otra circunstancia.

A su mente volvían una y otra vez los recuerdos de aquella nefasta noche, y cuanto más memoria hacía, más se reafirmaba en la idea de que fue allí, sentado ante la ruleta, cuando el «venezolano» tuvo auténtico conocimiento de que algo grave ocurría, decidiendo en ese instante alzar rápidamente el vuelo.

El barco había atracado en Palma a media tarde, los buceadores habían desembarcado de inmediato, y a Rómulo Cardenal se le advertía relajado, feliz de verla después de todo un día de separación, y más apasionado que nunca a la hora de conducirla directamente a la cama.

Incluso le había reñido por no haberse comprado apenas ropa, prometiéndole un hermoso regalo para el domingo siguiente en que se cumplía un mes de haberse conocido, y Laila Goutreau tuvo entonces la impresión de que no podía existir un ser humano más satisfecho que aquél con su existencia.

Luego, en el Casino, todo fue bien durante dos largas horas, pese a que la fortuna en el juego continuara tan esquiva como siempre.

¿Qué ocurrió entonces?

¿Por qué desapareció tan de improviso?

¿A quién vio, que le obligó a marcharse?

Se estrujaba el cerebro tratando de elegir entre tantos rostros ansiosos como seguían el girar de la bola, uno que se significase por algún detalle especial, pero no conseguía aislarlo, pese a que en lo más íntimo de su ser abrigase el convencimiento de que estaba allí, lo había visto e incluso le había llamado la atención su presencia.

Era como cuando se tiene un nombre en la punta de la lengua y no acaba de aflorar, o como un sueño que al despertar se pretende recuperar inútilmente.

Al fin y al cabo, ¿qué importancia tenía quién pudiera haberle avisado?

Se había ido y probablemente estaría ya de regreso en Colombia, escondido en alguna hermosa isla caribeña, o alojado en un lujoso hotel de Nueva York en compañía de una exótica belleza profesional que tal vez se hacía también la vana ilusión de que estaba consiguiendo enamorarle.

¡Qué estúpida había sido!

¡Cómo debió burlarse cuando le pidió que no siguiera pagándole sumas que se le antojaban fastuosas, pero que para alguien como él ni siquiera contaban…!

Algunas noches se despertaba empapada en sudor frío, imaginando que estaba a punto de hacer el amor con alguien que no dudaba a la hora de ordenar la muerte de miles de inocentes, y que se empeñaba en continuar amasando más y más dinero pese a que lo estuviera amasando con la vida de millones de personas.

¿Para qué?

¿Qué podía empujar a Rómulo Cardenal, Pablo Roldan, o como quiera que se llamase, a continuar acumulando riquezas, si por mil años que viviese jamás conseguiría gastárselas?

— Tan sólo el valor en el mercado de lo que contiene ese submarino constituye en sí mismo una suma alucinante — había señalado Adrián Fonseca—. Y no es más que una pequeña parte de la coca que exporta cada año.

Laila Goutreau había conocido a muchos hombres ricos, muy ricos y riquísimos, y en más de una ocasión había asistido a fiestas en la Costa Azul o Marbella en las que jeques árabes competían con petroleros tejanos, fabricantes de coches italianos o banqueros suizos, e incluso podía vanagloriarse de haber dormido con personajes que valían su peso en oro o en diamantes, pero aun así, se sentía impresionada por cuanto había averiguado sobre la fortuna del narcotraficante colombiano.

A solas en su coqueto apartamento de la Avenida George V, observando durante largas horas de hastío las luces de los coches que cruzaban los vecinos Campos Elíseos, o contemplando a los últimos clientes de «Le Fouquet», se preguntaba una y otra vez por qué razón un hombre que ya lo tenía todo, y al que en un momento dado se le planteó incluso la posibilidad de «retirarse», prefería continuar jugándose la vida por conseguir algo que jamás le serviría de nada.

De vender coches usados a hacerse rico, se entendía. De ser rico a ser inmensamente rico, quizá también, pero a partir de ciertas cifras, era como si las compuertas que contenían la avaricia o la ambición se desmoronasen, y no existiera fuerza alguna que pusiera freno a la posibilidad de poseer más y más, aunque ya ni siquiera se supiera qué era en verdad lo que se intentaba poseer.

El policía mallorquín le había hablado largamente de lo que constituía en aquellos momentos el complejo negocio de la droga, y hasta qué punto ésta se estaba convirtiendo en la fuerza oculta que movía los hilos de la política mundial, y a Laila Goutreau le asombró descubrir qué ingente cantidad de respetados líderes no habían dudado a la hora de enfangarse en un negocio que hipócritamente denostaban en público pese a que estaba claro que en los últimos veinte años la mayoría tan sólo danzaban al son de dos únicas melodías: la droga y el petróleo.

— La historia nos enseña que los ingleses provocaron una guerra para obligar a los chinos a consumir opio — había señalado seriamente Adrián Fonseca—. Y la historia futura nos enseñará que, en las postrimerías del siglo XX, la Humanidad vivió esclava de dos únicos productos: el petróleo que mueve sus máquinas, y la droga que mueve sus cansados espíritus. Si alguien no lo remedia, llegará un momento en que no habrá más Dios que la coca.

El otoño caía sobre París y la mayoría de las tardes llovía mansamente. Era un tiempo de reflexión y de nostalgia; tiempo de hacer balance y plantearse con honradez el alcance de triunfos y fracasos, y la argelina era lo suficientemente honesta consigo misma como para comprender que abundaban más las derrotas que las victorias a la hora de hacer anotaciones en su particular libro de cuentas.

Aún podía mirarse al espejo y descubrirse hermosa; más mujer, más hecha y más a punto, pero aquella luz de ilusión que antaño inundaba sus ojos comenzaba a dar paso a una fría opacidad decepcionada, pues los años pasaban y su mayor logro se centraba en haber conseguido cobrar por una sola noche de «amor» lo que nadie cobrara anteriormente.

«Rómulo Cardenal» había constituido quizá su última esperanza de convertirse en mantenida de lujo permanente, y Adrián Fonseca el fallido sueño de olvidar el pasado y transformarse en una sencilla ama de casa, pero una y otra oportunidad habían pasado junto a ella sin detenerse, y a menudo se preguntaba las razones de tan rotundo fracaso.

Con respecto al escurridizo «venezolano» la cosa estaba en cierto modo justificada, puesto que había tenido que poner pies en polvorosa cuando más entusiasmado parecía y a nadie podía culparse de tal fuga, pero la argelina aún se preguntaba con frecuencia en qué se equivocó para que el policía adoptase una actitud tan indiferente en el último momento.

Tenía la suficiente experiencia como para saber cuándo gustaba, y le constaba que al desgarbado inspector mallorquín lo había vuelto loco, pero algo falló sin razón lógica alguna, y continuamente se preguntaba qué pudo ser.

Su última charla había tenido lugar en el palomar de la azotea, donde él solía refugiarse a meditar cuando algún problema le inquietaba, y fue por tanto allí donde Laila no dudó en preguntarle si podría darse el caso de que llegara un momento en que consiguiese olvidar su pasado para considerarla una mujer «normal.»

— Con pasado o sin pasado, tú nunca podrás ser una mujer «normal» — fue la humorística respuesta—. Las mujeres normales no suelen tener ese cuerpo, ni esos ojos.

— No es a eso a lo que me estoy refiriendo — protestó ella—. Lo que quiero saber es si en caso de que cambiara de vida, se te pasaría por la cabeza la idea de casarte conmigo.