— Se me ha pasado un millón de veces.
— ¿Y…?
— No puedo hacerlo.
Nada le dolió nunca tanto a la argelina como aquella respuesta, simple y directa. Nada; ni aun el hecho de descubrir que la habían abandonado en un puerto extranjero, ni el saber que el único hombre que había amado regresaba a Montreal con su familia.
— ¿Por qué? — quiso saber.
— Digamos que por razones «muy especiales».
— ¿Relacionadas con mi oficio?
— En cierto modo.
Por unos instantes la muchacha había dudado entre enfurecerse o echarse a llorar, pero al fin había conseguido reunir la suficiente entereza como para comentar con aparente calma y voz pausada:
— Llegué a pensar que eras otro tipo de hombre: más caritativo o, quizá sería mejor decir, más «comprensivo», pero al menos debo reconocer que eres sincero, y aunque no puedo negar que me has decepcionado, entiendo tus razones. Espero que la próxima vez que conozcas a una mujer que te interese, tengas más suerte.
No volvieron a verse; no volvieron a mantener contacto alguno pese a que habían transcurrido ya tres largos meses, y en todo ese tiempo Laila Goutreau no había podido dejar pasar un solo día sin sentirse avergonzada por el hecho de que la única vez que le pidió a un hombre algo que no fuera dinero, se lo hubieran negado de forma tan rotunda.
Sabía que podía haber sido feliz con Adrián Fonseca, y que habría aprendido a convertirse en una esposa de la que cualquier hombre tendría motivos para sentirse orgulloso, e incluso sus vanos intentos de los primeros días de rehacer su vida y no volver a prostituirse estaban inspirados en el hecho de que tal vez el policía recapacitase y viniera a buscarla encontrándola convertida en otra clase de persona.
Pero a partir de aquella tarde en el palomar no había recibido ni tan siquiera una postal o una llamada, y comenzaba a perder toda esperanza de abandonar por algo que valiera la pena el viejo oficio.
Poco más tarde Marc Cotrell volvió a la carga ofreciéndole «clientes» muy selectos que pagaban espléndidamente y por adelantado, llegó a la conclusión de que no valía la pena seguir pasando apuros tontamente, y permitió que sus fotografías volvieran a un «circuito» del que se había hecho la firme promesa de alejarse.
Tal como ella misma aseguraba, tan sólo existían dos tipos de prostitutas: las que estaban en activo y las que ya se habían retirado, y al parecer aún no le había llegado el momento de retirarse dignamente u obligada por la fuerza de los años.
Seguía lloviendo en los atardeceres parisinos, y jamás se le antojó tan triste aquella ciudad rebosante de gente apresurada.
Algunos días iba al cine; otros daba un largo paseo sin destino aparente y sin prestar la más mínima atención a cuantos la piropeaban, con la altivez propia de las putas de lujo en horas de asueto, que tan sólo buscan que las dejen en paz aquellos que saben bien que nunca podrán abonar sus tarifas.
Trabajaba muy poco, pues fiel a su promesa o temiendo perderla, Marc Cotrell tan sólo le ofrecía «servicios» muy bien remunerados que no exigían el esfuerzo de asistir a una cena, una estúpida charla, o largas horas de bailar y emborracharse en discotecas.
Una noche de principios de octubre se sorprendió a sí misma marcando un número de Palma de Mallorca, pero se arrepintió antes de que la voz del policía respondiera al otro lado, y se maldijo por haber cedido un solo instante a semejante impulso. Al fin y al cabo, Adrián Fonseca no era más que un pobre hombre que vivía aferrado al recuerdo de un cadáver, y que no había sido capaz de aprovechar la oportunidad que el destino le había puesto al alcance de la mano.
Pasaron, interminables, dos semanas.
Luego, una noche, estando ya en la cama, casi a punto de dormirse vencida por uno de aquellos interminables coloquios pseudo intelectuales a que tan aficionada solía ser la televisión francesa, sonó el teléfono y la voz de Marc Cotrell le anunció que «un cliente muy especial» solicitaba sus servicios.
— ¿A esas horas, y lloviendo a cántaros? — se horrorizó—. ¡Tú estás loco!
— No son más que las diez, y no lo harás en la calle, sino en tu hotel de lujo predilecto — fue la irónica respuesta.
— ¡Pero ya estoy en la cama!
— Cuando vuelvas a meterte en ella serás sesenta mil francos más rica.
— ¡Sesenta mil francos! — se asombró—. ¿Bromeas?
— Ya están cobrados.
— ¿Un árabe?
— No, no se trata de un árabe, Marcel jura que es griego, que tiene buen aspecto, y que en cuanto vio tu foto puso el dinero sobre la mesa con tal de que fueras esta misma noche. Al parecer se va mañana.
— ¡Mierda!
— Son sesenta mil francos, niña… ¡Libres de impuestos!
— Algo raro querrá a cambio.
— Nada raro. Marcel se lo advirtió: si quería cosas «raras» tendría que elegir a Dominique o a Etna. — La voz del afeminado sonó levemente impaciente—. ¡Decídete! Ocasiones como ésta no se presentan todos los días.
Laila meditó unos instantes, calculó el tiempo que necesitaría para arreglarse, y por último chasqueó la lengua con gesto de disgusto.
— ¡Está bien! — aceptó—. Estaré allí en una hora. ¿Cómo se llama el tipo?
— Dupond. Suite ciento seis.
— ¡Maldita sea! ¿Por qué todos tus clientes se llaman siempre Smith, Pérez o Dupond?
— Porque a los otros nunca les sobran sesenta mil francos — fue la burlona respuesta—. ¡Diviértete, pequeña!
— ¡Vete a la mierda!
Colgó, se encaminó al cuarto de baño, se dio una larga ducha y comenzó a maquillarse. Quien se mostraba tan increíblemente generoso bien merecía no sentirse decepcionado, por lo que puso sumo cuidado en elegir un atuendo acorde con la ocasión. Ya que se vendía, y que se vendía tan cara, lo menos que podía hacer era procurar que el cliente quedara satisfecho.
El resultado fue a todas luces espectacular o al menos así opinaron los innumerables Smith, Pérez y Dupond que llenaban el amplio hall del hotel, y sobre todo Marcel y los restantes conserjes, que conociéndola como la conocían desde hacía años, admiraron no obstante su paso con una leve sonrisa de complicidad o una larga mirada de ese tipo de deseo que sabe de antemano que jamás se verá satisfecho.
El ascensorista había cambiado.
Ya no era el viejo parlanchín libidinoso que solía desnudarla con la mirada o hacía malintencionados comentarios sobre los motivos de su estancia en el hotel, sino un respetuoso muchachuelo lo suficientemente inexperto como para no saber diferenciar entre una simple huésped y una vulgar «visitadora» por costoso que fuera el abrigo de piel que le cubría.
Y en este caso, el blanco abrigo de zorro daba el pego, y contribuía a resaltar aún más, si es que ello era posible, la espectacular belleza de la argelina.
El hombre que abrió la puerta de la suite ciento seis debió pensar lo mismo, puesto que permaneció unos instantes inmóvil en el umbral observando con aire complacido a la prodigiosa criatura que acababa de hacer acto de presencia.
— ¡Vaya, vaya, vaya! — exclamó en un francés bastante deficiente, al tiempo que lanzaba un leve silbido de admiración—. Era mucho lo que esperaba, pero en verdad que no esperaba tanto.
— ¿Puedo pasar?
— ¡Desde luego! A eso has venido, supongo.
Cerró tras ella y le ayudó a despojarse del abrigo con una forma de comportarse y unos ademanes tan precisos que obligaban a pensar que se trataba de una persona más que habituada a situaciones semejantes.