Era alto, fuerte, de cabello rizado y entrecano, barba cuidada y grandes gafas ahumadas, y aunque no exhibía joya alguna, ni aun tan siquiera una simple alianza, el lujo de la estancia y la calidad de su ropa mostraban a las claras que se trataba sin duda de un individuo de holgadísima posición económica.
— ¿Cómo te llamas? — fue lo primero que inquirió educadamente.
— Laila.
— ¡Ah, sí, Laila! — admitió—. ¡Es cierto! Lo vi en la foto, aunque pensé que se trataba más bien de un nombre «artístico.»
— Pues es auténtico.
— ¡Mejor así! Yo me llamo Dupond.
— Ya lo sabía, aunque también pensé que se trataba más bien de un nombre «artístico.»
— ¡Muy agudo! — rió el otro de buena gana—. En realidad puedes llamarme Nick. Soy griego.
— Yo argelina.
— ¿Champagne…?
Estuvo a punto de responder que el champagne tenía la virtud de conseguir que acabara crinándose en los puertos, pero se limitó a hacer un leve gesto de asentimiento, para ir a tomar asiento en el amplio sofá del inmenso salón, con la naturalidad de quien ha visitado ya infinidad de salones semejantes.
En realidad, y aunque se librara lógicamente de comentarlo, Laila Goutreau había pasado innumerables noches en la suite ciento seis de un hotel que se encontraba casi a tiro de piedra de su propio apartamento, y podía señalar a ojos cerrados dónde se encontraba cada interruptor de la luz e incluso casi cada cenicero.
El griego tuvo en un principio más dificultades de las previstas para descorchar el champagne, pero al fin sirvió dos altas copas aproximando al propio tiempo un pesado bol de caviar incrustado en un recipiente de plata con hielo picado.
— Lo mejor para la mejor — comentó al fin tomando asiento a su lado—. ¿Me permites que te haga una pregunta un tanto delicada?
— Naturalmente, aunque si lo que pretendes saber es la razón por la que una chica tan guapa como yo se dedica a un oficio como éste, te diré de antemano que es porque las feas no suelen tener clientes como tú.
— ¡Touché!
— No he pretendido molestar, pero es que ésa suele ser la primera pregunta que todo el mundo me hace.
— Deberías de dedicarte al cine.
— Lo intenté, pero no sirvo.
— ¿Por qué?
— No soy demasiado fotogénica y tampoco me siento capaz de meterme en el papel de otra persona. — Sonrió muy levemente—. Lo único que pretendían era que hiciera ante las cámaras lo que suelo hacer en privado, pero no me gusta el exhibicionismo, y además pagan muy poco.
— Pareces una mujer que sabe lo que quiere.
— Lo sabía, pero ya no estoy tan segura.
— ¿Te importaría desnudarte?
— ¿Aquí o en el dormitorio?
— De momento aquí. Me apetece continuar charlando un rato.
La argelina obedeció despojándose del leve vestido camisero de seda cruda, y resultó evidente que su acompañante necesitaba respirar profundamente al enfrentarse a la rotunda esplendidez de sus pechos y la inimitable curva de sus caderas.
— ¡Diantre! — exclamó admirado—. ¡Lástima no haberte conocido el primer día! Me voy mañana… — La observó con detenimiento para acabar agitando la cabeza con incredulidad—. ¿Cómo es posible que nadie haya intentado sacarte de esto definitivamente? — quiso saber.
— Algunos lo intentaron — admitió la argelina con naturalidad—. Pero por una causa u otra nunca cuajó.
— ¿Culpa tuya?
— A veces sí, y a veces no. La vez que más cerca estuvo de que ocurriera, fue como una burla del destino, pero es una larga historia.
— Cuéntamela.
— ¿Ahora? — se sorprendió ella—. ¿Has pagado sesenta mil francos para que te cuente historias? No soy Sherezade.
— No. No he pagado para que me cuentes historias, sino para hacer el amor, pero ya no soy tan joven como para intentarlo por dos veces, y el hecho de contemplarte así desnuda mientras me hablas de ti, constituye un placer adicional que más tarde ya no tendrá idéntico valor. ¿Entiendes lo que trato de decir?
— Naturalmente. Siempre es más hermoso lo que se desea, que lo que ya se ha poseído.
— Más o menos… ¿Me cuentas esa historia?
— Te advierto que no tiene excesiva importancia y data de hace algún tiempo, cuando aún me ilusionaba con la idea de que las cosas podían cambiar. — La argelina sonrió como si se burlara de sí misma y, por último, añadió—: Y para colmo es tan ridicula, que incluso me da rabia recordarla. — Se encogió de hombros—. Por suerte, el tiempo lo borra todo. — Se sirvió una copa de champagne, mojó apenas los labios, y se diría que eso le animaba a continuar—. Tenía unos veinticuatro años cuando conocí a un hombre maravilloso: un piloto del que me enamoré como una loca. Él estaba a punto de separarse de su mujer, y nos fuimos a vivir a una pequeña colonia de chalets, cerca del aeropuerto, donde residían muchos compañeros suyos. Todo era perfecto y empecé a olvidar mi pasado, y hacerme a la idea de un futuro normal, con hijos y todo.
— ¿Te gustan los niños?
— Mucho. Y pensaba que tendría cuatro o cinco. — Se reclinó mirando al techo—. Una noche que él volaba a Nueva York, me quedé en casa, vi la televisión y me acosté, pero al poco rato, un hombre desnudo irrumpió en mi dormitorio. Era joven, alto, fuerte y muy guapo. Me suplicó que no me asustara y le diera alguna ropa. Por lo visto, estaba en casa de una vecina cuando su marido regresó inesperadamente al no haber podido despegar a causa de la niebla. En ese mismo instante, mi «novio», cuyo vuelo también había sido suspendido, llegó, nos sorprendió desnudos y desapareció sin pronunciar palabra. — Laila Goutreau lanzó una corta carcajada repleta de amargura—. ¡Yo, que me había acostado con tantísimos hombres, lo perdí todo por uno que ni siquiera me había tocado! ¿No es ridículo?
— ¿Nunca pudiste aclarárselo?
— ¿Quién va a creer a alguien que ha sacado de la mierda cuando la descubre en un retrete? Volvió con su mujer, tuvieron dos hijos, y yo me senté de nuevo a esperar junto al teléfono.
— Es una triste historia — admitió el griego—. Cómica y triste al mismo tiempo, y siempre me ha intrigado sobremanera comprobar cómo a menudo pequeños detalles sin importancia transforman por completo la vida de la gente por muy bien que la hayan planificado. — Sonrió con intención—. El destino suele jugar con cartas que supuestamente no estaban en la baraja. — Se abrió levemente la bata, y extendió la mano para acariciarle el cabello haciendo una leve presión sobre la nuca—. Y ahora olvidémonos de historias — musitó—. Se hace tarde.
Laila Goutreau tenía la suficiente experiencia profesional como para comprender qué era lo que estaba dándole a entender, por lo que alargó a su vez la mano para acariciar el fuerte pecho velludo, pero cuando se disponía a asomar la punta de la
lengua entre los dientes, el mundo pareció volverse loco, puesto que el amplio ventanal estalló en mil pedazos por el impulso de un hombre uniformado de negro que portaba una metralleta y un chaleco antibalas, y que rodó por la alfombra; la puerta saltó por los aires por culpa de una pequeña explosión, y la hermosa estancia se llenó en un instante de humo y gente que aullaba y daba órdenes lanzándose sobre Nick el griego o Monsieur Dupond, en cuya mano acababa de hacer su aparición, como por arte de magia, una pesada pistola que había extraído de debajo de uno de los almohadones.
— ¡¡Policía!! ¡¡Policía!! — ordenó alguien—. ¡Quieto, o es hombre muerto!
La argelina se precipitó bajo la mesa cubriéndose la cabeza con las manos y lanzando alaridos de terror, mientras su «cliente» hacía un postrer intento por montar el arma y disparar, pero tres energúmenos embutidos en traje de marcianos cayeron sobre él inmovilizándole de un fuerte golpe que le hizo rodar como un conejo desnucado.