— ¡Todo en orden, comisario!
Un individuo regordete y de tez rubicunda que lucía una inmensa nariz con aspecto de pimiento morrón, se abrió paso a través del humo, observó el cuerpo del hombre y se volvió satisfecho a Adrián Fonseca que enfundaba en esos momentos su revólver.
— Le advertí que podía confiar en mi gente. — Señaló el caído—. ¿Así que es éste?
El mallorquín se inclinó sobre el griego y estudió las pequeñas cicatrices que aún podían advertirse bajo la bien cuidada barba.
— Esperemos que sí, aunque tendremos que hacer muchas comprobaciones. — Extendió ahora la mano para ayudar a erguirse a la argelina que le observaba entre aterrorizada y estupefacta—. ¡Hola! — musitó—. ¿Estás bien?
— ¿Qué haces tú aquí? — farfulló ella—. ¿Qué diablos ha ocurrido, y quién es ese hombre?
— Lo mejor será que te aclare, que sospecho que ese hombre es «Rómulo Cardenal», y que estoy aquí para detenerle.
— ¿Rómulo Cardenal? — se asombró Laila Goutreau al tiempo que se ponía en pie y permitía que él le cubriera con el abrigo—. ¿Ése? ¡Tú estás loco!
— Es posible — admitió Adrián Fonseca—. Pero de momento todo coincide: estatura, constitución, peso, color de los ojos, cicatrices de una reciente operación de cirugía estética, y la documentación de un millonario griego asesinado.
— ¡No es posible…! ¿Volvió a…?
El otro asintió convencido:
— Volvió a intentarlo. ¿Qué otro remedio le quedaba si tiene a todas las Policías del mundo en los talones? — Se dirigió ahora al rubicundo inspector francés que estaba estudiando el contenido de un pequeño maletín que había descubierto en el fondo de un armario—. ¿Algo interesante, comisario?
— Órdenes bancarias por valor de cientos de millones, varios pasaportes falsos, y una libreta en castellano, que aunque me da la impresión de que está en clave, podrá aclararnos muchas cosas… — Señaló al hombre que parecía a punto ya de recuperar la conciencia—. Será mejor que lo ponga a buen recaudo cuanto antes — añadió—. Debe haber docenas de personas que preferirían verlo muerto que en condiciones de ser interrogado… — Hizo un inequívoco gesto a dos de los «gorilas» de su fuerza de choque que alzaron por los sobacos al prisionero como si se tratara de un pelele y se llevó la mano a la frente en gesto de saludo—. Le espero mañana en mi despacho… ¡Señorita!
Se encaminó a la puerta con el maletín en la mano y tan sólo se volvió cuando el mallorquín le advirtió seriamente:
— Recuerde que Pablo Roldan es capaz de cualquier cosa con tal de que no le manden a los Estados Unidos y pasarse el resto de la vida en prisión.
— ¡Descuide! — fue la segura respuesta—. Por lo que a nosotros respecta, se lo pasará.
Salió, encajó como pudo la puerta a sus espaldas y emprendió la marcha en pos de sus hombres que se alejaban por el largo pasillo repleto de alarmados huéspedes curiosos.
— ¿Se puede saber qué diablos significa todo esto? — quiso saber en esos momentos una argelina que parecía morder las palabras de furia—. ¿Qué haces en París, y por qué cono estoy metida en un lío que casi me cuesta la vida?
— No es fácil de explicar.
— ¡Inténtalo!
— Te vas a enfadar — le hizo notar Fonseca con naturalidad.
— ¿Enfadar? — se asombró ella—. ¡Imposible! Ya estoy todo lo furiosa, indignada, cabreada, encabronada, pisoteada, asustada y humillada que pueda estar un ser humano, o sea que cuanto me digas me va a dar igual. ¡Repito…! ¿Por qué cono estoy metida en este lío?
— Porque imaginé que un hombre que te ha conocido, tendría necesidad de volver a verte.
— ¿Lo dices por experiencia?
— ¡Naturalmente! — fue la honrada respuesta—. ¿O es que no te habías dado cuenta de que estoy loco por ti?
— ¿Loco por mí? — repitió Laila Goutreau estupefacta—. Casi te supliqué que te casaras conmigo, lo único que hiciste fue dejar que siguiera puteando, y ni siquiera tuviste el detalle de llamarme.
Adrián Fonseca, que se había servido una generosa ración de caviar en una tostada, la devoró con ansia para llenarse a continuación una copa de champagne.
— Admito que es lo más doloroso que me he visto obligado a hacer en mi vida — replicó—. ¡Dios, qué hambre tengo! No he probado bocado en todo el día. — Apuró la copa—. Pero no me quedaba otro remedio si pretendía atrapar a ese canalla.
— O sea, ¿que me has estado utilizando como cebo? — Él asintió con un gesto de la cabeza mientras mordisqueaba una nueva tostada—. ¿Pretendes insinuar que todo este tiempo has estado consintiendo en que me acostara con un montón de tipos con el único fin de detener a un miserable delincuente?
El policía se limpió unos granos de caviar que le habían quedado en la comisura de los labios, y negó con firmeza:
— No. Eso sí que no. Por detener a un miserable delincuente, no. Por atrapar al principal narcotraficante del mundo; y por cuya causa mueren miles de personas cada año, mientras otras muchas acaban en la cárcel o prostituyéndose. — Extendió la mano y tomó la de ella que intentó apartarla—. Tienes que entenderlo — suplicó—. Fue una decisión muy dura, sobre todo para mí, que te quiero, pero honradamente tenía que hacerlo. Si había una oportunidad, ¡una sola! de impedir que continuara haciendo daño, tenía que sacrificarte aunque se me desgarrasen las entrañas al saber que estabas en la cama con otro.
— ¡Pero era yo la que tenía que aguantarlos!
— Igual que antes, con la diferencia de que ahora Marc Cotrell te daba menos «trabajo». Únicamente el justo para mantenerte en el «circuito» sin levantar sospechas.
— ¿Es que también Marc está metido en esto?
— Tenía que estarlo si queríamos que Roldan Santana te localizara. En cuanto alguien se interesaba por ti, nos pasaba la información y lo investigábamos a fondo. Veinte agentes han estado vigilándote y protegiéndote día y noche sin que lo advirtieras, pero el resultado ha valido la pena.
— ¿Estás seguro?
— Creo que sí. Hace apenas media hora han llegado las huellas dactilares del auténtico Nikolas Teópulus, el desgraciado al que ha asesinado esta vez para ocupar su puesto. Esas huellas no tienen nada que ver con las que este tipo dejó en las copas del almuerzo. — Se sirvió una nueva tostada con caviar—. Incluso sabemos ya quién le cambió la cara, y cuándo…
Fue a añadir algo, pero se interrumpió, porque en la destrozada puerta había hecho su aparición el rubicundo hombrecillo de la nariz de pimiento, que balbuceó de un modo casi ininteligible:
— ¡Lo han matado!
Adrián Fonseca se puso en pie de un salto, lo que le obligó a derribar sobre la mesa el poco caviar que quedaba.
— ¿Cómo ha dicho? — aulló fuera de sí.
— ¡Que lo han matado! — sollozó el comisario a punto de dejarse resbalar por la pared como si las piernas se negaran a sostenerle—. Le han metido cinco balas en el estómago.
— ¿Pero cómo es posible? ¿Quién ha sido?
— El ascensorista. A la altura del tercer piso le dijo en españoclass="underline" «Siempre a sus órdenes don Pablo», y le mató.
— ¡Qué salvajes! — se horrorizó la argelina.
— ¡Cielo santo! — exclamó a su vez Adrián Fonseca—. ¡No puedo creerlo!
— ¡Pues es cierto! Por lo visto ayer se presentó diciendo que venía a sustituir a un viejo ascensorista que estaba enfermo, y nadie le prestó mucha atención. — El destrozado comisario se había dejado caer en un sillón, apoderándose de la botella de champagne y apurándola directamente del gollete—. ¡Mis mejores hombres! ¡Los mejores de Francia, y un mocoso de mierda les asesina a un detenido en las narices…! ¡Me cuesta el puesto!