El inspector Fonseca tomó un cigarrillo de la caja de oro que aparecía sobre la mesa, lo encendió nerviosamente y casi al instante comenzó a toser al tiempo que mascullaba:
— ¡Maldita sea! ¡Tanto esfuerzo para nada! Tantas noches consolándome con la idea de que le daríamos un golpe definitivo a esos malditos traficantes, y lo único que tenemos es un cadáver. ¡Mierda!
— ¿Y qué vamos a hacer ahora?
El policía meditó largo rato, observó de hito en hito a su colega francés y acabó por encogerse de hombros con absoluta indiferencia.
— No sé lo que hará usted — replicó con calma—, pero, por mi parte, lo único que pienso hacer es casarme… — Señaló a Laila sonriente—. Si es que aún me acepta.
— Se han casado, se han ido a vivir a Mallorca, y ahora es la respetable señora Fonseca, que sueña con tener cuatro hijos y olvidar por completo su pasado.
— ¿Y la investigación?
— Cerrada. — Los acerados ojos, por lo general inexpresivos, de Guzmán Bocanegra, lanzaron un leve destello de triunfo y resultaba evidente que se sentía orgulloso de sí mismo—. El tipo es como un perro de presa, tenaz e inasequible al desaliento, pero en esta ocasión no dejé un solo detalle al azar, y hasta los más nimios obligaban a pensar que ese fiambre eras tú. El Gobierno colombiano, la INTERPOL, y sobre todo ese jodido polizonte, están convencidos de que uno de nuestros sicarios te liquidó en el ascensor antes de consentir que te enviaran a un penal norteamericano.
— Me preocupa que puedan seguir buscando.
— Te repito que es caso absolutamente cerrado, y ya procuraré yo que nadie tenga el menor interés en removerlo. — El hombrecillo del escuálido rostro aceitunado hizo un amplio ademán con la cabeza indicando la hermosa y solitaria playa privada flanqueada de palmeras, y el lujoso yate que aparecía anclado justo frente a una blanca mansión de estilizadas columnatas—. Ahora lo único que tienes que hacer es quedarte un par de años aquí, disfrutando de tu pequeño paraíso y de tus chicas, y dejar que yo me ocupe del negocio.
— Sé que está en buenas manos — replicó el hombre alto, fuerte, de nariz levemente aguileña y acusado mentón prominente que se sentaba frente a él, y que en nada recordaba a «Rómulo Cardenal», excepto en el tono de la voz, grave, profundo y autoritario—. Pero hay una cosa que me gustaría saber — añadió—. ¿Seguro que Laila no estaba al tanto de la trampa que pretendían tenderme?
— Seguro — replicó el otro convencido—. Ellos la vigilaban, y nosotros los vigilábamos a ellos. El tal Fonseca es muy listo, pero a veces los listos olvidan de que otros pueden estar aprovechando su excesiva inteligencia. Nos puso una hábil trampa, y le hicimos caer en ella.
— De acuerdo — sentenció Roldan Santana—. Por lo que a mí respecta, caso cerrado también. Dejemos que sean felices, que tengan muchos hijos y que todos podamos vivir en paz y en armonía… — Cambió de tema dando por concluido aquel molesto asunto—. ¿Cuál es la predicción para la cosecha de este año en Bolivia?
Laila Goutreau tuvo su primer hijo un año más tarde, y era un precioso niño que venía a completar la felicidad de una pareja que había vivido hasta aquel momento una ininterrumpida luna de miel que prometía seguir siendo cada vez más perfecta a medida que más y más mocosos conformaran lo que ambos querían que fuese una amplia y ruidosa familia.
Adrián Fonseca, por su parte, no dejaba de dar gracias a Dios por haber puesto en su camino a una mujer tan maravillosa, y a menudo se preguntaba cómo era posible que entre tanto hombre como había conocido, ninguno hubiera sido capaz de descubrir con anterioridad qué clase de joya tenía al alcance de las manos, por lo que el día que conoció a su hijo se sentó en el borde de la cama, a contemplar extasiado los inmensos ojos verdes que destacaban más que nunca en un rostro ligeramente pálido a causa del parto.
— ¿Cómo vamos a llamarle? — quiso saber.
— Como tú quieras.
— Una vez leí una novela sobre Gacel, un tuareg del desierto — señaló él—. Tú tienes un cuarto de sangre tuareg, y me gustaría que el niño se llamara Gacel.
— No sé si te autorizarán a llamarlo con un nombre árabe si pretendes que lo bauticen.
— Lo intentaré.
Se hizo un silencio; un largo y extraño silencio en el que Laila había quedado inmóvil contemplando un punto perdido en la pared como si se encontrara muy lejos de allí o de pronto el mundo se le hubiera caído encima.
— ¿Te ocurre algo? — quiso saber su marido.
— Puede que sí… — fue la imprecisa respuesta—. Puede que de pronto me haya venido a la memoria algo que tenía completamente olvidado. — Le miró de frente—. ¿Tienes una idea de si a los ortodoxos griegos les hacen la circuncisión? — inquirió.
— «¿Que si a los ortodoxos griegos les hacen la circuncisión?» — repitió estupefacto—. ¡No! ¡Naturalmente que no tengo las más mínima idea! ¿A qué viene ahora una pregunta tan idiota?
— A que al pensar en si le haríamos o no la circuncisión al niño, acabo de recordar que en un momento dado me planteé ese mismo tema. Fue aquella noche; justo cuando la Policía entró arrasándolo todo.
— ¿Por qué? ¿Por qué un planteamiento idiota en un momento clave?
— Porque me sorprendió que un griego tuviera hecha la circuncisión, pero supuse que tal vez a los ortodoxos se la hicieran, y no lo olvidé.
— ¿Y qué me quieres decir con eso?
— ¿Es que no lo entiendes? — se impacientó—. Si estaba circuncidado es que era árabe, judío, o griego, pero no cristiano. Y menos aún, un cristiano llamado «Rómulo Cardenal», del que sí puedo afirmar sin miedo a equivocarme que no tenía hecha la circuncisión.
— ¡Santo cielo…!
— ¡Santo cielo, sí! — admitió ella—. Nunca he podido aclararte si la voz, los gestos, las manos o los ojos de aquel desgraciado eran los de «Rómulo Cardenal», pero lo que sí puedo jurarte por la memoria de mi madre, es que de cintura para abajo, no lo era.
Adrián Fonseca lanzó un sonoro resoplido.
— ¿Y ahora qué hacemos?
— Reabrir el caso.
— ¿Reabrir el caso? — se horrorizó—. ¿Reabrir un caso que todas las Policías del mundo han dado por definitivamente resuelto?
— Hay nuevas pruebas, y cuando aparecen nuevas pruebas, los casos acostumbran a reabrirse, ¿o no?
— ¡Naturalmente! ¿Pero qué nuevas pruebas? — casi sollozó Adrián Fonseca cómicamente—. ¿Pretendes que me presente ante mis superiores, y les diga: «Señores, hay que reabrir el caso Roldan Santana, porque contamos con un testigo excepcionaclass="underline" mi propia esposa, que es una autoridad mundial en pollas»? ¿Es eso lo que te gustaría que hiciese? ¿Vale la pena por atrapar a un miserable delincuente?
— No es un miserable delincuente — le recordó Laila Goutreau sonriendo con naturalidad—. Como tú mismo dijiste, es el principal narcotraficante del mundo…
Lanzarote, mayo-setiembre 1990