Tardó apenas diez minutos en distinguir la amarilla cámara encajada entre dos rocas a menos de veinte metros de profundidad al pie del acantilado, y se preguntó qué demonios podría haber ido a fotografiar su hermano allí, si no se distinguían más que moradas «tutas» y minúsculas «cabrillas» sobre un pelado fondo salpicado de erizos.
Volvió por tanto a bordo, y mientras se frotaba vigorosamente el cuerpo con una áspera toalla, señaló convencido:
— Ese fondo resulta más inofensivo que la bañera de mi casa.
— Sin embargo parecías muy agitado — le hizo notar la muchacha—. ¿Tenías miedo?
— En cierto modo — admitió sin reservas—. Tenía la impresión de que alguien me observaba desde más allá de la línea azul, y cuando una sensación así se apodera de ti allá abajo, resulta muy difícil controlarla.
No volvieron a pronunciar palabra, como si durante el lento regreso a puerto la sombra del muchacho, que había muerto en aquellas mismas aguas, planeara mansamente sobre ellos como una negra gaviota, pero las cosas cambiaron radicalmente desde antes incluso de haber lanzado amarras, puesto que un aburrido policía, que llevaba sin duda largo rato esperando, anunció a voz en grito:
— Ha aparecido un nuevo cadáver.
— ¡Mierda…! — se lamentó Fonseca—. ¿Dónde?
— En Cala Figuera. Uno que hacía windsurfing. — Extendió la mano para ayudarle a saltar, y añadió—: Y lo más curioso es que llevaba chaleco salvavidas y no se encontraba a más de doscientos metros de la costa.
— Esto empieza a convertirse en una epidemia — masculló el otro, molesto—. ¿Había algún barco cerca?
— Ninguno… He ordenado que envíen el cadáver con los otros.
Estaba efectivamente «con los otros», y aunque en apariencia el sudoroso forense continuaba mostrándose desconcertado, al menos en esta ocasión tenía una respuesta al porqué del deceso, aunque no la tuviera en absoluto de cómo podía haber sucedido.
— Le partieron la columna — señaló seguro de sí mismo—. Y debió ser un golpe terrible ya que incluso a través del salvavidas le mató instantáneamente.
— Tal vez le arrolló otro windsurfista — aventuró el inspector—. Van como locos.
— Al parecer sólo había uno, que se encontraba muy lejos. Eran amigos, le vio caer y nadar, junto a la tabla, pero cuando poco después volvió a mirar, ya estaba muerto.
El desaliñado y cejijunto inspector Fonseca se derrumbó pesadamente en una silla permitiendo que sus largas piernas de cigüeña se extendieran casi hasta la mitad del pequeño despacho, y partiendo de un seco mordisco el cigarrillo de plástico, guardó a continuación los pedazos en el bolsillo superior de su chaqueta.
— Esto se complica — sentenció—. Empezó como un asunto de rutina que no debía exigir más que un pequeño informe, y he aquí que nos encontramos con tres casos que no tienen otra cosa en común que el hecho de haber ocurrido en el mar. — Lanzó un bufido—. ¡Con lo que me mareo! — Alzó el rostro hacia César Brujas—. ¿A qué hora tendrá esas fotos? — quiso saber.
— A las siete.
— Entonces será mejor que nos vayamos… — Apuntó casi amenazadoramente al forense—. Y usted procure averiguar si existe algún vínculo entre esas muertes, pues mientras no lo establezcamos, andaremos a ciegas. — Lanzó un grosero denuesto—. Confío en que esas malditas fotos aclaren algo.
Pero no aclaraban nada, y durante el transcurso de una desangelada cena en la que dedicaron más tiempo a estudiarlas que a comer, llegaron a la conclusión de que todo cuanto se distinguía era inofensivos pececillos, cuatro tomas de Miriam, y un primer plano de una superficie gris, perteneciente sin duda a una de las rocas entre las que se encajó la cámara al caer.
— Está visto que los únicos testigos fueron unos estúpidos peces que no hablan — se lamentó César dejando a un lado las fotos—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
— Ustedes pueden hacer lo que quieran — fue la aburrida respuesta—. Yo me voy a darle de comer a las palomas.
— No le imagino criando palomas.
— Pues tengo más de trescientas — replicó orgulloso el policía—. Cuatro de ellas campeonas, y la mejor, Maritormes, le sacó media hora de ventaja a la segunda en la última «suelta»… — Revolvió una y otra vez un helado de chocolate que había convertido en una plasta—. Sentarme entre ellas y observarlas me ayuda a pensar — añadió—. Y hace unos meses, estudiar a una pareja me permitió resolver un caso que me tenía jodido. — Carraspeó levemente y dirigió una larga mirada de soslayo a sus contertulios en un intento de descubrir si les estaba aburriendo—. Se trataba del inexplicable suicidio de un gallego emigrado a Uruguay, que había venido a reunirse aquí con sus hermanos. Todo parecía ir bien, pero visitó a sus hermanos y ese mismo día se suicidó…
Hizo una larga pausa, y resultó evidente que evocaba momentos que debieron significar mucho en su vida.
— No podía quitarme de la cabeza aquella muerte absurda — añadió al fin—. La hermana era una mujer hermosa y dulce; el hermano un empresario de holgada posición económica, y el tipo no era un depresivo, ni estaba enfermo, ni tenía al parecer problema alguno.
— ¿Entonces…? — se impacientó Miriam curiosa—. ¿Por qué demonios tenía que suicidarse?
— Eso era lo que me daba vueltas en la cabeza, y una tarde, al observar cómo dos palomas se apareaban, caí en la cuenta de que en el precioso apartamento de los dos hermanos no había más que un sólo dormitorio… — Chasqueó la lengua asqueado—. Hice algunas averiguaciones, y descubrí que se hacían pasar por marido y mujer. — Arrojó la cucharilla a un lado—. ¡Ésa fue la clave! Aquel desgraciado se había matado a trabajar veinte años en un país extranjero para enviarle dinero a su única familia: dos hermosas criaturas a las que adoraba, y cuando al fin regresó a compartir con ellas cuanto había conseguido, descubrió su terrible aberración y se negó a seguir viviendo.
— ¡Dios bendito! Es una historia horrible — se lamentó la inglesa.
— En mi oficio se descubren historias en las que las miserias humanas te agreden de tal forma, que acabas llegando a la conclusión de que con quien mejor estás es con las palomas.
— ¿Qué fue de los hermanos? — quiso saber César Brujas, al que también había impresionado el desagradable relato—. ¿Continúan en la isla?
— Conseguí que se marcharan, pero no pude evitar que heredaran todo lo que el pobre tipo había ahorrado. — Extrajo del bolsillo un nuevo cigarrillo de plástico que comenzó a mordisquear con rabia—. Jamás he llorado tanto como el día en que cayeron en mis manos algunas de las cartas que había escrito desde Uruguay. Para él su hermano había sido siempre como un Dios, y su hermana la Virgen… ¡Y se acostaban juntos!
— Pues sí que nos ha animado usted la noche… — Se lamentó Miriam Collingwood poniéndose en pie dispuesta a marcharse—. Era, ¡justo! lo que nos faltaba.
Una tímida luna en creciente se alzaba sobre un mar en calma en el que aisladas barcas pescaban con ayuda de enormes luces que iluminaban las aguas para atraer a los peces.
Todo era silencio, con los hombres atentos a la faena de lanzar las redes, y la escena tenía un aire fantasmagórico, pues el reflejo de la luna, los «petromax» y el cabrilleo de los diminutos peces que ascendían hasta casi la superficie, confería a las oscuras aguas circundantes un aspecto mágico, ya que las siluetas de los pescadores resultaban apenas visibles tras los inmensos focos de petróleo.