Luego, súbitamente, una negra masa surgió de las profundidades, surcó el aire como una exhalación, cruzó sobre una de las barcas, golpeó bestialmente a un hombretón que se encontraba en proa, y lo derribó cayendo ambos al mar con un sordo chapoteo.
Se escuchó un alarido y casi al instante alguien gritó alarmado:
— ¿Qué ha sido eso?
— ¡No lo sé! — replicó otra voz nerviosamente—. Creo que el patrón Perdigó se ha caído al agua.
El veterano y respetado patrón Perdigó se había caído efectivamente al agua sin que nadie consiguiera explicarse el porqué, pero cuando al día siguiente el inspector Fonseca acudió a la sucia taberna en que solían reunirse los pescadores, su único cliente, un viejo borrachín de rostro marcado por un millón de arrugas y aspecto de haber pasado casi un siglo en el mar, señaló convencido:
— Lo mató un delfín.
Fonseca pareció necesitar unos instantes para digerir semejante afirmación, pero acabó por tomar asiento frente al anciano, dispuesto a compartir la botella de tinto peleón que se había apresurado a servirles un hediondo tabernero con cara de pocos amigos.
— ¿Qué le hace pensar eso? — quiso saber.
— Yo estaba en popa — fue la respuestas—. No lo vi con claridad, pero una especie de bala de cañón salió del agua, golpeó al patrón Perdigó en las costillas y lo tiró a la mar. ¡Era un delfín! — repitió sin inmutarse.
— El patrón Perdigó tenía siete costillas destrozadas — admitió sin querer comprometerse el policía—. Pero también pudo rompérselas al golpearse con la borda.
— No se golpeó con la borda… — El aplomo del borrachín contrastaba con su ligero balbuceo—. Cayó limpiamente al mar. Y era un hombre muy fuerte. De haber resbalado tal vez se hubiese roto una o dos costillas. No siete… ¡Fue un delfín! — insistió con machaconería.
— ¡No le haga caso! — terció el tabernero desde detrás de un sucio mostrador alzado sobre barricas—. Siempre está borracho y no dice más que tonterías.
— ¿Tonterías…? — El hombre cuyas mejillas más bien parecían un mapa en relieve que un rostro humano, ni siquiera pareció ofenderse—. ¿Qué sabrás tú, si todo el agua que conoces es la que le echas al vino? Llevo sesenta años en la mar y me he dado cuenta de que desde hace unos días los delfines andan encabronados. ¡Muy encabronados!
— ¿Encabronados? ¿Qué quiere decir con eso de encabronados?
— Que rompen las redes, destrozan las nasas y golpean las barcas… — Escupió en el suelo—. Y no es corriente en ellos — concluyó.
— ¿Estás seguro?
El viejo se sirvió hasta los bordes un vaso de vino que se bebió de un solo golpe.
— Tan seguro corno que este vino está aguado — sentenció—. ¡Esos delfines se han vuelto unos tremendos hijos de la gran puta! ¡Se lo digo yo, el viejo Melquíades!
— Si el viejo Melquíades lo asegura, sus razones tendrá — fue el comentario del cabo de Marina, cuando el inspector acudió poco más tarde a recabar su opinión sobre el tema—. Cierto es que la mar le serena y nadie es capaz de predecir como él cuándo vendrá el mal tiempo. Hay quien asegura que son los mismos peces los que se lo cuentan.
— Los peces no hablan — fue el malhumorado comentario de Fonseca—. Ni hablan, ni vuelan.
Pero cuando emprendió el camino de regreso a Palma a través de una serpenteante y destrozada carretera que ofrecía todo el aspecto de no haber sido reparada en treinta años, no podía por menos que darle vueltas a la cabeza, no al hecho en sí de que el viejo lobo de mar hubiese acusado a los delfines, sino a la firmeza y naturalidad con que lo había hecho, como si fuera la cosa más lógica del mundo que las leyes que habían regido el mundo a lo largo de milenios pudieran ser cambiadas de improviso.
— ¡Están encabronados! — fue toda su explicación—. Lo ve hasta un ciego.
Para el inspector Adrián Fonseca, hombre de tierra adentro pese a que hubiese pasado gran parte de su vida a menos de dos kilómetros del mar, el
hecho de que alguien «pudiese ver» que los delfines se comportaban de un modo diferente, constituía sin duda un misterio insondable, puesto que no tenía la más mínima idea de cuál era su comportamiento cuando merodeaban de forma normal bajo las aguas, pero tal vez debido al tremendo respeto que le imponían todos aquellos que eran capaces de arriesgar la vida sobre cuatro tablones, se inclinaba a aceptar que aquel anciano de voz aguardentosa y ojillos legañosos tenía razón y sabía muy bien de lo que hablaba.
Por ello, cuando dos horas más tarde, y tras haber estado a punto de despeñarse por tres veces debido al pésimo estado de la inconcebible carretera, penetró en el cementerio en el momento mismo en que, concluido el sepelio, un sacerdote, un monaguillo y unos pocos amigos se perdían de vista entre los cipreses, se aproximó respetuosamente a la pareja que permanecía en pie ante una sencilla tumba aún sin lápida, y tras persignarse casi clandestinamente, señaló sin excesivo convencimiento:
— Entra dentro de lo posible, que lo matara un delfín.
Tanto César Brujas como Miriam Collingwood tardaron en reaccionar, y fue el primero el que al fin replicó sin poder evitar un leve tono despectivo:
— ¡Ésa es la mayor estupidez que he oído en mi vida!
— Pues hay quien lo asegura.
— Será un chiflado… O un policía… O un forense. Únicamente a un loco, un forense o un policía se le podría ocurrir semejante bobada.
— Los delfines nunca le han hecho mal a nadie — se apresuró a mediar la inglesa con ánimo conciliador—. Son los animales más cariñosos que existen.
— Yo no entiendo mucho de peces — admitió amoscado el inspector—, pero es lo que me ha dicho un viejo pescador que sí que entiende.
— El delfín no es un pez; es un mamífero.
— ¡Por mí como si quiere ser dentista…! — fue la impaciente respuesta—. Estoy de acuerdo en que resulta estúpido, pero parece ser que últimamente los delfines se están comportando de un modo muy extraño; rompen redes, destrozan nasas, golpean barcas… — Señaló de nuevo hacia la tumba—. Y ese forense de mierda parece haber llegado a la conclusión de que a su hermano le dieron un golpe tan fuerte en la cabeza que lo descerebró… — Se encogió de hombros—. ¿Por qué no pudo ser un delfín?
— Porque en toda la historia de la Humanidad no se ha dado un solo caso en el que un delfín ataque a un hombre — le hizo notar César.
— Tampoco el hombre había estado nunca en la Luna, y los americanos juran que llegaron, aunque yo aún no me lo creo — rebatió el otro—. Tal vez ese viejo pescador sea un borracho y un cretino, pero por el momento es el único que ha dado una respuesta válida al porqué de cuatro muertes inexplicables…; el posible vínculo de unión son los delfines.
Echó a andar sin prisas por la amplia avenida bordeada de tumbas en dirección a la salida y tanto Miriam como César le siguieron evidentemente desconcertados.
— Cuando Rafael murió no había delfines por los alrededores — señaló por último la muchacha—. Yo los habría visto.
— Un delfín puede llegar inesperadamente a toda pastilla, darle un golpe en la cabeza a un buceador desprevenido, y desaparecer de igual forma sin que «alguien que duerme treinta metros más arriba» se entere de lo que está pasando — replicó el policía sin volverse—. Y usted jura que dormía.
— Y es cierto. ¿Pero por qué habría de hacer un delfín una cosa semejante?
— ¡Por dinero no, desde luego…! — señaló el otro con innegable ironía—. Ni por rivalidad política… — Ahora sí que se detuvo para observarlos con fijeza—. Pero los motivos ya se establecerán más adelante. El primer paso estriba en aclarar si, en efecto, pudieron haber sido esos malditos peces.
— «¡Mamíferos…!» — insistió Miriam con marcada intención.