— ¡Lo que quiera que sean…! — refunfuñó el policía—. Desde luego, palomas no son, pero les aseguro que si alguien, aunque sea un viejo borrachín, me proporciona una pista que me ayude a entender cuatro muertes inexplicables, la seguiré hasta el final aunque me tomen por loco o por estúpido.
— ¿Y cómo piensa hacerlo?
— Preguntando.
— ¿A los delfines?
— A quien más sepa sobre ellos. Y quien más sabe sobre delfines es Max Lorenz.
— ¿Lorenz? ¿El austriaco? Se sorprendió César Brujas—. Le conozco hace años, y tengo la impresión de que lo único que le interesa de los delfines es obligarles a hacer payasadas que diviertan a los turistas.
Los turistas se divertían en efecto, sobre todo los más pequeños, pues resultaba evidente que el barbudo Max Lorenz, y sobre todo su atractiva hija Claudia, sabían cómo hacer que sus dos hermosos pupilos, Tom y Jerry obedeciesen sus órdenes, saltando, bailando, jugando con una pelota o un sombrero, y paseando a Claudia sobre su lomo de un lado a otro de una gigantesca piscina ovalada.
Pero más tarde, la cantidad de libros, fotografías, dibujos e incluso estatuas que se desparramaban por el amplio salón de la hermosa casa que se alzaba al borde mismo de un acantilado, demostraba que el amor de la familia Lorenz por el mar en general y los delfines en particular, iba más allá de cualquier tipo de especulación económica, y que tanto la preciosa muchacha como el anciano vienes, establecido en la isla cuarenta años atrás, experimentaban un invencible entusiasmo por las simpáticas criaturas con las que compartían la mayor parte de sus vidas.
Oyendo hablar a Claudia podría llegar a creerse que se refería a sus compañeros de espectáculo como si se tratara de sus propios hermanos, y por lo tanto, cuando el inspector insinuó la posibilidad de que pudiera atribuírseles la autoría de alguna de las cuatro muertes que habían tenido lugar en las costas de la isla, estalló como una pantera a la que intentaran arrebatarle a sus crías.
— ¿Cómo se atreve…? — casi gritó furiosa—. ¿Qué demonios sabe usted sobre delfines?
— Sólo que no se comen… — replicó el otro un tanto impresionado—. Y desde hace un rato que no son peces.
— ¿Y cree que basta con eso para tacharles de asesinos?
— Yo no les estoy acusando de nada, señorita — replicó el pobre hombre francamente confuso—. Tan sólo estoy tratando de que me aclaren si en alguna ocasión, y bajo muy determinadas circunstancias, podría darse el caso de que se volvieran agresivos.
Por unos instantes pareció que la indignada muchacha estaba a punto de responder violentamente, pero su padre la interrumpió con un gesto al tiempo que comenzaba a servir vino de la botella que acababa de descorchar.
— Escuche, inspector… — puntualizó con voz pausada—. Tanto yo, como mi difunta esposa que en paz descanse, y ahora mi hija, hemos dedicado la mayor parte de nuestras vidas a estudiar, cuidar y amaestrar delfines, y puedo asegurarle que son las criaturas más nobles, dulces e inteligentes del planeta. Más incluso que el propio ser humano, ya que han sido capaces de rechazar de sus hábitos de comportamiento el uso gratuito de la violencia. — Bebió despacio de su copa, como si tratara de centrar sus ideas, y por último añadió—: Tan sólo el hambre les empuja a precipitarse en ocasiones sobre las redes, pero su constitución y su especial dentadura les impide atacar a un pez de mediano tamaño. Cuánto menos, a un buceador.
— Puede hacerlo a golpes.
— Tan sólo el hombre mata aunque no tenga oportunidad de devorar a sus víctimas — argumentó el austriaco—. Entre los animales, y salvo en muy especiales circunstancias de celo o terror, no suele darse el caso. ¿Alguna de las víctimas presentaba señales de mordiscos?
— No, desde luego — admitió el policía de mala gana—, eso sí que no.
— ¿Entonces…? ¿Por qué habría de atacar un delfín a alguien a quien no piensa devorar ni es su enemigo?
— Eso es lo que he venido a preguntar, no a que me pregunten — fue la áspera respuesta—. ¡Y por Dios que no estoy tratando de ofender a su familia!
— No son «mi familia» — rió el otro—. Aunque a veces casi los consideremos parte de ella, pero le aseguro que ésa es una pregunta que tan sólo admite una respuesta: ¡Imposible!
— ¿Imposible?
— Imposible.
— ¿Bajo ninguna circunstancia?
— ¡A veces es usted más pesado que las moscas! — intervino César Brujas, que había asistido como mero espectador a la incómoda entrevista—. ¿Acaso pretende que se lo certifiquen por escrito?
— No estaría de más… — replicó sonriente el inspector—. Si cada vez que tengo una pista en mi trabajo alguien me certificase por escrito que estoy equivocado, le juro que me ahorraría un millón de quebraderos de cabeza.
— Y si cada vez que no la tiene se le ocurre acusar tan alocadamente, le juro que los tendrá a millones — intervino de nuevo agriamente la muchacha—. No me extraña que con semejantes razonamientos la Policía haga el ridículo.
La forma en que Adrián Fonseca rebuscó en sus bolsillos un cigarrillo de plástico y se lo echó a la boca mordisqueándolo con furia, mostró bien a las claras que estaba efectuando un sobrehumano esfuerzo por no replicar groseramente, por lo que tras detenerse a contemplar uno por uno a los dos hombres y las dos mujeres que tanta hostilidad le demostraban, concluyó por encogerse de hombros con gesto de profundo cansancio:
— Bastantes problemas tengo como para enzarzarme en estúpidas discusiones sobre la validez de mis métodos, pero aquí hay una señorita que ha visto morir a su novio, y un señor que ha perdido a su hermano… ¿Qué concepto tendrían de mí, si desde el primer momento aceptara a ojos cerrados que algo relacionado con tan trágico acontecimiento es estúpido? Yo me limito a cumplir con mi obligación y no se me antoja justo que me insulten por ello.
— No hemos pretendido insultarle.
— Pues lo disimulan muy bien… — Lanzó un hondo suspiro y al poco añadió—: ¿Todos los delfines son absolutamente iguales? — quiso saber—. ¿No hay ningún tipo de diferencia apreciable con los que tienen ahí fuera?
— Sí que la hay… — admitió Max Lorenz con naturalidad—. Los nuestros son delfines «mulares» de
Florida, que suelen ser los más inteligentes, pero existe además el delfín común; el «listado» o Stenellea coeruleoalba; el de «flancos blancos»; el de «hocico estrecho», y el «hocico blanco», aunque me atrevería a asegurar que su norma de conducta suele ser muy semejante.
El policía asintió como dando por buena la explicación, y tras una corta pausa señaló con un amplio ademán de la mano la extensa librería que ocupaba la pared del fondo del espacioso salón:
— ¿Y entre todos estos libros, no se habla de un solo caso, ¡uno solo! en que un delfín se haya comportado de una forma un tanto «peculiar»…?
— ¡Desde luego! — admitió el científico—. En muchas ocasiones. Pero siempre actuando en favor del hombre, nunca en contra. En el cuarenta y tres una mujer se vio arrastrada por una fuerte corriente en las playas de Miami. Estaba a punto de ahogarse cuando un delfín la empujó hasta ponerla a salvo, y ya el poeta Anón narra con detalle en sus memorias, cómo los delfines lo salvaron cuando lo arrojaron al agua los piratas.
— ¡Curioso! ¿Siempre actúan así?
— No siempre. Aunque hay que tener en cuenta que el delfín es un mamífero y, cuando nace, su madre le empuja hacia la superficie para que respire. A veces, si la cría nace muerta, la mantiene a flote durante días. De igual modo sus compañeros sostienen a los heridos o enfermos, y se ha llegado por tanto a la conclusión de que cuando ayudan a un ser humano no lo hacen por un sentimiento de amistad, sino porque responden a una ley genética que les impulsa a mantener fuera del agua a todo ser viviente en peligro.