El inspector Fonseca se puso en pie, estudió con detenimiento la ingente cantidad de títulos que se alineaban en las estanterías, relacionados con el mar y sus habitantes, y, tras unos segundos de concentrada meditación, aventuró sin atreverse a mirar a sus interlocutores:
— ¿Y no podría darse el caso de que uno de esos animales, tal vez en un exceso de entusiasmo y sin medir bien el alcance de sus fuerzas, hubiera intentado sacar del agua a un buceador al que creía en apuros, matándole sin proponérselo?
El helado silencio que se hizo a sus espaldas le obligó a volverse para enfrentarse a las burlonas miradas de cuatro pares de ojos.
He dicho una estupidez, ¿no es cierto? — inquirió incómodo.
— ¿Usted qué cree…?
— Que nadie me da ninguna explicación que me convenza…
Volvió a tomar asiento y se dirigió a Max Lorenz con un tono casi de súplica:
— Cuénteme algo más sobre delfines — rogó—. Ya sé que son muy buenos, y muy cariñosos, pero qué más puede decirme sobre ellos.
El austriaco pareció desconcertarse, no ya por la pregunta en sí, sino por la forma en que había sido hecha, y tras rascarse la espesa barba con gesto meditabundo, abrió las manos en actitud de impotencia, pues al parecer el tema se le antojaba de una amplitud exagerada.
— Podría pasarme días, e incluso semanas, hablando de ellos — señaló—. Pero si pretende que se lo resuma, le diré que el cerebro del delfín es tan grande o mayor que el nuestro, y que su corteza cerebral muestra pliegues semejantes al del ser humano. Eso le convierte en el único animal de «curiosidad innata», que perdura en él incluso cuando ha alcanzado su desarrollo sexual, con lo cual se le compara al hombre en lo que se refiere a su capacidad de aprender a todo lo largo de su vida.
— ¿Y eso qué significa?
— Que se trata sin lugar a dudas de un ser superior. Las especies inferiores «nacen sabiendo» casi todo lo que necesitan saber, puesto que ese conocimiento les viene transmitido por los genes. Un insecto vuela el primer día, y la mayoría de los peces se las arreglan por sí solos desde que nacen. Pero los mamíferos, sobre todo los mamíferos superiores, necesitan protección y aprendizaje durante largo tiempo, tanto más largo cuanto más evolucionados se encuentran. La cima de esa pirámide la ocupamos nosotros, y a continuación se encuentra el delfín.
— ¿Eso es «científico»?
— Totalmente — replicó el otro sin la menor sombra de duda—. Y la prueba está en que así como los demás animales dejan de «sentir curiosidad» en cuanto llegan a la madurez y ya no son proclives a jugar si no se les incita, los delfines son capaces de jugar por sí solos aun de viejos, y hasta en el último momento de su vida están en condiciones de aprender algo nuevo.
— Nunca se me habría ocurrido.
— Ni a mí… — admitió César Brujas que permanecía atento a la explicación, tan interesado o más que el propio policía—. He visto muchos delfines incluso en inmersión, pero jamás se me pasó por la mente que alcanzaran tal grado de desarrollo digamos «intelectual».
— Tienen una actitud «abierta al mundo que les rodea», son, por decirlo de alguna manera, «estudiosos» de su entorno, y creo estar en condiciones de asegurar que si se introduce un elemento totalmente nuevo en sus vidas, crean un sonido concreto para determinarlo, como si dijéramos una «palabra» que lo define con perfecta exactitud.
— ¿Es que acaso hablan?
— «Hablar» no es el término exacto, pero lo cierto es que se comunican por sonidos, ultrasonidos, e incluso empezamos a sospechar que una cierta forma de telepatía.
— ¡Anda ya!
Max Lorenz no pudo evitar una leve sonrisa ante una exclamación que mostraba muy a las claras el escepticismo del incrédulo inspector Fonseca, y tras una corta pausa en la que pareció querer darle tiempo para que meditara sobre cuanto estaba diciendo, añadió:
— Lo de la telepatía se ha comenzado a intuir desde que se descubrió que cada vez que un delfín fallecía en la sala de operaciones en el Centro de Investigación de San Diego, en California, sus hermanos, y sobre todo su madre, se volvían como locos y comenzaban a chillar en el acuario, pese a que éste se encuentra a varios kilómetros de distancia.
— Pero un comportamiento semejante les situaría en una escala evolutiva en cierto modo superior a la nuestra.
— ¿Y eso le sorprende? El elefante es superior a nosotros en fuerza, el leopardo en velocidad, el mono en agilidad, y todas las aves en su capacidad de volar. ¿Por qué no pueden los delfines ser superiores a nosotros en ciertos aspectos de la evolución de su cerebro?
— Porque usted mismo acaba de afirmar que es el hombre el que se encuentra en la cima de la pirámide gracias a su cerebro.
— Y a sus manos. — Sonrió con intención—. Ahí estriba nuestra gran ventaja: la Naturaleza nos ha dotado de cerebro, pero también de manos. Podemos realizar aquello que pensamos, transformando a nuestro antojo el mundo que nos rodea a base de herramientas, mientras que el delfín tiene que limitarse a observar, y tal vez debido a ello ha aprendido a desarrollar esa capacidad de comunicarse a través de la telepatía.
— Temo que nos estamos saliendo del contexto de lo que el inspector desea saber — intervino Claudia, que asistía a la charla con la indiferencia de quien conoce excesivamente el tema—. Lo que en verdad le importa no es el, digamos…, «coeficiente intelectual» de los delfines, sino su posible predisposición al uso de la violencia… ¿Me equivoco?
— Está claro que eso es lo que intento averiguar desde un principio.
— Pues está de igual modo muy claro, que así como han desarrollado unas partes del cerebro que nosotros mantenemos atrofiadas, otras, sobre todo aquellas en las que se asienta la capacidad de causar daño, permanecen completamente intactas.
— ¿Cómo puede estar tan segura?
— Porque desde que tengo memoria paso con ellos ocho horas al día, y los conozco a fondo. Ni siquiera son capaces de «odiar» a los tiburones, pese a que a veces intenten devorar a sus crías. Se limitan a defenderlas y en cuanto el tiburón desiste de su ataque, cesan de golpearle.
— Acabarán convenciéndome de que se trata de «San Delfín Virgen y Mártir»… — masculló el policía desabridamente—. Pero la experiencia me enseña que incluso los seres aparentemente más inocentes pueden transformarse en asesinos. De hecho, nada suele haber más cruel que un niño.
— No es éste el caso. Desde hace más de dos mil años, desde Plinio el Joven, se tiene noticias de las buenas relaciones entre los delfines y los hombres, y cuenta una leyenda anterior a Jesucristo que un niño de las proximidades de Nápoles hizo tal amistad con uno de ellos, que le cruzaba cada día la bahía sobre su lomo para evitar dar un gran rodeo por tierra. Al poco de que el niño muriera, el delfín lo hizo de tristeza y nostalgia. De esos casos están llenos los libros. De enemistad jamás se ha escrito nada. — Claudia hizo un gesto de fatiga, como si quisiera dar por concluida la larga discusión—. No nos venga por tanto con historias absurdas, y la verdad es que ese viejo borracho no merece siquiera que le consideren pescador y hombre de mar. Insultar de ese modo a los delfines podría considerarse casi una «obscenidad».
No hacía falta ser un gran psicólogo para comprender que el inspector Fonseca abandonaba la casa de los Lorenz desconcertado, molesto y hasta casi ofendido por la forma en que le habían tratado por su «osadía» a la hora de sospechar de «los pobres delfines», y a punto estuvo de rechazar la invitación de César Brujas de tornar una copa en el «Tito's» en un último intento por encontrar «el vínculo en común» que pudiese aclarar unas muertes que cada vez se les antojaban más inexplicables.