— Yo sigo pensando que la forma de actuar de aquel yate resulta sospechosa… — señaló por su parte la inglesa Miriam Collingwood en el momento en que enfilaban la avenida marítima y hacían su aparición los muelles deportivos—. ¿Por qué se marcha en cuanto nos ve aparecer?
— Tal vez no le gusten los mirones… — El inspector sacó un papel del bolsillo y se lo pasó a César Brujas que se sentaba a su lado—. El informe sobre el Guaicaipuro — señaló—. El nombre pertenece a un cacique venezolano que luchó contra los conquistadores. — Sonrió disculpándose—. Lo consulté en la enciclopedia.
El otro tomó el papel, encendió la diminuta bombilla que aparecía sobre su cabeza y leyó en voz alta:
— Guaicaipuro, matrícula de Panamá. Propietario, Rómulo Cardenal. — Hizo una corta pausa—.
Rómulo Cardenal, ganadero venezolano nacido en Barinas, el ocho de mayo de mil novecientos cuarenta y siete, último descendiente de una influyente y antigua familia llanera, carece de antecedentes penales o filiación política. Se le considera un hombre libre de toda sospecha, aunque algo excéntrico. Aficiones: el juego, el alcohol y las mujeres de dudosa reputación…
— Eso último quiere decir que suelen ser más «reputas» que dudosas — aclaró el policía—. Y no creo que un millonario venezolano «libre de toda sospecha», según la INTERPOL, tenga nada que ver con esas muertes.
— ¿Y qué hace un tipo así en Mallorca?
— Turismo… Cada mañana zarpa de Palma, recorre las costas, se detiene aquí y allá, y al atardecer atraca de nuevo.
— ¿Por qué?
— Por qué, ¿qué?
— ¿Por qué alguien que tiene un barco con el que podría fondear tranquilamente en cualquier cala, se toma la molestia de regresar a puerto cada noche?
— La culpa es del Casino… — fue la sencilla aclaración—. Pierde millones a la ruleta.
— ¿Tanto dinero tiene?
— Más aún.
Rómulo Cardenal debía tener, en efecto, «más dinero aún», a juzgar por la impasibilidad con que regaba de placas los diez primeros números de la ruleta, y la absoluta indiferencia con que asistía al hecho de que, indefectiblemente, la caprichosa bolita fuese a caer en un número alto.
Era un hombre corpulento, de tez olivácea y ojos oscuros, pequeño bigote muy cuidado y cabello ralo y lacio que obligaba a pensar en algún cercano antepasado indígena, grandes manos cuajadas de costosos anillos, y pesada cadena de oro al cuello de la que pendía, casi insultante, un auténtico doblón español de valor tal vez incalculable.
Pero, de todo cuanto Rómulo Cardenal exhibía con inconcebible desfachatez, incluido el reloj más caro del mercado, lo más espectacular era, sin lugar a dudas, la prodigiosa mujer de ojos verdes, rostro alargado, pómulos salientes, cabello azabache, cuerpo de gacela y aire ausente, que se repantigaba displicentemente en el asiento vecino.
Laila Goutreau jugaba sin embargo muy poco, y resultaba evidente que lo hacía más por matar el tiempo, que por auténtica afición, fumando sin descanso cortos puros del tamaño de un cigarrillo, y estudiando sin especial interés a cuantos se aproximaban a la apartada mesa del salón semiprivado, a fascinarse por el hecho de que existiese seres humanos que pudieran hacer semejante alarde de riqueza.
César Brujas calculó mentalmente que en menos de diez minutos aquel tosco hombretón de ojos profundos había perdido más de cinco millones de pesetas, y se preguntó, desconcertado, qué clase de fortuna podría respaldar tal cúmulo de gastos durante toda una noche e infinidad de noches semejantes.
— Treinta, negro, par y pasa…
Era como una burla; como si la fortuna se complaciese en demostrar que no admitía más dueño que su propio capricho, y que ni siquiera quien aparentaba tenerlo todo, tenía no obstante el más mínimo poder sobre la suerte.
— ¡Vaina!
— ¡Perdone, señor! ¿Podría prestarme atención sólo un minuto?
Las manos quedaron inmóviles sobre el montón de placas, y el oscuro rostro se alzó hacia el intruso que había tenido la osadía de interrumpirle.
— ¿Usted dirá? — inquirió educadamente.
— Mi hermano murió el miércoles en un accidente de inmersión, y me consta que poco antes su yate había estado fondeado cerca de allí… — César Brujas se sentía incómodo al saber sobre él la atención de todos los presentes—. ¿Podría decirme si por casualidad vio usted algo que se le antojara «anormal»?
El venezolano le observó desconcertado y pareció querer hacer memoria.
— «¿Anormal?» — repitió—. Si no recuerdo mal, el miércoles el mar estaba en calma, y ni siquiera había viento. ¿Podría explicarse mejor?
— ¿No vieron por casualidad delfines cuyo comportamiento les resultara extraño?
— ¿Delfines…? — La expresión de Rómulo Cardenal mostró a las claras que aquélla era sin lugar a dudas una de las preguntas más absurdas que le habían hecho en la vida—. Estos días hemos visto muchos delfines… — admitió por último al tiempo que alargaba una enorme placa al croupier para que repitiera su juego—. Pero no eran más que simples delfines inofensivos… — Agitó la cabeza como desechando una idea estúpida—. ¿Supongo que no se le habrá ocurrido imaginar que los delfines pueden tener algo que ver con el accidente de su hermano? — concluyó.
— Un pescador asegura que últimamente se están comportando de una manera extraña — fue la tímida respuesta.
— Digan lo que digan, olvídese de los delfines… — Replicó secamente el otro, dando por concluida la charla, y prestando de nuevo atención a la bolita que ya giraba sobre el cilindro cuajado de números rojos y negros—. Siempre han sido totalmente inofensivos.
— «Veintiséis, negro, par y pasa.»
— ¡No hay manera! «Completos» del dos y el ocho.
— ¡Perdona, cariño…! — La voz de Laila Goutreau era la voz densa, profunda e incitante, pero al propio tiempo suficientemente discreta, de la perfecta profesional que sabe estar siempre en su sitio—. Pero precisamente ese día ocurrió una cosa muy extraña con los delfines… — Alzó el rostro para dirigirse directamente a César Brujas—. Estaba observándoles cuando de pronto uno muy pequeño se atravesó ante la proa. — Hizo un ademán como mostrando su impotencia—. Lo golpeamos, quedó allí, medio atontado, y los demás le rodearon de inmediato.
— No me lo habías comentado — se sorprendió Rómulo Cardenal.
— Dormías, y luego se me olvidó. — La prodigiosa muchacha se encogió de hombros como dando por zanjado el asunto—. En realidad no tuvo mayor importancia. No creo que lo matáramos.
Rómulo Cardenal hizo un significativo ademán hacia su acompañante, y su voz tuvo ahora una tonalidad a todas luces impaciente al señalar:
— Ya ha oído a la señorita. Es todo lo que podemos decirle.
— ¡Gracias! Tal vez sirva de algo…
Pero no sirvió de mucho, pese a que cuando César Brujas se lo contó al día siguiente a Claudia Lorenz, ésta admitió que los delfines poseían una increíble memoria, y eran incluso capaces de vengarse de quienes les causaban algún daño.
— A mediados del siglo pasado — dijo— los barcos tenían graves problemas a la hora de cruzar los arrecifes del Mar del Coral en su ruta hacia Australia, y solían encallar en aquella solitaria región, aislada y peligrosa…
Habían tomado asiento al borde de la piscina en
la que jugueteaban Tom y Jerry, que de tanto en tanto asomaban la cabeza y le observaban «sonrientes», o acudían a que les rascase el lomo.