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Había tocado fondo. Estaba viviendo el peor momento de su vida. Era el fin de la esperanza.

Dio un bocado a la chocolatina. La vergüenza la hizo masticar deprisa y tragar. Cuando el azúcar y la grasa hicieran su efecto, no se sentiría tan mal. Dejaría de sentir la soledad y el rechazo de Jack Howington III.

¿Por qué no podía amarla? Era una buena persona, pero no era rubia ni delgada como las demás chicas con las que él salía y se acostaba.

– Tengo cabeza -murmuró para sí-, y eso asusta a los chicos.

Pronunció aquellas palabras con decisión, pero sabía que era algo más que su increíble cociente intelectual lo que espantaba a los chicos. Era su aspecto. Para ella, la comida lo era todo, especialmente después de la muerte de su madre. Había rechazado la propuesta torpe de su padre de llevarla a un cirujano plástico para que arreglara su nariz. Le había respondido diciendo que si de verdad la quería, que nunca más volviera a hablar del asunto, a pesar de que en el fondo estaba asustada. Tenía miedo de cambiar, a la vez que temía seguir siendo la misma.

Se puso de pie y se quedó mirando la puerta cerrada de la habitación.

– Te odio, Jack -dijo mientras unas lágrimas rodaban por sus mejillas-. Te odio y voy a hacerte sufrir. Voy a madurar y seré tan guapa que querrás acostarte conmigo. Pero me iré y te romperé el corazón. Y si no, al tiempo.

En la actualidad

Jack Howington III había conducido dos días sin parar para llegar al lago Tahoe. Podía haber volado en su avión y luego haber alquilado un coche durante el mes que iba a tener que pasar en casa de Hunter, pero había preferido aprovechar el tiempo del viaje para aclararse las ideas.

Su secretaria se había vuelto loca, incapaz de dar con él en las partes más recónditas del campo, mientras él disfrutaba del silencio. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de silencio en su vida. Incluso cuando estaba a solas, tenía que vérselas con aquellos malditos fantasmas.

Recorrió un largo camino de entrada en dirección a una gran casa. El lugar estaba rodeado de árboles y al fondo se divisaba un lago. Los escalones y los marcos de las ventanas eran de piedra, igual que el de la doble puerta de madera.

Jack aparcó y salió de su Mercedes. La casa de Hunter había sido construida recientemente, casi diez años después de la muerte de su amigo, pero Jack tenía la sensación de que Hunter había dejado instrucciones detalladas del aspecto que debía tener. El lugar le recordaba a Hunter, lo cual era bueno y malo a la vez.

Era sólo por un mes, se dijo mientras iba al maletero y sacaba la maleta y la bolsa del ordenador. Si se quedaba allí un mes, de acuerdo a la última voluntad de Hunter, la casa se destinaría a enfermos de cáncer. Se darían veinte millones a la ciudad o a una obra de caridad o a algo así. Jack no había prestado atención a los detalles, lo único que sabía era que Hunter le había pedido un último favor. Jack le había fallado tantas veces a su amigo que no podía hacerlo una vez más.

Dio un paso hacia la casa y se detuvo al ver abrirse la puerta. El abogado le había prometido en su carta un lugar tranquilo en el que trabajar y un ama de llaves para atender sus necesidades diarias.

Le había parecido algo sencillo en aquel momento, pero ahora, al ver a aquella menuda y guapa mujer en el porche, no estaba tan seguro. Era la última persona a la que esperaba ver.

– Hola, Jack -dijo ella.

– Meredith.

– ¿Me reconoces?

– Claro, ¿por qué no iba a hacerlo?

– Ha pasado mucho tiempo y los dos hemos cambiado.

– Te reconocería en cualquier sitio.

Lo que no era del todo cierto. A través de los años había vigilado a Meri. Era lo menos que podía hacer después de prometerle a Hunter que cuidaría de su hermana. Jack no había sido capaz de ocuparse de ella en persona, pero en la distancia las cosas habían sido fáciles. Por los informes regulares que recibía, conocía su físico, aunque en persona la veía más femenina. También conocía muchos detalles de su vida laboral. Pero lo que no sabía era que iba a encontrarla allí.

– Me alegro de saberlo.

Sus ojos eran tan azules como los recordaba, del mismo color y forma que los de Hunter. Aparte de eso y de la sonrisa fácil, aquellos hermanos tenían poco en común.

Hacía años que no la veía, desde el funeral de Hunter. Y la vez anterior…

Apartó el recuerdo de aquella sincera declaración y la torpeza con la que había reaccionado. Habían pasado muchos años y ambos habían recorrido un largo camino desde entonces.

Había madurado, observó al verla bajar los escalones y detenerse frente a él. La muchacha regordeta había desaparecido y se había convertido en una guapa y atractiva mujer que derrochaba seguridad.

En otras circunstancias, habría disfrutado de aquellos cambios, pero no con ella. No con las promesas que había hecho.

– Evidentemente has recibido la carta del abogado, ya que, si no, no estarías aquí -dijo ella-. Tienes que quedarte un mes. Al final de ese plazo habrá una emotiva ceremonia de cesión de la casa al Ayuntamiento de la ciudad, con entrega de las llaves y del dinero. Los otros samuráis y tú podréis disfrutar y poneros al día. Después podréis iros -y dirigiendo la mirada hacia la maleta, añadió-. Veo que viajas ligero de equipaje.

– Así es más fácil trasladarse.

– No tendrás muchas alternativas para una fiesta sorpresa de disfraces.

– ¿Es que va a haber una?

– No que yo sepa.

– Entonces está bien.

Ella ladeó ligeramente la cabeza en un gesto que él recordó. Era curioso cómo podía ver a la muchacha en aquella mujer. Siempre le gustó la muchacha y no había tenido en mente conocer a la mujer.

La miró de arriba abajo y frunció el ceño. ¿No llevaba unos pantalones demasiado cortos? No es que no le agradara ver aquellas piernas, pero ella era Meredith, la hermana pequeña de Hunter. Además, el top que llevaba era demasiado… revelador.

– Voy a quedarme aquí también.

Su voz era cálida y sensual. Si hubiera sido otra mujer, le habría agradado.

– ¿Por qué?

– Soy el ama de llaves, la que te prometieron. Estoy aquí para hacer tu vida más fácil.

Aquella declaración parecía esconder un desafío.

– No necesito un ama de llaves.

– No tienes opción. Estoy incluida en la casa.

– Eso es ridículo.

Sabía que trabajaba para un gabinete de expertos en Washington D.C. y que actualmente estaba trabajando en un proyecto de JPL y otras compañías privadas para el desarrollo de un combustible sólido para cohetes.

– Eso es lo que Hunter quería. Ambos estamos aquí por él -dijo sonriendo.

Él frunció el ceño. No se creía aquella historia. ¿Por qué iba a querer Hunter que su hermana estuviera en la casa un mes? Claro que había pedido a todos sus amigos que pasaran ese tiempo allí, así que era posible. Además, probablemente Meri no querría estar en la misma casa con él, sobre todo después de lo que había pasado en su diecisiete cumpleaños.

La había herido. No había sido su intención, pero así había sido y en aquel momento no había sabido encontrar la forma de arreglar las cosas. Luego, Hunter había muerto y todo había cambiado.

Quizá estuviera dando demasiada importancia a aquello. Quizá a Meri le diera igual lo que había pasado entre ellos.

– Entremos -dijo ella, mostrándole el camino.

Recorrieron un amplio vestíbulo de suelos de piedra y una gran escalera. El lugar era acogedor y masculino. No era el tipo de casa que él se construiría, pero al menos no se volvería loco con adornos de flores secas y olorosas.

– Harás ejercicio subiendo las escaleras.

– ¿Te quedas aquí abajo? -preguntó él mirando a su alrededor.

– No, Jack -respondió sonriendo-. Estaré en la segunda planta, frente al dormitorio principal. Tan sólo nos separarán unos metros.