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– Sí.

Jack dejó la taza, se acercó a ella y se quedó mirándola a los ojos.

– Ten cuidado, Meri. Estás jugando a un juego que no conoces. Yo estoy fuera de tu liga y ambos lo sabemos.

¿Un desafío? ¿Estaba loco? Ella siempre ganaba y esa vez también lo haría. Aunque había algo en el modo en que la miraba que la hizo estremecerse, algo que le decía que no era un hombre con el que andar jugando.

Pero era tan sólo un hombre, se dijo. Cuanto antes se lo llevara a la cama, antes podría continuar con su vida.

Jack entró detrás de Meri al enorme gimnasio con vistas al lago. Las instalaciones eran limpias y luminosas y había poca gente haciendo ejercicio. Seguramente se debiera a que era mediodía, pensó mientras se subía a una máquina.

En Dallas solía hacer ejercicio en su propio gimnasio, pero de momento aquél le serviría.

– Podemos hacer el circuito de entrenamiento juntos -dijo, acercándose a él y mostrando una sonrisa burlona-. Se me da muy bien observar.

Estaba tratando de provocarlo. Dijera lo que dijera e hiciese lo que hiciese, Jack estaba decidido a no reaccionar. Meri estaba jugando a un juego que podía resultar peligroso para ella. Quizá no la hubiera cuidado del modo en que debía haberlo hecho, pero la había vigilado. Eso no iba a dejar de hacerlo sólo porque ella estuviera decidida a demostrar algo.

– ¿Quieres que calentemos haciendo un poco de cardio? -preguntó ella-. Podemos correr. Incluso estoy dispuesta a darte ventaja.

– No voy a necesitarla -dijo Jack dirigiéndose a las cintas de correr, sin molestarse en comprobar si ella lo seguía.

– Eso es lo que tú te crees.

Meri se colocó en la cinta junto a la de él y la programó. Él hizo lo mismo.

– No solías hacer ejercicio -dijo él unos minutos más tarde, mientras corrían.

Meri apretó unos botones de su cinta y se puso a su ritmo.

– Lo sé. Lo único que me preocupaba era comer. La comida era mi único amigo.

– Éramos amigos -dijo antes de poder evitarlo.

Meri le caía bien. Era la hermana pequeña de Hunter. La consideraba una más de su familia.

– La comida era el único amigo en quien podía confiar -dijo ajustando de nuevo el ritmo de su carrera-. Al menos no desaparecía cuando más la necesitaba.

No tenía sentido defenderse, puesto que tenía razón. Se había marchado justo después del funeral de Hunter. Estaba demasiado abatido por la pérdida y la culpa como para quedarse. Unos meses más tarde, había decidido asegurarse de que Meri estaba bien, así que había contratado a un investigador privado para que le informara mensualmente. Aquellos informes le permitían conocer aspectos básicos de su vida, pero nada en concreto. Más tarde, al crear su propia compañía, había hecho que sus empleados se ocuparan de vigilarla y había aprendido más de ella. Se había enterado de que había madurado para convertirse en toda una mujer. Evidentemente, no le había hecho ninguna falta tenerlo cerca ocupándose de las cosas.

– Lo malo de la comida -continuó ella-, es que tiene efectos secundarios. Pero aun así, no podía parar de comer. Entonces, un día, hice nuevos amigos y dejé de necesitar la comida -dijo y, sonriendo, añadió-: Y todo gracias a los amigos y a un poco de terapia.

– ¿Estuviste en terapia?

Los informes no habían recogido nada de eso.

– Sí, durante un par de años. Soy demasiado lista y rara para llegar a ser normal, pero he aprendido a no darle importancia.

– No eres rara -dijo él.

– Sabes que sí. Pero me gusta cómo soy ahora. Acepto mis cosas buenas y mis cosas malas.

Había muchas buenas, pensó él evitando mirar su cuerpo. Tenía muchas curvas y todas ellas en el sitio perfecto.

Continuaron corriendo uno junto al otro. Después de cinco minutos más, Meri incrementó la velocidad de nuevo. Jack incrementó no sólo la velocidad, sino también la resistencia.

– Crees que eres muy fuerte, ¿eh? -murmuró ella, con voz entrecortada.

– Nunca ganarás esta batalla -dijo él-. Mis piernas son más largas y tengo más masa muscular.

– Eso sólo supone más peso.

Meri corrió un par de minutos más, luego apretó el botón de parada y se bajó. Después de secarse la cara y beber agua, volvió a subirse a la cinta, esa vez a un ritmo más suave. Él corrió unos minutos más.

– Estás en forma -dijo él mientras se dirigían a la sala de pesas.

– Lo sé -sonrió-. Soy una mujer salvaje con las pesas. Aquí es donde deberías presumir, mostrando mayor fuerza en la parte superior del cuerpo. Pero kilo a kilo, seguro que levanto tanto peso como tú. ¿Quieres que haga un gráfico?

Él sonrió.

– No, gracias. Puedo ver tus excusas sin ayudas visuales.

– La realidad no es nunca una excusa -dijo ella mientras tomaba varias pesas y se dirigía a un banco-. Tengo que secarme bien las manos de sudor para evitar que estén resbaladizas. Si no, puede ser peligroso. Hace cosa de un año, casi se me cayó una pesa en la cara.

– Tienes que tener cuidado.

– ¿Eso crees? Pagué mucho dinero por mi nueva nariz. No me has dicho nada de ella. ¿Te gusta?

Se había enterado de la operación. Se la había hecho a los veinte años. Quizá aquella nariz más pequeña la hiciera más guapa, pero tampoco había notado una gran diferencia.

– Está bien -dijo él.

Ella rió.

– No es necesario que me halagues -bromeó-. Mi nariz era enorme y ahora es normal.

– Te preocupas mucho por ser como los demás. Ser como la media no debería ser un objetivo.

Lo miró.

– No he tomado el café necesario como para andar filosofando contigo. Además, tú no sabes nada de lo que es normal. Naciste rico y lo sigues siendo.

– Tú no eres diferente.

– Cierto, pero no estamos hablando de mí. Como hombre, te riges por distintos parámetros. Si tienes dinero, aunque seas un completo perdedor, cualquier mujer se irá contigo. Pero para mí es diferente. Por eso me hice las operaciones.

– ¿Te has hecho más de una? -preguntó el frunciendo el ceño.

Sólo sabía de su nariz.

Meri se sentó y se inclinó hacia Jack.

– El pecho -dijo en un susurro-. Llevo implantes en el pecho.

Su mirada bajó involuntariamente hacia el escote. Luego giró la cabeza hacia la derecha, fijándose en el banco que tenía al lado.

– ¿Por qué? -preguntó, decidido a no pensar en su cuerpo y menos aún en sus pechos, que de repente le resultaban interesantes.

– Después de perder peso, descubrí que tenía el pecho de un chico de doce años. Era totalmente plana. Era deprimente. Así que me puse implantes.

Meri se puso de pie y se miró al espejo girándose a un lado y a otro.

– No sé. A veces pienso que debería haberme puesto una talla más. ¿Qué te parece?

Jack trató de no mirar, pero no pudo evitarlo. En contra de su voluntad, giró la cabeza y detuvo la mirada en el pecho de Meri. Ella se levantó la camiseta, mostrando el sujetador deportivo que llevaba.

– ¿Te gustan, Jack?

– Son estupendos, cariño -dijo un hombre que pasaba por su lado.

– Gracias -dijo ella bajándose la camiseta rápidamente.

Jack miró al hombre y al instante deseó retorcerle el cuello hasta hacerlo caer al suelo.

– Me encanta ser mujer.

– Te estás quedando conmigo. Voy a ignorarte.

– No estoy segura de que puedas hacerlo, pero puedes intentarlo -dijo ella-. Cambiemos de tema y hablemos de ti. A los hombres os gusta hablar de vosotros.

Jack tomó un par de pesas y se sentó en un banco.

– También podemos concentrarnos en hacer ejercicio.

– No es necesario -dijo ella tumbándose y haciendo ejercicios pectorales-. ¿Qué has estado haciendo estos últimos diez años? Sé que estuviste en el ejército, en las Fuerzas Especiales.

– Así es.

– También he oído que lo dejaste y creaste tu propia compañía dedicada a ayudar a otras empresas a expandirse en lugares peligrosos del mundo. Estoy impresionada. Has convertido esa compañía en todo un éxito.