– No tenía color -dijo Bittersweet, susurrando luego algo en el oído de Robert. Él le alcanzó cuidadosamente la taza de té de porcelana china, alzándola para que la semiduende pudiera beber de ella. La taza era lo bastante grande como para que ella pudiera bañarse dentro.
– ¿Quieres decir -preguntó Lucy-, que era transparente?
– Eso es lo que dije -repitió, sonando su voz algo más irritada. Quizás se debía al encanto, en el que los semiduendes eran muy, muy buenos, pero… ¿estaba oyendo algo parecido al zumbar de una colmena de abejas en sus palabras?
– O sea… que podías ver las ropas que llevaban debajo del plástico?
Ella pareció pensárselo, para luego asentir con la cabeza.
– ¿Puedes describir sus ropas?
– Sus ropas… llevaban ropas, aplastadas bajo el plástico -dijo, mientras alzaba repentinamente el vuelo, sus transparentes alas de libélula zumbando a su alrededor y dando la sensación de estar rodeada por el halo de un arco iris en movimiento.
– Son personas grandes. Son humanos. Todos me parecen iguales. -El colérico zumbido pareció sonar más alto, como haciendo hincapié en sus palabras.
El compañero de Lucy dijo…
– ¿Alguien más oye a las abejas?
Robert levantó una mano hacia la semiduende que revoloteaba, como lo haría alguien que intenta alentar a un pájaro para que se le pose en la mano.
– Bittersweet, ellos quieren encontrar a los hombres que hicieron eso tan terrible. Están aquí para ayudarte.
El sonido de abejas enojadas aumentó siendo cada vez más y más alto. Si lo hubiera oído en el exterior ya estaría corriendo. El nivel de tensión en el cuarto subía de igual manera. Incluso Frost y Doyle estaban tensos a mi lado, aunque todos nosotros sabíamos que el sonido era sólo una ilusión que pretendía conseguir que las personas grandes y curiosas no se acercaran demasiado a un pequeño semiduende o a sus plantas. Era un ruido diseñado para ponerte nervioso, y hacer que quisieras estar en cualquier otra parte. Ése era el propósito.
Se oyó otro golpe en la puerta.
– Ahora, no -exclamó Lucy con la mirada fija en la semiduende que revoloteaba. Ahora ya no trataba a la diminuta hada como si fuera un niño. Lucy y su compañero llevaban en este trabajo mucho tiempo y eso les proporcionaba una buena percepción del peligro. Igual que todos los buenos policías que conozco perciben esa sensación que parece arrastrarse por su nuca. Eso es lo que les mantiene vivos.
Robert hizo otro intento.
– Bittersweet, por favor, estamos aquí para ayudarte.
Wright abrió la puerta, sólo lo justo para transmitir el mensaje de Lucy. Se oyeron urgentes susurros en respuesta.
La pierna de Doyle se tensó bajo mi mano, como si estuviera a punto de impulsarle hacia delante. Allí donde rozaba el mío, el cuerpo de Frost temblaba levemente como un caballo ansioso a punto de echar a correr. Tenían razón. Si Bittersweet usaba el mismo poder con los detectives que el que había usado antes con Doyle y Robert, derribándolos, podrían acabar muy malheridos.
Por primera vez me pregunté si Bittersweet estaba algo más que asustada. Que la emprendiera a golpes una vez, debido a la histeria, vale… ¿pero, dos veces? Me pregunté si no se habría vuelto loca. Les ocurría a los duendes igual que a los humanos. Algunos duendes enloquecían un poco al exiliarse del mundo de las hadas. ¿Estaba teniendo nuestra testigo principal alucinaciones sobre los asesinos? ¿No iba a servir para nada todo esto?
Robert avanzó, con la mano todavía en alto.
– Bittersweet, preciosa, por favor. Hay más pastel, y enviaré a por té recién hecho.
El colérico zumbido de abejas se intensificó. La tensión en el cuarto aumentó a la par que el sonido como una nota musical sostenida demasiado tiempo, como si lo único que quisieras fuera que cambiara a cualquier precio en vez de simplemente continuar.
Ella se volvió hacia él, girando en el aire, sus alas parecían un borrón plateado y multicolor rodeando su cuerpo. Diminuta como era, y yo en todo lo que podía pensar era en que volaba como uno de esos aviones de combate. La analogía debería haber sido ridícula para alguien que medía unos quince centímetros de alto, pero toda ella proyectaba malicia en oleadas.
– No soy ninguna niña tonta que pueda ser contentada con dulces y té -dijo ella.
Robert bajó lentamente el brazo, porque el insulto había dado en el blanco. En los viejos días, a menudo se había retribuido a los brownies con dulces, té o un buen licor.
Se oyó algún tipo de conmoción detrás de la puerta, voces altas, como si una multitud intentara entrar a pesar de los policías que yo sabía que estaban al otro lado. Bittersweet hizo otro de esos precisos, casi mecánicos giros, esta vez hacia la puerta y el ruido.
– Los asesinos están aquí. No les dejaré que tomen mi magia y me destruyan. -Si ahora alguien entraba a la fuerza, ella los lastimaría, o al menos lastimaría a Wright y O'Brian, que estaban en nuestro lado de la puerta.
Hice lo único en lo que pude pensar. Hablé…
– Tú pediste mi ayuda, Bittersweet.
La maligna muñeca que revoloteaba se giró hacia mí. Doyle se movió ligeramente hacia adelante en el sofá, sólo un poco, para poder escudarme en caso de que ella nos sorprendiera con otro estallido de poder. El cuerpo de Frost estaba tan tenso a mi lado, que me daba la sensación de que sus músculos le tenían que doler. Yo luché para no tensarme, estar tranquila, y proyectar esa calma hacia Bittersweet. Ella era una cosa zumbona, llena de furia y de nuevo me pregunté si no habría enloquecido.
– Tú me rogaste que me quedara y así lo hice. Me quedé, y me he asegurado de que la policía no te llevara a ningún sitio lleno de metal y tecnología.
Ella se lanzó en picado hacia el suelo, y entonces remontó revoloteando otra vez, pero no tan alto, ni con la misma precisión. Sabía bastante sobre seres alados para saber que aquello quería decir que estaba perpleja, que vacilaba. El sonido de abejas comenzó a bajar de tono.
La pequeña hada arrugó su cara diminuta, mientras decía…
– Tú te quedaste porque tenía miedo. Tú te quedaste porque te lo pedí.
– Sí -le dije-, eso es exactamente lo que hice, Bittersweet.
Las voces de afuera se volvieron más altas, más estridentes.
– Es demasiado tarde, Reina Meredith. Están aquí -dijo, volando hacia la puerta. -Han venido a cogerme. -Su voz sonaba distante, no parecía cuerda. Danu sálvanos, ella estaba loca. La pregunta era… ¿la locura llegó antes o después de que viera a sus amigos muertos? El zumbido de abejas comenzó a crecer más fuerte otra vez, y se empezó a notar un aroma a verano y al calor del sol cayendo con fuerza sobre la hierba.
– No vienen a cogerte a ti, Bittersweet -le dije, intentando enviarle pensamientos tranquilizadores. Deseé que Galen o Abeloec hubieran estado con nosotros. Los dos podían proyectar emociones positivas. Abe podía conseguir que los guerreros se detuvieran en medio de una batalla y fueran a tomarse algo todos juntos. Galen podía hacer que todo aquél que le rodeara fuera feliz. Ninguno de los tres que nos sentábamos aquí podía hacer algo parecido. Sin lugar a dudas, podríamos matarla para poner a salvo a los humanos, ¿pero podríamos detenerla sin tener que llegar a tanto?
– Bittersweet, tú me has llamado tu reina. Como tu reina, te ordeno que no dañes a nadie de este lugar.
Ella me miró por encima del hombro, sus ojos almendrados destellando en color azul debido a su magia.
– Ya no soy Bittersweet. Soy sólo Bitter [8], y nosotros no tenemos reina -dijo, comenzando a volar hacia la puerta.
O’Brian dijo…
– ¿…Detectives?
Todos nosotros empezamos a movernos siguiendo cautelosamente a la semiduende. Lucy se acercó a mí y susurró…
– ¿Cuánto daño puede hacer realmente?
– El suficiente para hacer estallar la puerta, sacándola de sus goznes -le contesté.