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– Con mi gente entre ella y la puerta -añadió Lucy.

– Sí -asentí.

– Genial, qué mierda.

Estuve de acuerdo.

CAPÍTULO 8

UNA VOZ SE OYÓ A TRAVÉS DE LA PUERTA, AGUDA Y MUSICAL; nada más oír su voz me entraron ganas de sonreír.

– Bittersweet, mi niña, no tengas miedo. Tu hada madrina está aquí.

Bittersweet descendió en picado hacia el suelo otra vez.

– Gilda -dijo con voz insegura. Los zumbidos de abeja y el olor a dorada hierba estival estaban perdiendo intensidad.

– Sí, querida, soy Gilda. Tranquilízate y la agradable policía me dejará pasar.

Bittersweet se quedó suspendida sobre el suelo delante de los sorprendidos Wright y O’Brian. La pequeña hada se rió y los dos oficiales rieron con ella. Los semiduendes eran nuestra pequeña gente, duendes menores, pero muchos de ellos dominaban el encanto a un nivel capaz de rivalizar con el de los sidhe, aunque la mayoría de mi gente nunca lo admitiría.

Me encontré queriendo ayudar a Gilda a entrar en el cuarto. Eché un vistazo a los detectives para ver si el encanto estaba funcionado con ellos, pero no era así. Sólo parecían perplejos, como si escucharan una canción demasiado distante para entender las palabras. Yo podía oír la canción también, como si procediera de una cajita de música, o el tintineo de campanillas, o campanas, o… me protegí con más intensidad redoblando el muro en mi mente y aparté la cantinela a la fuerza. No deseaba sonreír como una tonta o ayudar a Gilda a traspasar aquella puerta.

Bittersweet se rió otra vez y el compañero de Lucy se rió también, nervioso, como si supiera que no debería hacerlo. Lucy le dijo…

– ¿Te dejaste el antiencanto en casa otra vez?

Él se encogió de hombros.

Ella se metió la mano en el bolsillo y le dio una pequeña bolsita de tela.

– Hoy traje una de más -dijo echando un vistazo en mi dirección como preguntándose si yo me lo tomaría como una ofensa.

– A veces… hasta yo llevo una protección -le dije, sin añadir en voz alta… -… generalmente, cuando estoy cerca de mi familia.

Lucy me dirigió una rápida sonrisa de agradecimiento.

Le susurré a Doyle y a Frost…

– ¿Sentís la persuasión de Gilda?

– Sí -afirmó Frost.

– Sólo está dirigido hacia los duendes -añadió Doyle -pero no tiene la precisión suficiente para apuntar sólo a Bittersweet.

Me giré para mirar detrás de mí a Robert. Él parecía estar bien, pero se nos acercó al echarle yo un vistazo.

– Sabes que los brownies somos duendes solitarios, Princesa. Estas cosas no nos afectan tan fácilmente.

Asentí. Ya lo sabía, pero de alguna forma toda la cirugía plástica que se había hecho en la cara me hacía pensar en él como si no fuera un brownie puro.

– Aunque que pueda rechazarla no significa que no lo sienta -dijo, temblando. -Ella es una abominación, pero tiene coraje.

Me sentí un poco alarmada cuando utilizó la palabra “abominación”. Ésta estaba reservada para los humanos que habían caído presas de la magia salvaje y habían sido convertidos en monstruos. Yo conocía a Gilda, y “monstruo” no era la palabra con la que yo la hubiera descrito. Pero sólo la había visto una vez, brevemente, cuando antes de volver a la Corte, vivíamos en Los Ángeles. Ella pensó que yo era otro humano con mucha sangre duende en mi árbol genealógico. Yo no era lo bastante importante o lo bastante aduladora para que ella se interesara por mí en aquel entonces.

Los detectives salieron del pequeño reservado. Robert nos hizo señas para que saliéramos primero. Le miré, y él susurró…

– Ella convertirá esto en una rivalidad entre reinas. Quiero que quede claro al lado de qué reina estoy yo.

Le susurré…

– No soy la reina.

– Lo sé, fue por culpa de algo alto, oscuro y atractivo, que lo dejaste todo por amor. -Sonrió abiertamente al decirlo y había algo del viejo brownie en aquella sonrisa; con unos dientes algo menos perfectos y una cara algo menos perfecta, hubiera sido una sonrisa más brownie, pero todavía era una sonrisa lasciva.

Me hizo sonreír.

– Sé de buena tinta que la misma Diosa regresó y os coronó.

– Exageraciones -dije. -Podemos hablar del poder del mundo de las hadas y de la Diosa, pero no hubo ninguna materialización física de la Deidad.

Él negó con la cabeza.

– Le estás buscando los tres pies al gato, Merry, si todavía puedo llamarte así, o prefieres… ¿Meredith?

– Merry está bien.

Él sonrió abiertamente hacia mis dos hombres, quiénes estaban concentrados en la puerta y en si se abría o no.

– La última vez que vi a esos dos, eran los perros guardianes de la reina -dijo, mirándome con aquellos perspicaces ojos castaños. -Algunos hombres se sienten atraídos por el poder, Merry, y algunas mujeres son más reinas sin corona, que otras que la llevan.

Como si eso fuera una señal la puerta se abrió y Gilda, el Hada Madrina de Los Ángeles, entró majestuosamente en la habitación.

CAPÍTULO 9

GILDA ERA UNA VISIÓN LUMINOSA, HECHA DE ENCAJE Y destellos. Su vestido, que llegaba hasta el suelo, parecía estar cuajado de diamantes que atrapaban la luz de forma que al girar parecía moverse en un círculo de centellante luz blanca. El vestido era de un azul pálido, pero los diamantes que lo cubrían eran tan numerosos que casi parecían formar un sobrevestido de encaje de un azul aún más claro, por lo que daba la impresión de llevar una ilusión hecha de luz y movimiento sobre el vestido verdadero. Parecía un poco ostentoso para mi gusto, pero hacía juego con el resto de su persona, desde la altísima corona de cristal que llevaba sobre sus rizos rubios hasta la varita de sesenta centímetros de largo con su punta estrellada.

Era como una versión mágica del hada madrina que solía salir en las películas, y puesto que había trabajado como encargada de guardarropía en el cine de los años 40, época en que la magia salvaje la encontró y le concedió un deseo, la ropa era importante para ella. Nadie sabía realmente cómo o por qué le habían ofrecido la magia. Con el pasar de los años ella había contado más de una versión y cada una era más heroica que la anterior. Creo recordar que la última iba del rescate de unos niños de un coche ardiendo.

Ella agitó la varita alrededor del cuarto como una reina agita su cetro hacia sus súbditos. Se pudo percibir un hormigueo de poder cuando la varita se movió por nuestro lado. Independientemente de que Gilda pareciera una ilusión, la varita era real. Era de manufactura duende, pero más allá de eso, nadie había sido capaz de decir exactamente qué era, y de dónde procedía. Las varitas mágicas son muy raras entre nosotros porque no las necesitamos.

Cuando Gilda pidió su deseo, no comprendió que casi todo lo que solicitaba la marcaba como una impostora. Su magia era suficientemente real, pero la forma en que la ejecutaba tenía más que ver con los cuentos de hadas que con la verdadera magia feérica.

– Ven aquí, pequeña -dijo, y de inmediato Bittersweet voló hacia ella. Cualquiera que fuera el hechizo de compulsión que sonaba en su voz, era muy fuerte. Bittersweet se recostó sobre aquellos rizos dorados, ensimismada por su resplandor. Gilda se giró como si fuera a dejar el cuarto.

Lucy la llamó…

– Perdone, Gilda, pero aún no puede llevarse a nuestro testigo.

– Soy su reina. Tengo que protegerla.

– ¿Protegerla de qué? -preguntó Lucy.

El resplandor que envolvía a Gilda hizo que su expresión fuera difícil de leer. Pensé que parecía enojada. Su perfecta y curvada boca hizo un mohín de disgusto. Sus largas pestañas, salpicadas de polvo de diamante, velaron la mirada absolutamente azul de sus ojos. La última vez que yo la había visto estaba cubierta de polvo dorado, desde la punta de sus pestañas hasta el ceñido vestido de noche. Gilda siempre deslumbraba, aunque iba cambiando los materiales con que adornaba su ropa.