– Sería maravilloso -le dije.
Él tomó una de las pocas sillas de pequeño tamaño y la sostuvo para que pudiera sentarme. Me dejé caer agradecida. De repente estaba cansada. ¿Era por estar embarazada? O… ¿Por el día que llevábamos?
Doyle fue hacia el tendero.
– ¿A dónde va a dar la puerta de atrás?
– No se puede salir por la puerta trasera, sólo se puede salir por donde llegasteis -dijo una mujer mientras aparecía desde la parte de atrás de la tienda. -Me temo que no podréis salir por allí, Princesa y Príncipes. Tuve que atrancar la puerta para mantener a la jauría de la prensa alejados.
A primera vista se parecía a su marido, humana, muchas arrugas suaves y agradable redondez. Luego comprendí que ella había pasado por la misma clase de cirugía que se había hecho Robert, el del Fael. Aunque sólo se había hecho lo justo para pasar por humana, no había intentado ser una gran belleza. Ser bonita era suficiente para ella, y cuando llegó hasta el mostrador y me miró con aquellos ojos castaños, me recordó tanto a mi abuela que se me hizo un nudo en la garganta. No iba a llorar, maldita sea.
Se arrodilló delante de mí y puso sus manos sobre las mías. Sus manos estaban frescas al tacto como si hubiera estado trabajando con algo frío en la trastienda.
Su marido dijo…
– Levántate, Matilda. Están haciendo fotos.
– Déjales -dijo ella por encima del hombro, volviéndose luego hacia mí. Alzó la mirada mirándome con aquellos ojos tan parecidos a los de Gran.
– Soy la prima de la cocinera Maggie Mae de la Corte Oscura.
Me costó un momento entender lo que esto significaba para mí. Una vez que supe que no tenía parientes sidhe exiliados fuera del mundo de las hadas, no se me ocurrió pensar que podría tener otros parientes aquí, aunque no fueran sidhe. Sonreí.
– Entonces eres la prima de mi Gran.
Ella asintió.
– Aye -y en esa sola palabra se podía oír un acento tan marcado y espeso como para salir rodando. -Si es una brownie procedente de Escocia que llegó al nuevo mundo, entonces somos primas. Robert también llegó del viejo mundo, pero bueno, él es galés, no está emparentado conmigo.
– Con nosotras… -dije.
Ella me sonrió lanzando sus dientes unos destellos demasiado blancos para que no fueran debidos al trabajo de un dentista, pero es que estábamos en Los Ángeles.
– ¿Entonces me reconoces como pariente?
Asentí.
– Desde luego -le contesté. Algo de la tensión que yo no había percibido hasta ahora desapareció del ambiente, como si hasta aquel momento hubieran estado nerviosos, o incluso hubieran tenido miedo. Pareció liberarlos a todos porque se acercaron.
– A la mayoría de los nacido nobles les gusta presumir de que en sus venas no corre más que pura sangre sidhe -dijo ella.
– Él no presume -dijo el pixie punk, señalando con la cabeza hacia Doyle. -Bonitos pendientes. ¿Tienes perforado algo más?
– Sí -confirmó Doyle.
El chico sonrió, haciendo estremecer con el gesto los anillos que llevaba en la nariz y en el labio superior.
– Yo también -dijo.
Matilda acarició mis manos.
– Pareces pálida. ¿Estás muerta de hambre o te da náuseas la comida?
Fruncí el ceño ante su pregunta.
– No te entiendo.
– Algunas mujeres tienen hambre todo el tiempo y otras no quieren ni mirar la comida cuando están embarazadas.
El ceño fruncido desapareció y le dije…
– Me apetecería mucho un rosbif. Proteínas.
Ella me dirigió otra vez aquella brillante sonrisa.
– Nosotros tenemos de eso. -Llamó a un hombre por encima del hombro. -Harvey, trae algo de rosbif para la princesa.
Él comenzó a protestar sobre los fotógrafos y demás, pero ella se giró y le miró de tal manera que a él no le quedó más remedio que ir a hacer lo que ella le estaba diciendo. Pero por lo visto no lo hacía lo suficientemente rápido, porque Matilda acarició mi mano otra vez y se levantó para supervisar o ayudar.
Todos fingimos que no había una multitud creciente presionando contra las ventanas y la puerta. Me coloqué dando la espalda al cristal para protegerme de los destellos de los flashes y deseé tener mis gafas de sol.
El duende de aspecto joven, y que probablemente me llevaba más de un siglo, se acercó cautelosamente a Doyle y Frost.
– ¿Escondes tus orejas puntiagudas?
A Frost le costó un momento darse cuenta de que se dirigían a él.
– No -contestó.
El muchacho le miró fijamente.
– ¿Así que eres lo que pareces, un sidhe puro?
– No -dijo Frost.
– Sé que no eres lo que aparentas -dijo el chico.
– No soy más sidhe puro que Doyle.
Me di la vuelta en la silla y dije…
– O yo.
El muchacho nos miró a cada uno de nosotros. Sonrió, complacido.
El sonido de un carraspeo me hizo girarme para mirar a la mujer con el niño que parecía humano. La mujer se dejó caer al suelo en una profunda reverencia, parpadeando con sus ojos de halcón hacia mí. El niño que estaba con ella intentó hacer lo mismo, pero ella le cogió del brazo.
– No, no, Felix, ella es una princesa duende, no una princesa humana. No tienes que inclinante ante ella.
El pequeño frunció el ceño, intentando comprender.
– Soy su niñera -aclaró ella, como si necesitara explicarse. -Las niñeras duende se han hecho muy populares por aquí.
– No lo sabía -le dije.
Ella sonrió alegremente.
– Nunca abandonaría a Felix. He estado con él desde que tenía tres meses, pero puedo recomendarte a otros cuidadores duende que están buscando trabajo o pensando en dejar el que tienen.
Todavía no había pensado en eso, pero…
– ¿Tienes alguna tarjeta de visita? -pregunté.
Ella sonrió y sacó una de su bolso. La puso sobre la mesa y escribió algo en el dorso.
– Éste es el teléfono de mi casa, así no tienes que pasar por la agencia. Ellos no entenderían que necesitarás algo diferente a la mayoría de los clientes.
Tomé la tarjeta y la puse en el pequeño monedero que era todo que traía conmigo. Íbamos de camino a la playa; Había cogido mi tarjeta de identidad y casi nada más.
Matilda me trajo un pequeño plato de rosbif presentado con bastante gracia.
– Habría puesto algo más de guarnición, pero cuando una está en estado de buena esperanza, nunca se sabe qué añadir.
Le sonreí.
– Es perfecto. Grac… perdón. Parezco novata.
– Oh, no te preocupes. He estado entre humanos durante siglos. Se necesitaría algo más que un “gracias” para hacer enfadar a esta brownie, eh, ¿Harvey? -dijo riéndose de su propia broma. Harvey, que estaba detrás del mostrador, pareció un tanto avergonzado pero contento.
El rosbif estaba tierno, justo vuelta y vuelta, exactamente como a mí me gustaba. Incluso la poca sal que llevaba lo hacía perfecto. Había notado esto en mis antojos, me había dado por vencida con la comida demasiado sazonada. Me pregunté si sería lo normal en estos casos.
Matilda acercó una silla, y la niñera, cuyo nombre era Agnes, hizo lo mismo. No parecía que nadie pudiera marcharse pronto. Estábamos sitiados por la prensa. De hecho, los reporteros y los paparazzi estaban siendo aplastados contra las ventanas y la puerta. Parecía que estaban empezando a intentar retroceder pero había demasiado peso detrás de ellos.