– ¿Pasó algo más mientras estábamos fuera? -pregunté, mientras buscaba el desvío hacia la casa. La luz comenzaba a desaparecer. No había anochecido del todo, pero podía pasarme el desvío si no prestaba atención.
– Nada nuevo, Merry. Lo juro.
Frené bruscamente al llegar al desvío, lo que hizo que Doyle se aferrara al coche con fuerza, dejándome oír cómo protestaba el marco de la puerta. Era lo bastante fuerte como para desencajarla del marco. Sólo esperaba que no la abollara debido a su fobia.
Hablé mientras encaraba el SUV por la cuesta de camino a la casa, que luego bajaba de forma abrupta hacia la entrada privada.
– Estoy en la entrada. Te veo enseguida.
– Esperaremos. -Colgó y yo me concentré en el camino escarpado. No era la única a quién no le gustaba. Era difícil asegurarlo detrás de las gafas oscuras, pero creo que Doyle había cerrado los ojos mientras yo conducía el SUV por todas aquellas curvas.
Las luces exteriores estaban ya encendidas, y el más bajo de mis guardias paseaba frente a la casa con su gabardina blanca agitándose a merced de la brisa del océano. Rhys era el único de los guardias que había obtenido la licencia de detective privado. Siempre había adorado las viejas películas en blanco y negro, y cuando no trabajaba de incógnito le gustaba llevar sus gabardinas y sombreros de fieltro. Las prendas eran por lo general blancas o color crema, para que hicieran juego con sus largos rizos blancos que le llegaban hasta la cintura. Su pelo ondeaba al viento igual que su abrigo y me di cuenta de que se enredaba por obra del viento como antes se había enredado el mío.
– El pelo de Rhys se enreda con el viento -comenté.
– Sí -dijo Frost.
– ¿Es porque sólo lo lleva largo hasta la cintura?
– Creo que sí -dijo él.
– ¿Por qué se le enreda el pelo y el tuyo no lo hace?
– A Doyle tampoco le ocurre. Aunque a él le gusta llevarlo trenzado.
– La misma pregunta. ¿Por qué?
Maniobré el coche hasta detenerlo al lado del coche de Rhys. Él comenzó a caminar con largas zancadas hacia nosotros. Sonreía, pero conocía su lenguaje corporal lo bastante bien para reconocer la ansiedad. Llevaba puesto un parche blanco en el ojo para que hiciera juego con el abrigo que se había puesto hoy. Lo solía llevar cuando quedaba con clientes, o salía al exterior. Mucha gente, y algunos duendes, encontraban inquietantes las cicatrices que quedaban en el lugar donde antes había estado su ojo derecho. En casa, cuando sólo estábamos nosotros, no se molestaba en ponérselo.
– No sabemos por qué a algunos de nosotros el pelo no se nos enreda -dijo Frost. -Sólo sé que siempre ha sido así.
Con esa respuesta tan poco satisfactoria, Rhys llegó hasta mi puerta. Quité los seguros para que pudiera ayudarme a salir del coche, y pude ver la ansiedad reflejándose en su único ojo, en el que los tres tonos de azul, azul aciano, azul cielo y un oscuro azul invernal giraban formando lentos remolinos cual tormenta perezosa. Quería decir que su magia estaba a punto de aflorar, lo que normalmente requería un estado de gran concentración o alteración emocional. ¿Se debía esa ansiedad al riesgo que yo había corrido hoy, o tenía la culpa el caso de la Agencia de Detectives Grey en el que estaba trabajando? No podía recordar bien de qué iba el caso, salvo que tenía algo que ver con un sabotaje corporativo mediante el uso ilícito de la magia.
Rhys abrió la puerta, y le ofrecí la mano automáticamente. La tomó y se la llevó a los labios para poner un beso en mis dedos, lo que hizo que mi piel se estremeciera. Ansiedad por mí, entonces, y no debida al caso, lo que provocaba que su magia estuviera a punto de manifestarse. Me pregunté cómo de malas habían sido las imágenes que habían salido en la tele si uno lo miraba desde fuera; entonces no me había parecido tan malo, ¿o lo fue?
Él me envolvió en sus brazos y me presionó contra su cuerpo. Me abrazó con fuerza y por un momento pude sentir su fuerza y el leve estremecimiento que recorrió su cuerpo. Intenté separarme un poco para poder mirarle a la cara, y durante un momento él me sostuvo con más fuerza contra su cuerpo, de forma que no tuve otra opción que permanecer contra él. Eso me permitió sentir su cuerpo bajo sus ropas. La piel desnuda habría sido como su beso; hubiera notado su estremecimiento contra mi piel, pero incluso a través de sus ropas, podía sentir el pulso y el latido de su poder como un motor delicadamente afinado que ronroneaba contra mi cuerpo desde la mejilla al muslo. Me dejé llevar por aquella sensación. Me dejé llevar por la fuerza de sus brazos, por los firmes músculos de su cuerpo, y durante sólo un momento, me permití dejarme llevar por todo lo que había pasado y por todo lo que había visto hoy. Permití que se desvaneciera gracias a la fuerza del hombre que me sostenía.
Pensé en él, desnudo y sosteniéndome, y dejando que la promesa de aquel profundo y vibrante poder se hundiera en mi cuerpo. Ese pensamiento me hizo presionar la ingle con más fuerza contra él, y sentí que su cuerpo comenzaba a responder.
Fue él quien me alzó la cabeza para que pudiera mirarlo fijamente a la cara. Sonreía, y seguía abrazándome, rodeándome fuertemente con sus brazos.
– Si estás pensando en el sexo, no puedes estar tan traumatizada -dijo, mientras sonreía abiertamente.
Le devolví la sonrisa.
– Estoy mejor ahora.
La voz de Hafwyn hizo que nos giráramos hacia la puerta. Salió de la casa con su largo pelo rubio recogido en una única y gruesa trenza, que caía a un costado de su esbelta figura. Era todo lo que una sidhe Luminosa debería ser. No llegaba por poco al metro ochenta, delgada pero femenina, con ojos como un cielo de primavera. Cuando yo era una niña hubiera querido parecerme a ella, en vez de tener mi altura demasiado humana y mis curvas. Mi pelo, ojos, y piel eran sidhe, pero el resto de mi persona nunca había estado a la altura. Muchos sidhe en ambas cortes me habían hecho saber que yo tenía un aspecto demasiado humano, no lo bastante sidhe. Hafwyn no había sido uno de ellos. Nunca fue cruel conmigo cuando yo sólo era Meredith, hija de Essus, y alguien que probablemente nunca se sentaría en ningún trono. De hecho, había sido casi invisible para mí en las cortes, sólo una más de las guardias de mi primo Cel.
Allí, en brazos de Rhys, con Doyle y Frost subiendo detrás de nosotros, no envidiaba a nadie. ¿Cómo podría querer cambiar algo de mí, cuando tenía a tantas personas que me amaban?
Hafwyn llevaba puesto un fino vestido blanco, más sencillo que el mío, parecido a la ropa interior que ellas utilizaban bajo las vestiduras, pero la sencillez de la tela no podía esconder su belleza. La belleza de los sidhe me recordaba con frecuencia que una vez fuimos adorados como dioses. Y sólo en parte se debía a la magia. Los humanos tienden a adorar o a injuriar la belleza.
Ella se dejó caer en una reverencia cuando llegó a mi lado. Casi había conseguido que los nuevos guardias abandonaran la costumbre de hacer esas demostraciones públicas, pero era difícil romper hábitos que tenían más de un siglo.
– ¿Necesitas de mis poderes de sanación, mi señora?
– Estoy ilesa -contesté.
Ella era uno de los pocos y verdaderos sanadores que habían abandonado el mundo feérico. Podía colocar las manos sobre una herida o enfermedad y simplemente su magia hacía que se desvaneciera. Fuera del mundo de las hadas sus poderes habían disminuido, al igual que muchos de nuestros poderes que eran menos intensos en el mundo humano.
– La Diosa sea alabada -dijo ella, mientras rozaba mi brazo, apoyado contra el cuerpo de Rhys. Yo había notado que cuanto más tiempo llevábamos fuera de las cortes más sensibles se mostraban las guardias. En el sithen, se consideraba que tocar a alguien cuando estabas inquieto o angustiado era algo característico de un duende menor. Se suponía que nosotros, los sidhe, no nos rebajábamos a hacer tales gestos para consolarnos, pero yo nunca había pensado que el roce o la caricia de un amigo fuera un gesto mezquino. Valoraba a aquéllos que encontraban fuerzas para tocarme, o que me ofrecían la paz con su contacto.