El sueño comenzó estando yo en un Hummer militar. Era ése con el que la Guardia Nacional me rescató cuando les pedí ayuda para que mis familiares no me obligaran a volver a ninguna de las dos Cortes. Pero no había ningún soldado en el Hummer. Y tampoco ninguno de mis guardias. Estaba sola en la parte trasera de un Hummer que circulaba sin conductor. Sabía que no podía ser, por lo que sabía que estaba soñando. Había soñado antes con la bomba a punto de estallar, pero nunca antes me había parecido tan real. Luego me di cuenta de que el Hummer era negro, completa, y absolutamente negro, y supe que no era el de los militares, sino una nueva versión de la Carroza Negra. Ésta era un carruaje negro tirado por caballos que había estado a disposición del gobernante de la Corte Oscura durante siglos. Primero fue un carruaje negro tirado por cuatro caballos negros como una noche sin luna, con ojos que despedían llamas que nunca calentarían a nadie en un fuego de campamento. Luego había cambiado solo y se había transformado en una larga limusina negra bajo cuyo capó ardía un fuego demoníaco. La Carroza Negra era un poder salvaje, un objeto con vida propia, más viejo que cualquiera de las Cortes de las Hadas, más viejo de lo que cualquiera de nosotros podía recordar, destinado a existir durante milenios y que, simplemente un día, había aparecido. De algún modo parecía estar a medio camino entre ser un ser vivo y un artefacto mágico, y definitivamente, tenía mente propia.
La pregunta era… ¿por qué aparecía en mi sueño? ¿Y era sólo un sueño, o algo había hecho que la Carroza Negra existiera de forma “real” dentro del sueño? No hablaba, así que no podía preguntarle, y como estaba sola, pues iba a ser que tampoco podía preguntarle a nadie más.
El coche circuló por un camino estrecho. Íbamos por el descampado donde la bomba había explotado. Yo había acabado con trozos de metralla profundamente clavados en el hombro y en el brazo, pero los grandes clavos se habían desprendido mágicamente cuando curé a los soldados heridos. Nunca antes había tenido el don de sanar imponiendo las manos, pero esa noche lo tuve. Pero primero, la bomba explotó.
El aire frío del invierno atravesó la ventanilla abierta. La había bajado para usar la magia contra nuestros enemigos porque los soldados estaban muriendo, morían por protegerme, y yo no podía dejar que eso pasara. Ellos no eran mis soldados, mis guardias, y de alguna manera… que dieran su vida por protegerme, no me parecía correcto. No, si yo podía detenerlo.
Una explosión desgarró el mundo con su ruido y fuerza. Esperé el golpe y el dolor, pero éste no llegó. El mundo osciló con la vibración, y de repente se hizo de día, un brillante y ardiente amanecer. Quedé ciega por el resplandor, y la arena que flotaba por todas partes. Nunca había estado en un sitio así antes, con tanta arena y roca. El calor ardiente que entraba por la ventanilla abierta se podía comparar al que saldría de un horno abrasador.
Lo único que sucedió igual a lo que pasó en la realidad fueron las explosiones. El mundo retumbó con su impacto, y las ruedas del Hummer botaron sobre el terreno desigual que antes había sido un camino y que el impacto de la bomba había convertido en un cráter.
Había otro Hummer en el descampado, pintado con colores de camuflaje, y soldados apostados a un lado, usándolo de escudo para protegerse, mientras algo más grande que una bala y menos potente que un misil impactaba cerca creando otro cráter en el camino.
Oí una voz gritar…
– ¡Están entrando dentro de nuestro alcance. ¡Están entrando dentro de nuestro alcance!
Un soldado en uno de los extremos intentó parapetarse tras el Hummer pero una bala silbó hacia él haciéndole caer a tierra. Sus compañeros le atraparon, sosteniéndole mientras moría.
Entonces, el soldado al final de la fila se giró y vio el Hummer negro. Apoyaba una mano sobre su rifle, atravesado en su regazo, y con la otra mano sujetaba algo que colgaba de su cuello. Pensé que sería una cruz, pero entonces le vi la cara, y supe que llevaba un clavo. Un clavo atado con un cordón de cuero alrededor del cuello.
Él me miró con sus grandes ojos castaños, su piel estaba bastante bronceada por el calor del sol, no tan pálido como yo le recordaba. Era Brennan, uno de los soldados que yo había curado al principio de toda esta historia.
Su boca se movió, y vi cómo vocalizaba mi nombre. No se oyó ningún sonido sobre el ruido de las armas, sólo un…
– Meredith… -articulado.
El Hummer condujo hacia él, y las balas parecían no darle cuando el siguiente misil impactó cayendo justo al lado. Sentí el impacto en mi vientre, como si la vibración traspasara mi cuerpo y me golpeara el estómago. La arena y la suciedad cayeron como una lluvia seca sobre el brillante metal negro del Hummer.
Abrí la puerta, pero era como si sólo Brennan pudiera verme. Ninguno de los demás era mío. Él dijo mi nombre, y aún con todo aquel ruido, en mis oídos oí su susurro…
– Meredith -dijo, mientras me alargaba la mano con la que antes sujetaba el clavo que colgaba de su cuello. Los demás preguntaron…
– ¿Qué estás haciendo?
Fue sólo cuando su mano envolvió la mía que los demás me vieron, y vieron el coche. Se oyeron gritos ahogados de asombro y las armas me apuntaron, pero Brennan gritó…
– Es una amiga. ¡Ahora, entrad en el Hummer!
Uno de los otros soldados dijo…
– Pero… ¿De dónde ha salido? ¿Cómo lo hizo…?
Brennan le empujó hacia la puerta delantera.
– Deja las preguntas para más tarde.
De repente, otro cohete impactó al otro lado de su Hummer, y ya no se oyeron más preguntas. Sólo se oyó una exclamación…
– ¡No lo conduce nadie!
Pero todos se amontonaron dentro, Brennan se apretó a mi lado en la parte de atrás, y en cuanto todos estuvimos en el interior del Hummer, éste se puso en marcha. Nos condujo lejos, carretera abajo, todavía bastante transitable, y justo en ese momento el Hummer que estaba detrás de nosotros explotó.
Uno de los nuevos hombres dijo…
– Entraron en nuestro alcance.
El hombre del asiento delantero se giró y preguntó…
– ¿Qué diablos ocurre, Brennan?
Él me miró cuando dijo…
– Recé pidiendo ayuda.
– Bien, pues Dios realmente te oyó -dijo el otro hombre.
– No era a Dios a quien yo rezaba -dijo Brennan, mirándome a los ojos y alargando una mano como si tuviera miedo de tocarme.
Puse su mano contra mi cara. Había arena, suciedad y sangre. Él tenía una herida en la mano con la que había sujetado el clavo.
– Rezaba a la Diosa -dijo Brennan.
– Me llamaste con la sangre, el metal y la magia -susurré.
– ¿Dónde estabas? -preguntó.
– En Los Ángeles -contesté.
Sentí cómo el sueño, o la visión, o lo que fuese, comenzaba a vacilar, a desvanecerse y hablé casi al aire…
– La Carroza Negra es mía, aquí estaréis seguros. Vela para que nada pueda dañar a mi gente.
La radio del Hummer chisporroteó a la vida, haciendo que todos nos asustáramos, dejando oír después risitas nerviosas. La canción era “Take it Easy” de The Eagles.
Uno de los soldados dijo…
– ¿Qué es eso, de la película de Transformers?
Su risa fue la última cosa que oí mientras el sueño se desvanecía, y de repente desperté en la cama entre los hombres. La cama estaba cubierta de pétalos de rosa.
CAPÍTULO 18
POR LA RAZÓN QUE FUERA, RHYS ERA EL ÚNICO QUE ESTABA despierto. Galen y Wyn dormían como si nada hubiera pasado. Los pétalos adornaban sus caras y cabellos, pero seguían durmiendo.
– Hay algo en tu cara -dijo Rhys, mientras alargaba una mano y la retiraba sucia y manchada de sangre fresca. -¿Te has hecho daño? -me preguntó.
– La sangre no es mía.