La toalla enrollada en mi pelo cayó al suelo, dejando caer mi cabello mojado y frío contra nuestros rostros. Él me rodeó la cintura con un brazo para sujetarme. La otra mano se metió en mi pelo mojado y tiró con fuerza, haciéndome gritar, en parte de dolor y en parte de algo diferente.
Su voz sonó ruda y feroz, volviéndose su tono más grave como les sucedía a algunos hombres.
– Los demás dicen que te gusta el dolor.
Mi voz salió sin aliento, contenida por la fuerza con que me tenía sujeta.
– Algo de dolor, no demasiado.
– Pero te gusta esto -dijo.
– Sí, me gusta mucho.
– Perfecto, porque a mí también -dijo, al tiempo que soltaba mi pelo y me apretaba con más fuerza contra su cuerpo, mientras su otra mano soltaba el velcro de su chaleco. Luego me tiró sobre la alfombra, sacándose bruscamente el chaleco por encima de la cabeza, todo casi en el mismo movimiento.
Yací allí, sin aliento por su brusquedad, ya que él le había dado el punto justo para que me sintiera pasiva. Jugar a ser la víctima que consiente era un juego del que disfrutaba si estaba bien realizado. Mal hecho e Ivi se encontraría con una pelea entre manos. La toalla que me cubría se había abierto y me quedé simplemente recostada, desnuda e inerme a la luz de luna y a él.
Él sujetó mis piernas arrodillándose entre ellas, atrapando mi cuerpo contra el suelo, mientras se quitaba las armas, la espada, el cinturón y la camiseta. Formaron un montón a su alrededor como pétalos desgarrados de una flor impaciente.
Se alzó sobre mí, ejerciendo más presión sobre mis piernas, a fin de que resultara casi doloroso, pero no demasiado. Le había visto desnudo, porque la mayor parte de nosotros no teníamos problemas con la desnudez, pero vislumbrar a un hombre sin sus ropas no es lo mismo que observar la línea de ese mismo cuerpo arrodillado sobre ti, y sabiendo esta vez que todo lo que ese cuerpo promete está a punto de ser tuyo.
Su cintura era esbelta. Incluso los músculos bajo toda esa piel reluciente eran largos y sin grasa, como dejando claro que sin importar lo que él hiciera, no iba a engordar. Estaba construido como un corredor de fondo; gracia y velocidad se mezclaban con toda esa fuerza. Su pelo se desplegó a su alrededor, y me di cuenta de que se movía por sí mismo, sin que hubiera viento, era su propia magia la que lo hacía extenderse como un halo que cubría todo su cuerpo de un manto blanco, gris, y plateado, y las vides que adornaban ese cabello resplandecían como si un cable eléctrico recorriera cada una de sus líneas, de sus hojas, haciendo que relucieran en diferentes tonos de verde. La espiral de sus ojos había empezado a girar, pudiendo llegar a marearme si le miraba con fijeza durante mucho tiempo seguido.
Lo que sea que vio en mi cara le hizo quitarse los pantalones y empujarlos hacia abajo por sus delgadas caderas y así revelar esa última parte de sí mismo, ya duro, deseoso y grueso, como si su cuerpo hubiera decidido que el resto de él ya era lo suficientemente delgado y la diferencia la iba a compensar allí. Él presionó contra el mío su propio cuerpo, grueso y largo, todo lo que una podría desear en ese momento.
Se inclinó sobre mí, sus rodillas todavía presionando mis piernas, y así poder moverse para usar su gruesa y temblorosa avidez. Se recostó sobre mí, y su pelo no cayó sobre nosotros, se movió a un lado de forma que quedáramos protegidos de su resplandor y movimiento. Su pelo sonaba a nuestro alrededor, haciendo el mismo sonido que hacían las hojas moviéndose al viento.
Apretó mis muñecas contra el suelo y yo quedé completamente inmovilizada, pero él no me podía alcanzar. Así que estaba atrapada, pero no con un propósito que yo pudiera ver.
Recostó su cara sobre la mía, y susurró…
– No frunzas el ceño, Meredith. Ésa no es la mirada que quiero ver en tu cara ahora mismo.
Yo jadeaba al hablar, pero logré preguntar…
– ¿Y qué mirada quieres ver en mi cara?
Él me besó. Me besó como si me estuviera comiendo la boca, utilizando los dientes, mordiéndome, y entonces, cuando yo ya estaba a punto de gritar, cambió a un beso largo y profundo, tan tierno y cuidadoso como ninguno que hubiera sentido alguna vez.
Alzó la cara justo lo suficiente para que pudiera ver sus ojos. Ya no eran espirales, sino que eran simplemente de un verde encendido como si la luz le cegara, reflejándose en sus ojos.
– Esa mirada… -dijo-. Dijiste en la ducha que habías tenido toda la estimulación previa que necesitabas, así que no me molestaré esta noche. Sin embargo, quiero que sepas que no soy como tu Mistral. Hay noches en que la gentileza también se agradece.
– Pero no esta noche -susurré.
Él sonrió.
– No, no esta noche, porque te he visto tomar mil decisiones todos los días, Princesa. Siempre a la cabeza de algo, siempre ante una elección que realizar, siempre ante algo que afecta a demasiadas personas. Percibo tu necesidad de tener un sitio donde las decisiones sean tomadas por otros, donde la elección no te corresponda, algún lugar donde puedas dejarte ir y dejar de ser la princesa.
– ¿Y ser qué? -Susurré.
– Simplemente esto -dijo, y sujetando mis muñecas con una mano, usó la otra para bajarse los pantalones hasta la mitad de sus muslos. En ese momento movió sus rodillas para abrir aún más mis muslos, a fin de poder comenzar a empujar contra mi sexo.
Era casi demasiado largo para el ángulo que estaba usando, así que tuvo que usar su mano libre para colocarse hasta poder deslizar la punta de su pene dentro. Era lo bastante ancho como para que aún teniendo en cuenta mi anterior sesión de sexo, tuviera que empujarse contra mí, abriéndose camino con la fuerza de sus caderas.
Alcé la cabeza para poder observar cómo su cuerpo penetraba casi a la fuerza en el mío. Hay siempre algo en la primera vez que un hombre entra en mí que hace que le quiera mirar, y sólo verle tan grueso, tan grande… me hizo gritar sin palabras.
Él sostenía casi todo su peso sobre mis muñecas, allí donde las mantenía sujetas. Dolía, pero de una forma casi agradable, esa forma en la que te permites saber que el momento de la decisión ya ha pasado. Podría haber dicho que no, podría haber protestado, pero si él no quisiera soltarme, no podría obligarle, y había algo en ese momento de rendición que era exactamente lo que necesitaba.
Grité dos veces más antes de que él se abriera camino tan lejos como podía. Llegó hasta lo más hondo de mi cuerpo sin conseguir penetrarme hasta la empuñadura. En ese momento comenzó a salir, y entonces volvió a empujar, y finalmente yo estaba lo suficientemente mojada, y él estaba lo bastante listo. Comenzó a entrar y a salir con caricias largas y lentas. Había esperado que el sexo fuera rudo para armonizar con la forma en que había empezado, pero una vez que estuvo dentro de mí, fue como el segundo beso que me había dado, profundamente tierno y asombroso.
Él se regodeó en esa lentitud, acariciándome hasta que me llevó al límite, haciéndome gritar su nombre. Mis manos forcejearon debajo de las suyas, y si hubiera podido alcanzarle le hubiera rasguñado el cuerpo con las uñas, pero me sujetó con facilidad, manteniéndose a salvo mientras me montaba y conseguía que gritara su nombre.
La luz recorría mi cuerpo, mi piel brillaba para corresponder a su resplandor. Mi pelo resplandecía con luces del color de los rubíes reflejadas sobre la blanca oscuridad de su pelo, y mis ojos despedían luces doradas que se sumaban a los diferentes destellos verdes que reflejaban los suyos, yaciendo los dos en un túnel de luz y magia formado por la cascada de su propio pelo.
Sólo después de haberme convertido en una masa temblorosa de terminaciones nerviosas y ojos resplandecientes que no podían enfocarse en nada, él empezó de nuevo. Esta vez no hubo suavidad alguna. Esta vez me montó como si me poseyera, y quisiera constatar que tocaba todas las partes de mi cuerpo. Golpeó contra mi cuerpo, volviéndome a llevar al borde del orgasmo casi con la primera caricia, y me encontré gritando repetidas veces, como si cada empujón de su cuerpo me hiciera acabar. No podía decir dónde se detenía un orgasmo y comenzaba el siguiente. Fue una larga espiral de placer, en la que me quedé ronca de tanto gritar y sólo era débilmente conciente de lo que me rodeaba. El mundo se había reducido al golpear de su cuerpo y a mi placer.