Frost comenzó a decir algo más, pero Doyle le tocó el brazo.
– Déjalo, amigo mío. Sólo deja que la devolvamos al vehículo y podremos irnos.
Enlacé mi brazo a través del brazo vestido de cuero de Doyle, aunque pensé que hacía demasiado calor para llevar algo de piel. Frost nos seguía, y una mirada me dejó ver que cumplía con el deber de inspeccionar el área en busca de amenazas. A diferencia de un guardaespaldas humano, Frost controlaba desde el cielo hasta el suelo, porque cuando tu potencial enemigo es un hada, el peligro puede llegar casi desde cualquier parte.
Doyle también estaba alerta, pero su atención estaba dividida, intentando impedir que me torciera un tobillo por culpa de las sandalias, que se veían fabulosas con el vestido que llevaba, pero eran una mierda para andar por ese suelo accidentado. No tenían un tacón demasiado alto, pero eran muy abiertas y no ofrecían demasiada estabilidad. Me pregunté qué iba a ponerme cuando el embarazo estuviera muy avanzado. ¿Tenía algún zapato práctico, además de los que llevaba para hacer footing?
Habíamos superado el mayor peligro cuando maté a mi principal rival por el trono y después abdiqué de la corona. Hice todo lo posible para parecer al mismo tiempo, demasiado peligrosa para tentar a alguien y totalmente inofensiva para los nobles y su estilo de vida. Me había exiliado voluntariamente, y había dejado claro que era una decisión permanente. No quería el trono. Sencillamente quería que me dejaran en paz. Pero ya que algunos de los nobles habían pasado los últimos mil años conspirando para acercarse al trono, encontraban mi decisión algo difícil de creer.
Hasta ahora nadie había intentado matarme, a mí o a alguno de los míos, pero Doyle era la Oscuridad de la Reina, y Frost era el Asesino Frost. Se habían ganado sus nombres, y ahora que estábamos enamorados y yo llevaba a sus niños, sería una lástima dejar que algo saliera mal. Éste era el final de nuestro cuento de hadas, y tal vez no teníamos enemigos al acecho, pero los viejos hábitos no son siempre una mala cosa. Me sentía segura con ellos, pero los quería más que a la vida misma, y si morían intentando protegerme nunca me recuperaría de ello. Hay muchas formas de morir sin llegar a morir.
Cuando quedamos fuera del alcance del oído de los policías humanos, les conté mis temores sobre los asesinatos.
– ¿Cómo averiguamos si los duendes menores son más fáciles de matar aquí? -preguntó Frost.
– En otros tiempos habría sido bastante simple -contestó Doyle.
Dejé de andar, lo cual le obligó a detenerse.
– ¿Sólo escogerías a unos cuantos y verías si podías cortar sus gargantas?
– Si mi reina lo hubiera pedido, sí -contestó.
Comencé a apartarme de él, pero sujetó mi brazo con el suyo.
– Tú sabías lo que yo era antes de acogerme en tu cama, Meredith. Es un poco tarde para el shock y la inocencia.
– La reina diría… “¿Dónde está mi Oscuridad? Traedme a mi Oscuridad.” Y tú aparecerías, o simplemente darías un paso acercándote a ella, y entonces alguien sangraría o moriría -dije.
– Fui su arma y su general. Hice lo que me ordenaban.
Estudié su expresión, y supe que no eran simplemente las gafas de sol negras y envolventes lo que me impedían leerle. Él podía esconder cualquier cosa tras su semblante. Había pasado demasiados años junto a una reina loca, donde una mirada equivocada o a destiempo te podía enviar al Vestíbulo de la Muerte, la cámara de tortura. La tortura podía durar mucho para un inmortal, especialmente si te curabas bien.
– Fui un duende menor una vez, Meredith -dijo Frost. Él había sido Jack Frost, y, literalmente, una leyenda humana, pero la necesidad de ser más fuerte para proteger a la mujer que amaba le había convertido en el Asesino Frost. Pero una vez fue simplemente el pequeño Jackie Frost, solamente un ser menor en el séquito del poder Invernal. La mujer por quien él había cambiado tan completamente hacía siglos que moraba en su tumba humana, y ahora él me amaba a mí: El único miembro de la corte real sidhe, que no envejecía y no era inmortal. Pobre Frost… al parecer no podía amar a personas que le sobrevivieran.
– Sé que no siempre fuiste sidhe.
– Pero recuerdo cuando él era la Oscuridad para mí, y le temía tanto como los demás. Ahora es mi amigo más fiel y mi capitán, porque ese otro Doyle existió siglos antes de que tú nacieras.
Volví a examinar su rostro, y a pesar de sus gafas de sol pude ver la gentileza… un atisbo de la ternura que sólo me había dejado ver en las últimas semanas. Me di cuenta de que Frost había actuado igual que si hubiera tenido que proteger a Doyle en una batalla. Me había distraído de mi cólera, poniéndose en medio, como si yo fuera una espada para ser eludida.
Tendí una mano hacia él, y la tomó. Dejé de luchar contra el brazo de Doyle, y simplemente los sujeté a ambos.
– Tienes razón. Ambos tenéis razón. Sabía la historia de Doyle antes de que él llegase a mi lado. Dejadme volver a intentarlo. -Contemplé a Doyle, todavía con la mano de Frost en la mía-. ¿No estarás sugiriendo que probemos nuestra teoría con un semiduende escogido al azar?
– No, pero con sinceridad no se me ocurre otra forma de probarlo.
Pensé en eso, y luego negué con la cabeza.
– Ni a mí.
– ¿Entonces qué debemos hacer? -preguntó Frost.
– Advertimos a los semiduendes, y después nos vamos a la playa.
– Pensé que esto acabaría con nuestro día libre -dijo Doyle.
– Cuando no puedes hacer nada más, sigues con tus planes iniciales. Además, todo el mundo se nos unirá en la playa. Podemos hablar de este problema allí tan bien como en la casa. ¿Por qué no dejar que algunos de nosotros disfruten de la arena y el agua mientras el resto debatimos sobre la inmortalidad y el asesinato?
– Muy práctico -dijo Doyle.
Asentí con la cabeza.
– Nos detendremos en el Salón de Té Fael de camino a la playa.
– El Fael no está de camino a la playa -dijo Doyle.
– No, pero si dejamos recado allí sobre los semiduendes, las noticias correrán.
– Podríamos dejar el aviso a Gilda, el Hada Madrina -dijo Frost.
– No, ella podría guardarse la noticia para sí misma de forma que pudiera afirmar más tarde que yo no advertí a los semiduendes porque no era un tema que me preocupara.
– ¿Verdaderamente piensas que te odia más de lo que ama a su gente? -preguntó Frost.
– Ella era el poder gobernante entre los exiliados del mundo feérico en Los Ángeles. Los duendes menores se dirigían a ella para dirimir disputas. Ahora vienen a mí.
– No todos ellos -dijo Frost.
– No, pero sí los suficientes para que piense que estoy tratando de asumir el control de su negocio.
– No queremos parte de sus negocios, legales o ilegales -dijo Doyle.
– Ella fue humana una vez, Doyle. Eso la hace insegura.
– Su poder no parece humano -dijo Frost, temblando.
Estudié su cara.
– Ella no te gusta.
– ¿A ti, sí?
Negué con la cabeza.
– No.
– Siempre hay algo torcido dentro de las mentes y cuerpos de los humanos a los que les es concedido el acceso a la magia salvaje del mundo de las hadas -dijo Doyle.
– A ella le concedieron un deseo -dije-, y deseó ser un hada madrina, pero ella no sabía que no existe tal cosa entre nosotros.
– Se ha convertido en un poder a tener en cuenta en esta ciudad -dijo Doyle.
– La has investigado, ¿no?
– Casi te amenazó directamente si continuabas llevándote a su gente. Investigué la fortaleza de un enemigo potencial.
– ¿Y…? -Pregunté.
– Es ella la que debería tener miedo de nosotros -dijo él, y su voz fue otra vez esa voz de antes, cuando él sólo había sido un arma para mí y no una persona.