Aunque habitualmente me pedía que escogiera, un momento antes se alzaba sobre mí con ese estómago plano y perfecto, y al siguiente, sus tentáculos se contorsionaron sobre mi cuerpo como un fantástico animal marino, hecho de marfil y cristal con vetas de oro y plata recorriendo toda esa pálida belleza. Se recostó sobre mí, todavía moviéndose con fuerza y rapidez entre mis piernas, me besó, presionando toda su musculatura contra mi cuerpo, rozándose contra el mío, de forma que cuando nos besamos, me sostuvo con más “brazos” que ningún otro amante había tenido. Los tentáculos más grandes servían para levantar peso, y se plegaron a mi alrededor como una musculosa soga, aunque mil veces más suave, más incluso que el terciopelo y el satén. Sus brazos más humanos me rodeaban mientras me besaba, y todo formaba parte de él, abrazándome, sujetándome, besándome. Sholto amaba que no me retrajera ante sus partes adicionales. Hace tiempo, la vista de su singularidad me había asombrado, no, para ser honestos, me había asustado, pero la magia que nos había unido como pareja me había hecho apreciar la diferencia, viéndola como algo que no era malo. De hecho, él podía jactarse de hacer cosas conmigo que ninguno de los demás podía hacer sin otro hombre que le ayudara.
Los tentáculos más pequeños, muy delgados y elásticos, tenían en las puntas pequeñas bocas rojizas con capacidad de succión. Cosquilleaban entre nosotros, y yo me retorcí moviéndome hacia su contacto, ansiosa de que encontraran su objetivo. Las pequeñas bocas acariciaron mis pechos hasta que llegaron a mis pezones, y entonces los chuparon con fuerza hasta que solté ruidos ansiosos en la boca de Sholto mientras él me besaba. Mis manos acariciaron la dura longitud de su espalda y se extendieron sobre el terciopelo duro de los tentáculos, acariciando los de la parte inferior que sabía que eran más sensitivos. Eso hizo que Sholto se saliera un poco de mi cuerpo, dejando entre nosotros el espacio suficiente para que uno de los tentáculos más pequeños pudiera deslizarse entre mis piernas y encontrar ese lugar pequeño y dulce escondido en mi sexo. Así que mientras él empujaba su cuerpo dentro y fuera entre mis piernas, aumentando la sensación de humedad y estrechez, otra de esas pequeñas bocas ansiosas me succionaba.
Él se levantó sobre sus brazos, ayudándose de los tentáculos más grandes para soportar su peso por encima de mí, mientras seguía succionando expertamente esos tres puntos. Sabía que me gustaba ver cómo entraba y salía de mi cuerpo, así que dividió todos sus extras en dos partes, como una cortina para que yo pudiera alzar la cabeza y recorrer con la mirada la longitud de nuestros cuerpos. Había empezado por disfrutar viendo como entraba y salía de mi cuerpo, pero ahora también me gustaba ver cómo esas pequeñas bocas chupaban mis pechos y entre mis piernas, porque todo era él, en toda su longitud y dureza, dándome placer.
Finalmente se había abierto camino en mi cuerpo y pudo moverse con más rapidez dentro de mí. Su cuerpo comenzó a encontrar el ritmo, y sentí cómo el calor comenzaba a construirse entre mis piernas, pero la avalancha de placer estaba llegando más rápido.
Encontré aliento suficiente para decir…
– Me voy a correr pronto -A él le gustaba saberlo.
– ¿Cuándo?
– Ahora -dije.
Él sonrió, y sus ojos destellaron sobre mí en tonos ámbar, oro y amarillos cobrizos, y repentinamente su cuerpo era una cosa vibrante y resplandeciente. La magia recorría sus tentáculos en relámpagos dorados y plateados, haciendo que mi piel brillara, como si la luna ascendiera dentro de mí para encontrarse con su resplandor.
Tuve la energía suficiente para alzar las manos y tocar los tentáculos que se movían, y mis manos suaves y resplandecientes hicieron que bajo su piel ardieran luces de colores, una magia llamando a la otra. Porque fue la magia, vibrando a lo largo de su piel y pulsando dentro y fuera de mí, contra mí, lo que finalmente impulsó sobre mi cuerpo esa primera ola de ardiente placer, haciéndome gritar y retorcerme bajo su cuerpo. Mis dedos encontraron la dureza, la solidez de su carne y la marcaron. Dibujé mi placer, arañando a lo largo de sus luminosos y pesados tentáculos, y allí donde su sangre resplandeciente saltaba y salpicaba contra mi piel parecía rubíes que se esparcían a través de la luna.
Sholto luchó contra su cuerpo para mantener un ritmo lento y profundo entre mis piernas. Su cabeza cayó hacia adelante, su pelo resplandeciente nos rodeó iluminándonos, así que fue como hacer el amor dentro de una telaraña de cristal. Y luego, entre un empuje y el siguiente, me llevó hasta el orgasmo, y ambos proyectamos la luz de nuestro placer, tan brillante que llenamos el cuarto de sombras de colores.
Colapsó encima de mí, y por un momento quedé sepultada bajo su peso, con su corazón latiendo tan fuerte que parecía estar intentando salírsele del pecho, allí donde su pulso golpeaba contra mi mejilla. En ese momento movió la parte superior de su cuerpo lo suficiente para que no me viera atrapada y pudiera respirar con un poco más de facilidad. Salió de entre mis piernas, los tentáculos más pequeños se retrajeron recostándose contra mí como si también estuvieran exhaustos.
Él se acostó a mi lado mientras ambos aprendíamos de nuevo a respirar.
– Te amo, Meredith -susurró.
– Yo también te amo -Y en ese momento fue tan cierto como cualquier palabra que alguna vez hubiese dicho.
CAPÍTULO 27
SHOLTO Y YO NOS VESTIMOS Y NOS UNIMOS A LOS DEMÁS en la pequeña sala de estar, contigua a la cocina y al comedor. Ya que no había tabiques que separaran las estancias, a mí me parecía todo una gran habitación, pero los que vivían allí la llamaban la pequeña sala de estar, y con ese nombre se quedó.
Hafwyn y Dogmaela se sentaban en el sofá más grande. Dogmaela todavía lloraba débilmente sobre el hombro de la otra mujer. Las trenzas rubias de las dos mujeres estaban entrelazadas y eran de un tono tan similar que no podía ver a simple vista a quién pertenecía el cabello.
Saraid estaba de pie cerca del enorme conjunto de ventanas con los hombros encorvados, y los brazos cruzados sobre el pecho, acunando sus pequeños y firmes senos. No se necesitaba magia para sentir la cólera que emanaba de ella. La luz del sol centelleaba en su pelo dorado. Así como el de Frost era plateado, el suyo era realmente dorado, como si el metal precioso hubiera sido tejido en su pelo. Me pregunté si su pelo sería tan suave como el de Frost.
Brii estaba de pie a su lado, su pelo rubio parecía pálido e incoloro comparado con el de ella, tan dorado. Él trató de tocar su hombro, pero ella le dirigió una mirada feroz hasta que él dejó caer la mano, aunque siguió hablando con ella en voz baja. Obviamente tratando de calmarla.
Ivi estaba cerca de las puertas correderas de cristal hablando en voz baja y con tono urgente con Doyle y Frost. Barinthus y Galen estaban a un lado. Barinthus estaba hablando con Galen y obviamente estaba trastornado. Pero tenía que ser debido a lo que había pasado con Dogmaela e Ivi, porque si se hubiera llegado a dar cuenta de que Galen casi había confundido su mente utilizando el encanto, habría estado algo más que disgustado. Era un insulto bastante serio que un sidhe noble intentara utilizar el encanto con otro. Significaba claramente que el que lanzaba el hechizo se sentía superior y mucho más poderoso que el receptor. Galen no lo hubiera visto así, pero Barinthus, con toda probabilidad se lo habría tomado de la peor forma posible.
Cathbodua y Usna ocupaban el sofá de dos plazas, ella abrazándole a él. El pelo negro como ala de cuervo de Cathbodua caía sobre sus hombros, en parte mezclándose con el abrigo negro que había dejado sobre el respaldo del sofá. El abrigo era un manto hecho de plumas de cuervo, pero al igual que otros artefactos poderosos podía cambiar como un camaleón, de forma que se ajustaba a cualquier situación. Su piel parecía aún más pálida contra la pura oscuridad de su pelo, aunque yo sabía que no era más blanca que la mía. Comparado con ella, Usna era un contraste de colores. Parecía un gato calicó, su piel era blanca luz de luna manchada de negro y rojo. Estaba enroscado en el regazo de Cathbodua igual que se acomodaría la gata en que su madre había sido convertida cuando le dio a luz. Bueno, todo lo acurrucado que podía estar en su regazo alguien que pasaba del metro ochenta de estatura.