– No me ahogaría -dijo Galen.
Todos le miramos.
Él lo repitió.
– Soy sidhe. Nada del mundo natural puede matarme. Me podrías lanzar de un empujón hacia el mar de abajo pero no me podrías ahogar, y tampoco me harías explotar con los cambios de presión. Tu océano no puede matarme, Barinthus.
– Pero mi océano puede hacerte anhelar la muerte, Hombre Verde. Atrapado para siempre en las profundidades más negras, el agua casi sólida a tu alrededor, tan seguro como en cualquier prisión, y más atormentadora. Los sidhe no pueden ahogarse, pero aún así duele tener agua anegando tus pulmones. Tu cuerpo todavía desearía con ardor tomar aire e intentaría respirar bajo el agua. La presión de las profundidades no puede aplastar tu cuerpo, pero aún así abate. Sufrirías un gran dolor eternamente, nunca muriendo, nunca envejeciendo, siempre atormentado.
– Barinthus… -dije, y esa única palabra contenía todo el asombro que me embargaba. Ahora sí que me aferré a Sholto, porque necesitaba consuelo. Era un destino verdaderamente peor que la muerte con el que él estaba amenazando a Galen, a mi Galen.
Barinthus me miró, y cualquier cosa que vio en mi rostro no le complació.
– ¿No ves, Meredith, que soy más poderoso que muchos de tus hombres?
– ¿Estás haciendo esto en un intento retorcido de obligarme a respetarte? -Pregunté.
– Sólo piensa en lo poderoso que podría ser a tu lado si estuviera en posesión de todos mis poderes.
– Podrías destruir esta casa y a todos los que hay en ella. Ya lo dijiste en la otra habitación -dije.
– Nunca te haría daño -dijo.
Negué con la cabeza, y me aparté de Sholto. Él me retuvo por un momento, luego dejó que me fuera por mis propios medios. Lo que ahora tenía que hacer, tenía que hacerlo sola.
– A mí nunca me lastimarías, pero si le hicieras esa cosa terrible a Galen, despojándome de él como marido y padre, eso me heriría, Barinthus. ¿Te das cuenta de eso?
Su cara volvió a convertirse en esa hermosa máscara ilegible.
– No lo comprendes, ¿verdad? -Pregunté, y el primer escalofrío de verdadero miedo corrió por mi columna vertebral.
– Podríamos convertir tu corte en una fuerza digna de ser temida, Meredith.
– ¿Por qué necesitaríamos que fuera temida?
– Las personas sólo siguen a otras por amor o miedo, Meredith.
– No te pongas maquiavélico conmigo, Barinthus.
– No sé lo que quieres decir con eso.
Negué con la cabeza.
– Soy yo quien no sabe lo que quieres decir con las acciones que has llevado a cabo durante la última hora, pero sí sé… que si alguna vez dañas a cualquiera de entre mi gente condenándolo a algo parecido a tan terrible destino, te expulsaré. Si alguien de mi pueblo desaparece, y no le podemos encontrar, asumiré que has hecho aquello que amenazaste con hacer, y si eso ocurre, si le haces eso a cualquiera de ellos, tendrás que liberarles, y aún así…
– ¿Y aún así, qué? -preguntó él.
– Muerte, Barinthus. Tendrías que morir o nunca estaríamos a salvo, especialmente aquí, en la costa del mar del Oeste. Eres demasiado poderoso.
– De modo que Doyle sigue siendo la Oscuridad de la Reina, enviado a matar según sus órdenes como el perro bien entrenado que es.
– No, Barinthus, lo haré yo misma.
– Tú no puedes enfrentarte a mí y ganar, Meredith -dijo él, pero su voz fue más suave ahora.
– Tengo las manos de carne y sangre en todo su poder, Barinthus. Ni siquiera mi padre esgrimió la mano de carne en todo su poder, y Cel no tenía la mano de sangre por entero, pero yo tengo ambas. Así es como maté a Cel.
– Tú no me harías tal cosa, Meredith.
– Y hasta hace unos momentos habría dicho que tú, Barinthus, nunca habrías amenazado a las personas que amo. Estaba equivocada sobre ti; no cometas el mismo error.
Nos miramos fijamente a través del cuarto, y el mundo simplemente se redujo a nosotros dos. Le aguanté la mirada, y le dejé ver en mi rostro que quería decir exactamente lo que había dicho, cada una de esas palabras.
Él, finalmente, asintió con la cabeza.
– Veo mi muerte en tus ojos, Meredith.
– Siento tu muerte en mi corazón -contesté. Era una forma de decirle que mi corazón estaría encantado de matarle, o al menos, que no se entristecería.
– ¿No tengo permitido desafiar a aquéllos que me insultan? ¿Tú, igual que Andais, me convertirías en una clase diferente de eunuco?
– Puedes proteger tu honor, pero ningún duelo será a muerte, o de cualquier otro tipo que pueda dejarme a un hombre inútil.
– Eso me deja muy poco margen para proteger mi honor, Meredith.
– Tal vez, pero no es tu honor el que me preocupa, sino el mío.
– ¿Qué quiere decir eso? Yo no he hecho nada para menospreciar tu honor, sólo el de ese pequeño mocoso pixie.
– Primero, nunca le vuelvas a llamar así. En segundo lugar, yo soy la casa real aquí. Yo soy el líder aquí. He sido coronada por el mundo de las hadas y la Diosa para gobernar. No tú, yo. -Mi voz era baja y controlada. No quería que se rompiera por culpa de las emociones. Necesitaba todo mi control en este momento-. Atacando al padre de mi hijo, a mi consorte, en mi presencia, has dejado claro que no me respetas como gobernante. Tú no me honras como tu reina.
– Si te hubieras ceñido la corona cuando te fue ofrecida, habría honrado a aquélla que la Diosa escogió.
– Ella me permitió elegir, Barinthus, y tengo fe en que ella no lo habría permitido si la elección que me ofrecía hubiera sido una mala.
– La Diosa siempre nos ha dejado escoger nuestra propia ruina, Meredith. Sin duda sabes eso.
– Si salvando a Frost escogí mi ruina, entonces fue mi elección, y tú o acatarás esa elección o puedes salir de mi vista y mantenerte fuera de ella.
– ¿Me exiliarías?
– Te devolvería a Andais. He oído que está inmersa en una poderosa sed de sangre desde que dejamos el mundo de las hadas. Se consuela por la muerte de su único hijo vengándose en la carne y sangre de su pueblo.
– ¿Tú sabías lo que les está haciendo? -preguntó él, conmocionado.
– Todavía tenemos nuestras fuentes en la corte -dijo Doyle.
– ¿Entonces cómo podéis quedaros aquí, Oscuridad, sin llevarnos a todos a la plena recuperación de nuestros poderes para que podamos detener la matanza de nuestro pueblo?
– Ella no ha matado a nadie -dijo Doyle.
– Es peor que la muerte lo que ella les hace -dijo Barinthus.
– Todos son libres de unirse a nosotros aquí -dije.
– Si tú haces que recobremos todos nuestros poderes, en ese momento podríamos regresar y liberarlos de sus mazmorras.
– Si rescatáramos a las víctimas de su tortura tendríamos que matarla -dije.
– Cuando partiste la última vez, me liberaste a mí y a todos los demás de su Corredor de la Muerte.
– En realidad, yo no lo hice -dije-. Fue obra de Galen. Su magia os liberó a todos.
– Dices eso para hacerme cambiar de opinión respecto a él.
– Lo digo porque es cierto -dije.
Él miró a Galen, quien lo miraba a él. Frost estaba justo a su lado, su cara convertida en la arrogante máscara que se ponía cuando no quería que alguien leyera sus pensamientos. Doyle dejó de interponerse entre Barinthus y Galen, pero no fue muy lejos. Ivi, Brii, y Saraid estaban todos en fila, algo separados unos de otros, preparados por si tenían que sacar sus armas. Recordé las palabras de Barinthus acerca de que yo había dejado un vacío de poder y de que las guardias en la casa de la playa se habían vuelto hacia él buscando su liderazgo porque ya las había descuidado, ya que no les parecía que yo confiara en ellas. Por un momento me pregunté dónde estaría su lealtad, si conmigo o con Barinthus.