– ¿Por qué? -Preguntó, y había demasiada curiosidad en sólo dos palabras. Recordé entonces que algunos Fear Dearg solicitaban una historia de sus huéspedes humanos, y si la historia no era lo bastante buena los torturaban y mataban. Pero si la historia era lo bastante buena los dejaban ir con una bendición. ¿Por qué un ser que tenía miles de años se interesaría por historias vagas? Y, ¿a qué se debía su obsesión con los nombres?
– Eso no es de tu incumbencia, Fear Dearg -dijo Doyle.
– Está bien, Doyle. Todo el mundo lo sabrá muy pronto.
– No, Meredith, no aquí, no en la calle -Hubo algo en la forma que él dijo eso que hizo que me detuviera. Pero fue la mano de Frost apretando mi brazo, lo que me hizo mirarle, y darme cuenta de que un Fear Dearg podría ser el asesino de los semiduendes. Quizás podría ser nuestro asesino, ya que los Fear Dearg se apartaban de las reglas habituales de nuestra clase, de ahí todo ese discurso sobre su pertenencia al reino de los sluagh.
¿Estaba nuestro asesino en serie ahí de pie junto a mis amantes? ¿No sería conveniente? Sentí un atisbo de esperanza, pero lo dejé morir tan rápidamente como había llegado. Había trabajado antes en casos de asesinato, y nunca era tan fácil. Los asesinos no coinciden contigo en la calle poco después de abandonar la escena del crimen. Aunque sería bonito si sólo por una vez realmente fuera tan fácil. En ese momento me percaté de que Doyle se había dado cuenta en cuanto le vio de que el Fear Dearg podría ser nuestro asesino. A eso era debida su extrema cautela.
De repente me sentí torpe e incapaz de hacer este trabajo. Se suponía que yo era un detective, y que Lucy me había llamado debido a mi experiencia del mundo de las hadas. Menuda experta estaba resultando ser.
CAPÍTULO 4
ESTE FEAR DEARG ERA MÁS PEQUEÑO QUE YO, AUNQUE SÓLO unos centímetros. Apenas llegaba al metro cincuenta. Antiguamente debía ser el equivalente a la talla media de un humano. Su cara estaba arrugada y llevaba unas patillas encrespadas y anchas que cubrían sus mejillas como una barba grisácea. Su nariz era delgada, larga, y afilada. Sus ojos eran grandes para su cara y se inclinaban hacia arriba en las esquinas. Eran negros, y parecían no tener iris hasta que te dabas cuenta de que, al igual que Doyle, sus irises eran tan negros como sus pupilas, con lo que tenías problemas para distinguirlos.
Caminó delante de nosotros por la acera, junto a felices parejas caminando de la mano y sus familias todas sonrientes, todas riéndose. Los niños clavaban abiertamente los ojos en el Fear Dearg. Los adultos le miraban de reojo, pero fue a nosotros a quiénes se quedaron mirando fijamente. Me di cuenta de que nos veíamos tal como éramos. No se me había ocurrido usar el encanto para hacernos parecer humanos, o al menos, menos evidentes. Había sido demasiado imprudente con lo que decía.
Los padres tardaron en reaccionar, luego sonrieron, e intentaron establecer contacto visual. Si yo les devolvía la mirada, igual querrían entablar conversación, y nosotros de verdad que necesitábamos advertir a los semiduendes. Normalmente intentaba ser amistosa, pero no hoy.
El encanto era la habilidad para nublar la mente de otros a fin de que vieran lo que tú deseabas que vieran, no lo que estuviera realmente allí. Hasta hacía pocos meses, ésa siempre había sido mi magia más fuerte. Era todavía la magia con la que estaba más familiarizada, y ahora fluía fácilmente a través de mi piel.
Hablé en voz baja para Doyle y Frost…
– Sólo conseguimos miradas atónitas, y la prensa no está aquí para quejarse.
– Puedo esconderme.
– No, con esta luz no puedes -le dije. Doyle tenía la extraña habilidad de esconderse como una especie de ninja de película. Yo sabía que él era la Oscuridad, y tú nunca ves a la oscuridad antes de que te alcance, pero no había caído en la cuenta de que había algo más que simplemente siglos de práctica. Realmente podía envolver las sombras a su alrededor y esconderse. Pero no nos podía esconder a nosotros, y necesitaba algo más que la brillante luz del sol que le rodeaba para esconderse.
Imaginé mi pelo simplemente rojo, de un humano castaño rojizo, y no del granate hilado de mi color verdadero. Hice que mi piel palideciera hasta armonizar con el pelo, lejos del blanco nacarado de mi propia piel. Difundí el encanto para que fluyera sobre la piel de Frost mientras caminábamos. Su piel era del mismo blanco de luz de luna que la mía, así que era más fácil cambiar su color al mismo tiempo. Oscurecí su pelo hasta volverlo de un gris intenso y continué oscureciéndolo mientras nos movíamos hasta que fue una sombra oscura, negra con vetas grises. Armonizaba con su piel blanca y daba la sensación de haberse convertido en gótico. No estaba vestido correctamente para eso, pero por alguna razón encontré más fácil poner ese color en él. Podía haber escogido casi cualquier color si hubiera tenido tiempo suficiente, pero estábamos llamando la atención, y no quería hacerlo. En el momento que demasiada gente “nos veía” tal como éramos, el encanto podría desmoronarse. Así que, dicho y hecho, fui haciendo gradualmente el cambio mientras caminábamos, y proyecté un pensamiento hacia la gente que nos había reconocido, con el fin de que les costara reaccionar y pensaran que se habían equivocado.
El truco estaba en cambiar el pelo y la piel de forma gradual, suavemente, sin dejar que la gente se diera cuenta de que lo estabas haciendo, así que en realidad eran dos tipos de encanto en uno. El primero, solamente una ilusión de nuestra apariencia cambiando, y el segundo, un momento Obi Wan donde la gente justamente no veía lo que pensaban que vieron.
Por alguna razón, cambiar la apariencia de Doyle era siempre más difícil. No estaba segura del por qué, pero siempre se requería un poco más de concentración para convertir su piel negra en un profundo, rico tono marrón, y el… oh… tan oscuro pelo en un castaño que concordara con la piel. Con tan poco tiempo, lo mejor que pude conseguir debió hacer que pareciera vagamente indio, un indio americano. Dejé que las graciosas curvas de sus orejas conservaran sus pendientes; sin embargo, y ahora que yo ya le había dado a su piel un matiz más humano, las orejas puntiagudas le señalaban como un aspirante a hada, no, un aspirante a sidhe. Todos ellos parecían pensar que los sidhe tenían orejas acabadas en punta como si justo acabaran de salir de un cuento de ficción, cuando de hecho eso marcaba a Doyle como de sangre no pura, con mezcla de duende menor. Él casi nunca escondía sus orejas, un gesto desafiante, un dedo en el ojo de la corte. Los aspirantes también eran aficionados a llamar a los sidhe, elfos. Yo culpaba de eso a Tolkien y sus elfos.
Nos habíamos atenuado algo, pero todavía llamábamos la atención, y los hombres todavía se veían exóticos, pero habría tenido que pararme y concentrarme más intensamente para cambiarlos más profundamente.
El Fear Dearg también tenía el suficiente encanto para haber cambiado su apariencia. Aunque a él, simplemente no le importaba si se le quedaban mirando. Lo que quería decir que una llamada a un número determinado podía conseguir que la prensa cayera sobre él hasta que tuviéramos que llamar a otros guardaespaldas para conseguir llegar hasta nuestro coche. Eso había ocurrido dos veces desde que regresamos a Los Ángeles. No quería que volviera a ocurrir.
El Fear Dearg se rezagó para hablar con nosotros.
– Nunca he visto a un sidhe que fuera capaz de usar el encanto tan bien.
– Eso es adulación viniendo de ti -le dije-. Tu gente es conocida por su habilidad con el encanto.
– Todos los duendes menores son mejores con el encanto que las hadas mayores.
– He visto a un sidhe hacer que la basura pasara por un banquete y hacer que las personas se lo coman -le contesté.
Doyle añadió…
– Y un Fear Dearg necesita una hoja para crear dinero, una galleta para hacer un pastel, un leño para conseguir una bolsa de oro. Tú necesitas algo que se pueda unir al encanto para que funcione.