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– Igual que yo -dije, pensando en eso…-Igual que el sidhe que vi que era capaz de hacerlo.

– Oh, pero hubo un tiempo en que los sidhe podían conjurar castillos por arte de magia, y comida para tentar a cualquier mortal que fuera mera apariencia -dijo el Fear Dearg.

– No he visto… -Entonces me detuve, porque a los sidhe no les gustaba admitir en voz alta que su magia se estaba desvaneciendo. Se consideraba grosero, y si la Reina del Aire y la Oscuridad te oían, el castigo podía ser una bofetada, si tenías suerte, y si no, sangrarías dolorosamente por recordarle que su reino disminuía.

El Fear Dearg dio un pequeño salto, lo que forzó a Frost a retroceder un poco de su posición a mi lado, para no pisar al semiduende. Doyle le gruñó, un gruñido bajo y profundamente retumbante que correspondía al enorme perro negro en el que podía convertirse. Frost avanzó, obligando al Fear Dearg a dar un paso delante para no ser pisoteado.

– Los sidhe siempre han sido mezquinos -dijo él, como si no le molestara en absoluto-, pero tú decías, mi reina, que nunca habías visto un encanto así en los sidhe. No, en tu vida, ¿eh?

La puerta del Fael estaba ahora frente a nosotros. Era toda de cristal y madera, muy pintoresca y anticuada, como si fuera una tienda con décadas a sus espaldas.

– Necesito hablar con uno de los semiduendes -le dije.

– Sobre los asesinatos, ¿eh? -preguntó él.

Por un momento nos quedamos inmóviles, y de repente me encontré detrás de los hombres y sólo podía vislumbrar el borde del abrigo rojo que cubría su cuerpo.

– Oh, eh -dijo el Fear Dearg con una risita-. Pensáis que fui yo. Pensáis que rajé sus gargantas.

– Lo hacemos ahora -dijo Doyle.

El Fear Dearg se rió, y fue la clase de risa que te daría miedo si la oías en la oscuridad. Era la clase de risa que disfrutaba del dolor.

– Podéis hablar con la semiduende que consiguió escapar hasta aquí con el cuento. Estaba repleta de toda clase de detalles. Histérica estaba, balbuceando acerca de los muertos, vestidos como se describía en los cuentos para niños, con flores aferradas en sus manos. -Dejó escapar un sonido asqueado-. Toda hada sabe que ninguna hada de las flores arrancaría una flor y la mataría. Las cuidan.

No había pensado en eso. Él tenía toda la razón. Era un error humano, igual que la puesta en escena de los cadáveres. Algunos duendes podían mantener viva una flor arrancada, pero no era un talento común. A la mayoría de los semiduendes no les gustaban los ramilletes de flores. Olían a muerte.

Quienquiera que fuera nuestro asesino, era humano. Necesitaba informar a Lucy. Pero tuve otra idea. Intenté empujar más allá de Doyle, pero fue como intentar mover una pequeña montaña; podías empujar, pero no conseguías demasiado. Hablé por su lado.

– ¿La semiduende vio los asesinatos?

– No -…y lo que pude ver de la pequeña cara arrugada del Fear Dearg pareció verdaderamente triste… -ella había ido a cuidar las plantas que tenía en la ladera y cuando llegó, la policía ya estaba allí.

– Aún así necesitamos hablar con ella -le dije.

Por un resquicio entre los cuerpos de Doyle y Frost, pude ver que él asintió con la cabeza.

– Está en la parte de atrás con Dobbin tomando algo para calmar sus nervios.

– ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

– Pregúntaselo tú misma. Dijiste que querías hablar con un semiduende, no con ella específicamente. ¿Por qué querías hablar con uno, mi reina?

– Quería advertir a los demás de que podrían estar en peligro.

Él se volvió de manera que un ojo miró fijamente por el hueco que los hombres nos habían dejado. El rabillo de ese ojo negro se curvó hacia arriba, y me di cuenta de que estaba sonriendo abiertamente.

– ¿Desde cuándo le importa una mierda a los sidhes cuántas hadas de las flores se pierden en Los Ángeles? Una docena desaparece cada año debido al exceso de metal y tecnología, pero ninguna Corte del mundo de las hadas las dejará volver ni siquiera para salvar sus vidas. -La gran sonrisa se desvaneció cuando dejó de hablar, pareciendo enojado.

Peleé por no dejar traslucir mi sorpresa. Si lo que él acababa de decir era cierto, yo no lo había sabido.

– Me importa o no estaría aquí.

Él asintió con la cabeza, solemne.

– Espero que te importe, Meredith, hija de Essus, espero que verdaderamente te importe.

Frost se giró, dejando que Doyle mantuviera su completa atención sobre el Fear Dearg. Frost miraba detrás de nosotros y me di cuenta de que teníamos detrás un corrillo de gente formando fila.

– ¿Os importa? -preguntó un hombre.

– Lo siento -dije, y sonreí-. Nos poníamos al día con unos viejos amigos. -Él sonrió antes de poder contenerse, y su voz sonó algo menos irritada cuando dijo… -Bien, ¿podéis poneros al corriente dentro?

– Sí, por supuesto -le contesté. Doyle abrió la puerta, hizo al Fear Dearg pasar primero, y después entramos nosotros.

CAPÍTULO 5

EL FAEL ESTABA TODO FORRADO DE MADERA PULIDA, amorosamente tallada a mano. Sabía que casi toda la carpintería interior había sido recuperada de un viejo salón/bar del Oeste que estaba siendo demolido. La fragancia de algo herbal y un dulce perfume se mezclaban refinadamente con el exquisito aroma del té, y sobre todo ello se percibía el olor del café, tan intenso que podías paladearlo. Justo en ese momento debían de haber molido un poco para algún cliente, ya que Robert siempre insistía en que el café estuviese herméticamente cerrado. Quería mantener su frescor, pero también intentaba que el intenso aroma del café no aplastara la fragancia más suave de sus tés.

Todas las mesas estaban ocupadas, y había personas sentadas en la barra, tomando su té o esperando para ocupar una mesa. Casi había el mismo número de humanos que de duendes, aunque estos últimos eran todos duendes menores. Si dejara caer el encanto habríamos sido los únicos sidhe. No había demasiados sidhe exiliados en Los Ángeles, pero los que estaban aquí veían al Fael como un local para seres inferiores. Había un par de clubes lejos de aquí que atendían a los sidhe y a los aspirantes a sidhe. Ahora que había aclarado la piel de Doyle, sus orejas le señalaban como a un posible aspirante que había conseguido esas orejas puntiagudas gracias a unos implantes, con el fin de parecer un duende. De hecho, había otro hombre alto sentado en una mesa lejana con sus propios implantes. Incluso se había dejado crecer su cabello rubio y lacio. Era guapo, pero había algo en sus anchos hombros que hablaba de muchas horas de gimnasio, y también una aspereza que le señalaba como humano y no como sidhe, como una escultura no lo bastante pulida.

El rubio aspirante a duende clavó su mirada en nosotros. La mayor parte de los clientes nos había mirado al entrar, pero luego la mayoría apartó la mirada. El rubio nos seguía mirando fijamente por encima del borde de su taza de té, y no me gustó tal nivel de atención. Era demasiado humano para ver a través de nuestro encanto, pero no me gustaba él. No estaba segura del por qué. Era casi como si le hubiera visto antes en alguna parte, o como si tuviera que conocerle. Era simplemente una sensación molesta. Probablemente sólo estaba siendo quisquillosa. Los escenarios homicidas consiguen eso a veces, te hacen ver tipos malos por todas partes.

Doyle me tocó el brazo.

– ¿Qué va mal? -Murmuró contra mi pelo.

– Nada. Sólo pensé que reconocía a alguien.

– ¿Al rubio de los implantes? -preguntó.

– Hm… hm… -dije, sin mover los labios, porque realmente no me gustaba cómo nos estaba mirando.

– Qué amable por vuestra parte uniros a nosotros en esta bonita mañana. -Era una voz fuerte y cordial, lista para saludarte y hacerte sentir feliz por haber venido. Robert Thrasher estaba detrás de la barra sacando brillo a la madera con un paño blanco y limpio. Nos sonreía, con toda su atractiva cara color avellana. Había dejado que la cirugía moderna le proporcionara una nariz, y le construyera pómulos y una graciosa barbilla, aunque pequeña. Era alto para ser un brownie, casi de mi misma altura, pero era de esqueleto pequeño, y el doctor que había remodelado su cara lo había tenido en cuenta, de forma que si tú no sabías que él había nacido con dos agujeros por nariz y una cara más parecida a la de un Fear Dearg que a la de un humano, nunca habrías supuesto que no había sido este hombre apuesto desde que nació.