Feehan Christine
Depredador Oscuro
Carpatos 22
CAPITULO 1
El humo quemó sus pulmones. Este se elevó a su alrededor en rugientes ondas, alimentadas por los numerosos fuegos en la selva circundante. Había sido una larga, y reñida batalla, pero había terminado, y él lo había hecho. La mayor parte de la casa principal había desaparecido, pero ellos habían logrado salvar las casas de las personas que les servían. Pocas vidas se habían perdido, pero cada una fue lamentada – pero no por él. Miró fijamente las llamas con ojos huecos. No sintió nada. Él miró las caras de los muertos, los hombres honorables que habían servido bien a su familia, vio a sus viudas llorosas y a sus niños que gritaban y él no sintió – nada.
Zacarías de La Cruz hizo una pausa, apenas un momento para examinar el campo de batalla. Donde antes la selva había sido exuberante, árboles que llegaban a las nubes, el hogar de la vida silvestre, ahora había llamas que llegaban hasta el cielo y humo negro manchando el cielo. El olor de la sangre era abrumador; cuerpos muertos, destrozados que miraban fijamente con ojos ciegos el cielo oscuro. La visión no lo movió. Él examinó todo-como a distancia-con una mirada despiadada.
No importaba donde, o en cual siglo, la escena era siempre la misma, y durante los largos y oscuros años, él había visto tantos campos de batalla que había perdido la cuenta. Tanta muerte. Tanta brutalidad. Tanta matanza. Tanta destrucción. Y él estaba siempre justo en el medio de ella, un torbellino, un oscuro depredador, sin piedad, despiadado e implacable.
La sangre y la muerte fueron selladas en sus mismos huesos. Él había ejecutado a tantos enemigos de su pueblo durante cientos de siglos, él no sabría como existir sin la caza – o la matanza. No había otra forma de vida para él. Él era el depredador puro y había reconocido aquel hecho hacía mucho tiempo – como a cualquiera que se atreviera a acercarse a él.
Él era un cazador Cárpato legendario, de una especie de gente casi extinta, viviendo en un mundo moderno, cumpliendo con las viejas maneras del honor y el deber. Su clase gobernó la noche, dormía durante el día y necesitaba sangre para sobrevivir. Casi inmortales, vivían largas existencias, solos, el color y emoción se descoloraban hasta que solamente el honor los mantenían en la trayectoria elegida buscando a la mujer que podría completarlos y restaurar el color y la emoción. Muchos se rindieron, matando mientras se alimentaban para -apenas sentir algo-convirtiéndose en el más vil, la criatura más peligrosa conocida – El Vampiro. Igual de brutal y violento como los no muertos, Zacarías De La Cruz era un amo cazándolos.
La sangre corría sin cesar de sus numerosas heridas, y el ácido venenoso lo quemaba hasta sus huesos, pero él sintió que la calma se escabullía dentro de él, cuando se volteó y empezó a andar silenciosamente alejándose. Los fuegos rabiaron, pero sus hermanos podrían extinguirlos. La sangre ácida del ataque de vampiro empapaba la tierra que con un gemido, protestaba, pero otra vez, sus hermanos buscarían aquel veneno vil y lo erradicarían.
Su viaje duro, brutal había terminado. Finalmente. Más de mil años viviendo en un mundo vacío, gris, él había logrado todo que se había propuesto hacer. Sus hermanos estaban a salvo. Cada uno de ellos tenía una mujer que los completaba. Eran felices y saludables, y él había eliminado la peor amenaza para ellos. Para el momento en que sus enemigos se multiplicaran de nuevo, sus hermanos serían aún más fuertes. Ellos no necesitaban más su dirección o protección. El era libre.
¡Zacarías! Usted necesita curación. Y sangre.
Era una voz femenina. Solange, la compañera de Dominic, su mejor amigo, con su pura sangre real, cambió sus vidas para siempre. Él estaba condenado, era demasiado viejo, demasiado apegado a sus maneras, y oh, tan cansado de hacer siempre el tipo de cambios que se requerían para seguir viviendo en este siglo. Se había hecho anticuado como los guerreros medievales de hace tiempo. El sabor de la libertad era metálico, cobrizo, su sangre fluyendo, la esencia misma de la vida.
"Zacarías, por favor." Hubo un temblor en su voz, que debería haberlo afectado, pero no lo hizo. No sentía como los demás podían. No se balanceaba entre la compasión, el amor o ternura. No tenía un lado más amable, más apacible. Él era un asesino. Y su tiempo había terminado.
La sangre de Solange era un regalo increíble para su gente; él reconoció eso incluso aunque él lo rechazara. Su consumición le dio a los Cárpatos la capacidad de caminar bajo el sol. Los Cárpatos eran vulnerables durante las horas de luz del día-especial él. Cuanto más depredador, más asesino, más la luz del sol era un enemigo. La mayor parte de su gente lo consideraba como el guerrero Cárpato que caminaba al borde de la oscuridad, y él sabía que era cierto. La sangre de Solange le había dado esa última y definitiva razón para liberarlo de su oscura existencia.
Zacarías tomó otra bocanada de aire lleno de humo y siguió caminando, lejos de todos ellos sin mirar hacia atrás o reconocer la oferta de Solange.
Él oyó a sus hermanos que le llamaba alarmados, pero él siguió caminando, cogiendo el paso. La libertad estaba lejos y él tenía que llegar. Lo había sabido, cuando arranco el corazón del último de los vampiros atacantes que habían tratado de destruir a su familia, que sólo había un lugar al que quería ir. No tenía sentido, pero eso no importaba. Él iba.
"Zacarías, detente".
Alzó la vista cuando sus hermanos cayeron del cielo, formando una pared sólida frente a él. Los cuatro. Riordan, el más joven. Manolito, Nicolás y Rafael. Eran hombres buenos y casi podía sentir su amor por ellos, -tan difícil de alcanzar- tan fuera de su alcance. Le cerraron el paso, bloqueando su objetivo, y nada, ni nadie- jamás – le permitió meterse entre él y lo que quería. Un gruñido retumbó en su pecho. El suelo se estremeció bajo sus pies. Ellos intercambiaron una mirada inquieta, el temor brillando en sus ojos.
Esa mirada de miedo tan intenso de su propio hermano debería haberlo detenido, pero no sentía nada. Él les había enseñado a estos cuatro hombres las destrezas de la lucha, sus habilidades de supervivencia. Había luchado junto a ellos durante siglos. Los había cuidado. Guiado. Una vez incluso tuvo recuerdos de su amor por ellos. Ahora que él podía hacer caso omiso de su responsabilidad- no quedaba nada. Ni siquiera los recuerdos borrosos para sostenerlo. No podía recordar el amor o la risa. Sólo la muerte y el asesinato.
"Muévanse". Una palabra. Una orden. Él esperaba que ellos obedecieran como todos lo obedecían. Había adquirido riqueza inimaginable en sus largos años de vida y en los últimos siglos no hubo una vez que tuviera que comprar su camino dentro o fuera de algo. Una palabra suya bastaba y el mundo temblaba y se apartaba de sus deseos.
A regañadientes, demasiado lento para su gusto, se separaron para permitir que pasara.
"No hagas esto, Zacarías", dijo Nicolás. "No te vayas".
"Por lo menos sana tus heridas", añadió Rafael.
"Y aliméntate," presionó Manolito. "Tienes que alimentarte".
Él se dio la vuelta y ellos perdieron terreno, el miedo deslizándose en sus los ojos y sabía que tenía razón para tener miedo. Los siglos lo habían convertido en un violento y afilado depredador-una brutal máquina de matar. Había pocos que lo igualaran en el mundo. Y caminaba al borde de la locura.
Sus hermanos eran grandes cazadores, pero para matarlo requerirían de considerables habilidades y ninguna duda. Todos ellos tenían compañeras. Tenían emociones. Amaban. Él no sentía nada y tenía la ventaja.
Él ya se había despedido, había dejado su mundo, desde el momento que les dio la espalda y se había permitido la libertad de dejar de lado sus responsabilidades. Sin embargo, sus caras talladas con líneas profundas de dolor lo detuvieron por un momento.