Zacarías se estiró sobre la tierra, boca arriba, su cabeza girada para ver a Margarita mientras caminaba hacia él. Ahora la luz del sol penetraba su ropa y tocado su piel como un millón de agujas diminutas que perforaban su carne. Torres diminutas de humo comenzaron a elevarse de su cuerpo mientras la combustión comenzaba. Él no podía moverse, pero él no quería hacerlo. Ella era hermosa. Fresca. Inocente. La alegría lo llenaba profundamente a pesar del dolor creciente. Él mantenía sus ojos abiertos, queriendo – no – necesitando ver a Margarita montar para que estuviera en su corazón cuando entrara en su siguiente vida.
Quizás él la miró demasiado estrechamente, su mirada dibujando la suya, o tal vez el comportamiento extraño de los animales y de los insectos la alertaron, pero ella giró su cabeza y su mirada se encontró con suya. La vio jadear y apretar repentinamente sus rodillas sobre el caballo, instándolo a seguir.
¡No! quédate atrás. No te acerques a mí. Permanece en tu sitio da la vuelta a tu caballo y vete.
Si hubo una pequeña vacilación que indicara que las palabras se habían forzado en su mente, él no lo captó. El caballo salto sobre la valla y cuando comenzó a temblar de miedo, ella paró el animal y desmontó. El Paso pateó la tierra y ella envió al caballo una mirada con el ceño fruncido, luego agitó la mano hacia el corral. Inmediatamente el peruano Caballo de Paso corrió hacia la valla, la saltó limpiamente y se unió a los otros caballos en una esquina lejana.
Margarita se acercó a él cautelosamente, del modo en que ella podría acercarse a un animal arrinconado, salvaje, con la mano extendida, la palma hacia él, moviendo sus labios silenciosamente como si ella no se hubiera acostumbrado suficiente al hecho que ya no podía hablar. El calor inundó su mente, un bálsamo calmante que le dijo que ella no le haría ningún daño.
Luchó para moverse, pero la maldición del sol estaba sobre él. Ella se acercó, su sombra cerniéndose sobre él, su cuerpo bloqueando la salida del sol. Sus ojos eran oscuros y ricos, mirándolo con una mezcla de miedo y alarma por él.
Déjame. Vete ahora.
Él empujó la orden en su cabeza, enviando la impresión de un gruñido, de un comando absoluto.
Margarita se agachó a su lado, tocando su brazo que humeaba, frunciendo el ceño por la preocupación y después alejando su mano, soplando con la punta de sus dedos.
Es mi elección. Déjeme morir. Él no tenía ninguna idea si sus órdenes penetraran. Ella no parpadeó ni lo miró como si lo oyera.
Había sido entrenada desde su nacimiento para obedecer a los miembros de su familia. Seguramente no lo desafiaría. Ella sabía con qué facilidad un cazador de los Cárpatos cerca del borde de la locura podría convertirse en vampiro. Los no-muertos le habían arrancado su garganta. Sintió su mano temblar contra el calor de su brazo. Ella tuvo que haberse quemado los dedos al tocar su piel. Se centró en ella y empujó en su mente con una compulsión para que lo dejara. Había demasiada compasión en ella, era demasiada atrevida al desobedecer a un ser tan poderoso como él.
Su compulsión cayó contra una mente que apenas podía entender. No fue como si encontrara obstáculos-era como si sus técnicas, simplemente se disiparan como el humo.
Se sacó su corta y suave chaqueta, y la arrojó sobre su cabeza, cubriéndole el rostro y los ojos. Él sintió que le tomaba su muñeca y comenzaba a tirar de él a través de los pastos mojados. A su paso las hojas de hierba se volvían marrón. Oyó el siseo del aire al salir de sus pulmones y sabía que su mano se estaba quemando, pero ella no se detuvo.
Por primera vez en los largos siglos una rabia profunda se enrolló y ardió en su vientre, que alguien se atreviera a desafiar sus órdenes directas. Ella no tenía ningún derecho. Lo sabía mejor que nadie. Nadie le desafió, ciertamente, no un ser humano, y definitivamente no una mujer. Y no uno de los siervos de una familia a la que le había dado toda su protección y riqueza más allá de lo imaginable.
Había escogido la muerte. Se había preparado. Estaba contento con su decisión-abrazado su elección. Esta era la peor clase de traición.
Usted se arrepentirá de su desobediencia, le prometió.
Margarita lo ignoró o no lo oyó. Honestamente no sabía qué, ni le importaba. Ella tendría que pagar. Rocas se clavaban en su espalda, y luego la protuberancia de la madera cuando ella logró meterlo en el establo. El sol dejó de quemarlo vivo, aunque el cosquilleo de las agujas todavía penetraban su piel.
Hábilmente le rodó en una lona, sin quitarle la chaqueta de su cara. Incluso le metió los brazos sobre el pecho antes de rodarlo. Se sentía como un bebé indefenso. La indignidad de la misma, lo malo de sus acciones despertó algo monstruoso en él. Se retiró como el animal salvaje que era, en espera de su momento-y habría un momento. Había conocido el miedo cuando un vampiro le arrancó su garganta, pero no sería nada en comparación con el terror que la venganza de Zacarías de la Cruz le arrancaría por sus pecados.
Ella trató de enganchar la lona a uno de los caballos, él sabía por el olor y por teclear de los cascos que el animal protestó por su proximidad. Él podría haberle dicho que ningún caballo le permitiría hacerlo en su presencia, pero se mantuvo quieto, ahora solamente esperando el resultado de su error. La falta de la fuerza del caballo no la disuadió. Él oyó el sonido de sus pasos y luego cuando comenzó a tirar de la lona ella misma. Él sabía que estaba sola por el sonido de su aliento reventado de sus pulmones que se repetían en pequeños jadeos.
Él encontró significativo que ella no pidiera ayuda. Un grito-bien, ella no podría gritar-pero debía tener una manera de atraer la atención. Los varones que trabajaban en el rancho vendría a su ayuda si ella les avisaba, pero debe haber sabido que él les ordenaría que le permitieran morir-y ellos obedecerían. La feroz quemadura en su vientre creció más ardiente, lo bastante caliente por algunos momentos para que él pensara que se estaba quemado a través de su piel sus órganos internos.
Él no podría ver nada, pero sentía cada golpe de las rocas y el resplandor feroz del sol mientras ella lo arrastraba del establo a la casa de rancho. El calor abrasador era asombrosamente eficaz, expulsando todos los pensamientos sanos hasta que él quiso gritar de agonía. Vino gradualmente, un proceso lento de carbonización que se filtraba a través de su piel y el tejido óseo.
Zacarías trató de apagar el dolor como lo había hecho durante siglos, pero la quemadura del implacable sol era algo que no podía compartimentar cuando presentaba tantas otras heridas. Incluso con la lona envuelta a su alrededor, sintió el fuego penetrante como flechas ardientes que picaban su cuerpo. El calor hervía su sangre y las llamas lamían en su interior. No podía gritar, protestar, o hacer otra cosa que ser arrastrados por el patio de lo que presumía era la casa del rancho.
Margarita resopló fuerte cuando tomó su peso completo encima de los dos escalones que llevan adentro. En el momento en que estuvo dentro de los frescos y gruesos muros, dejó caer el arnés y se precipitó en la habitación. Podía oírla tirar de las cortinas gruesas del lugar, cubriendo las ventanas.
Usted va a sufrir como nadie más ha sufrido por su desobediencia, prometió, empujando las palabras en su cerebro.
Una vez más tuvo la impresión de que sus palabras caían por unas grietas, como si ella no pudiera comprender lo que le había dicho, pero eso no importaba. Él esperó a que con mucho cuidado, desenrollara la lona y cuando los bordes se abrieron, le espetó con sus oscuros ojos abiertos y trabó su mirada con la de ella. Un silbido largo y lento se escapó, una promesa de una represalia brutal, y no hubo duda alguna de su significado.