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—¿Qué buscas? —le pregunté.

—El gamo —respondió.

—¡Pero si se ha marchado!

—No —dijo con seguridad—. Le he dado en la cabeza.

Por mi parte, me puse a buscar a la bestia abatida, sin darle demasiado crédito a la afirmación del gold,que me parecía errónea. Pero, al cabo de diez minutos, nos encontramos al gamo, cuya cabeza estaba, en efecto, perforada por la bala. Dersu lo colocó sobre sus espaldas y regresó lentamente al camino. Era ya la hora del crepúsculo cuando volvimos al campamento.

Cerca de la corriente de agua se levantaba la masa sombría del bosque, cuyos árboles se parecían tanto que no se podía distinguirlos. El resplandor de nuestra hoguera brillaba a través del follaje. La noche era calma y fresca. Escuchamos en la vecindad una bandada de patos que se posaba ruidosamente sobre el agua, y pudimos reconocer por su vuelo que eran cercetas.

Después de cenar, Dersu y Olenetiev se ocuparon de desollar el gamo.

Al día siguiente, nos levantamos bastante pronto e hicimos un alto para ordenar nuestros efectos a bordo y poder continuar, siguiendo el curso del Lefu. A medida que avanzábamos, el río se hacía cada vez más sinuoso. Sus «traveses» (palabra que los indígenas dan a los meandros) describen círculos casi enteros, retroceden y se vuelven a desviar de nuevo, sin dejar correr el río siquiera un poco en línea. No es nada fácil localizar el lecho principal del Lefu en el dédalo de sus diversos canales.

La corriente se hacía gradualmente más lenta. Las pértigas de las que se servían mis dos soldados para hacer avanzar la embarcación, una vez apoyadas contra el fondo, se deslizaban a menudo hasta el punto de escapar de las manos de los improvisados bateleros. Por otra parte, la profundidad del agua es muy desigual en este sector del Lefu. Tan pronto nuestra canoa chocaba con bancos, como pasábamos por lugares tan profundos que la pértiga se hundía casi entera en la corriente.

El suelo de los dos ríos es bastante sólido en las cercanías inmediatas a la corriente del agua pero es suficiente apartarse un poco para atascarse en seguida en el pantano. Hacia la noche, llegamos cerca del río Tchernigovka e instalamos nuestro campo sobre un istmo estrecho que lo enlaza con un antiguo canal.

Ese día, el vuelo masivo de los pájaros era particularmente numeroso. Algunos patos abatidos por Olenetiev nos proporcionaron una cena excelente. Cuando sobrevino la oscuridad, todos los pájaros interrumpieron su viaje y la calma se estableció súbitamente en los alrededores. Se hubiera creído que en estas estepas faltaba toda clase de vida. Sin embargo, no había ni un pequeño lago, ni un charco de agua, ni un brazo de río, donde no hubiesen descendido por la noche bandadas de cisnes, de somormujos (cuervos marinos), patos y otros pájaros acuáticos.

Al día siguiente, por pura casualidad, nos despertamos muy pronto. Desde el alba, los pájaros se elevaron en el aire y prosiguieron con gritos sonoros su camino hacia el sur. Los gansos se elevaron primero; después, cada uno a su turno, partieron los cisnes, los patos y, en fin, todas las otras aves migratorias. Al principio, se mantenían a poca altura, pero a medida que aumentaba la luz, se elevaban a regiones más altas.

El río se dividió en gran número de brazos, muchos de ellos de una longitud de varios kilómetros. Estos canales formaban a su vez ramificaciones y pequeños cursos de agua subsidiarios. Todo esto representa un laberinto que se extiende a los dos lados del lecho principal; si se abandona éste para adentrarse en un canal lateral, con la ilusión de ganar tiempo, es muy fácil perderse.

También seguíamos el curso central, no abandonándolo más que cuando era indispensable, y sólo para volver a tomarlo en la primera ocasión. Estos canales cubiertos de cañas de todas clases, cubrían completamente nuestra embarcación. Avanzábamos lentamente, y a veces algunos pájaros se acercaban a nosotros hasta una distancia inferior al alcance de un tiro de fusil. De vez en cuando nos parábamos para observarlos largamente. Así, alcancé a ver un alcaraván. Con sus plumas de un gris amarillento, su pico amarillo tirando a rojizo, ojos y patas igualmente amarillas, este pájaro tiene un aspecto francamente desagradable. Sombrío y encorvado, se paseaba por la arena, persiguiendo sin tregua a una becada siberiana, tan ágil como ligera. La becada volaba a veces a poca distancia. Pero cuando se posaba en tierra, su adversario se volvía lentamente hacia ella, aceleraba súbitamente el paso al mismo tiempo que se aproximaba y trataba de atacarla con su pico puntiagudo. Tan pronto como el alcaraván percibió nuestro barco, se escondió en la hierba, estiró el cuello y quedó inmóvil, con la cabeza levantada en el aire. Cuando nos aproximamos, Martchenko apuntó y tiró sobre él; pero falló el tiro, si bien su bala rozó al pájaro tan de cerca que alcanzó a las cañas de los bordes. El alcaraván no acertó siquiera a moverse.

Dersu se puso a reír:

—Es un hombre muy maligno —hizo notar—. No hace más que gastar esta clase de bromas.

De hecho, ya no se percibía en absoluto al palmípedo. La hierba parecía haberse tragado las plumas coloreadas y el pico rígido y enhiesto.

A continuación, contemplamos otra escena. Un martín pescador estaba instalado, completamente solo, en la rama de un zarzal de la orilla. Este pájaro, de cabeza gruesa y gran pico, tenía el aire de estar durmiendo. Pero, de repente, se arrojó al agua y reapareció en la superficie, llevando en el pico un pescadito. Después de tragar su presa, se volvió a colocar sobre su rama y se adormeció de nuevo. Cuando escuchó en la proximidad el ruido que hacía nuestra embarcación, pegó un grito y se fue a lo largo del río, haciendo centellear el azul resplandeciente de sus plumas. A cierta distancia, se posó sobre otro zarzal, pero un meandro del río nos lo hizo perder de vista.

Encontramos también gallinas de agua negras, pájaros nadadores, cuyos pies, en forma de zancos, les permitían marchar fácilmente sobre las hojas de las plantas acuáticas. Por el contrario, en el aire, parecían perdidos, como si no estuviera allí su elemento natural. Durante el vuelo, agitaban curiosamente sus largas patas, como si acabasen de abandonar su nido y no hubieran aprendido todavía a moverse bien en el aire.

Sobre algunos charcos de agua se percibían somormujos, con las orejas separadas y collares de plumaje multicolor. Estos pájaros no volaban, sino que trataban de esconderse en la hierba para sumergirse.

El tiempo nos era favorable: una de esas jornadas cálidas de otoño, muy frecuentes en octubre en la región del bajo Ussuri. No había una sola nube en el cielo claro y la brisa del oeste era muy ligera. Pero este tiempo, siempre engañoso, viene a menudo seguido de un viento frío. Cuanto más prolongada es la calma, se anuncia más seguro un cambio decisivo.

Ese día, pudimos observar en el oriente un curioso fenómeno atmosférico: la aparición de un sector sombreado de tierra. La luz vespertina desplegaba sus colores de un esplendor especial; al principio pálida, se convirtió después en esmeralda. A continuación, dos rayos de un amarillo claro emergieron del horizonte y subieron en columnas separadas sobre este fondo verde. Al cabo de algunos minutos desaparecieron, mientras que el verde del crepúsculo se transformaba en naranja y después en rojo. En el fondo, el horizonte escarlata se oscureció como bajo el efecto de una humareda. En el momento de acostarnos, un sector sombreado de la tierra apareció en el este, envolviendo el horizonte de norte a sur. El borde exterior de esta sombra era púrpura y el sector entero subía a medida que declinaba el sol. Así, esta banda escarlata se confundió bien pronto con el rojo del sol poniente y, a continuación, se hizo noche cerrada.