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Dersu me hizo observar los pájaros. Su migración tranquila se había transformado en una huida precipitada. Empleando el lenguaje de los cazadores, avanzaban ahora «en oleadas», pero de forma desordenada. Viniendo a nuestro encuentro, parecían inmensos dragones de tiempos legendarios. No se les veían ya ni las patas ni la cola; sólo una masa informe que se acercaba batiendo sus largas alas, con una rapidez increíble. Cuando nos percibían, los pájaros se elevaban de golpe, pero tan pronto como el peligro había pasado, volvían a formar sus filas y a descender más cerca de la tierra.

Hacia mediodía, llegamos al lago. Este mar de agua dulce —el lago de Janka tiene 95 kilómetros de largo y una superficie de 2.400 kilómetros cuadrados— tenía en ese momento un aspecto amenazante. Sus aguas hervían como en una caldera. Después de nuestra larga marcha por los pantanos herbáceos, el aspecto de esta gran superficie libre era muy agradable. Me senté sobre la arena para contemplar el agua. Las olas tienen un atractivo especial; se pueden pasar horas enteras viéndolas romper contra la orilla. El lago estaba desierto; no se percibía ninguna vela ni ninguna especie de barco.

Erramos junto a la orilla alrededor de una hora, abatiendo algunos pájaros.

—Los patos han cesado su vuelo —gritó el gold.

De hecho, el vuelo de los pájaros había cesado de golpe. La bruma negra que velaba el horizonte se levantó súbitamente. Ya no se veía más el sol. Nubes aisladas, de un color blanquecino, parecían perseguirse a través del cielo sombrío. Sus bordes rasgados pendían como trapos, como andrajos de algodón gris.

—Capitán, tenemos que regresar rápidamente —dijo Dersu—. Tengo un poco de miedo.

Debíamos, en efecto, pensar en el regreso al campamento. Nos reajustamos rápidamente el calzado antes de volver sobre nuestros pasos. Cuando llegué de nuevo a los grandes juncos, me volví para echar una última ojeada sobre el lago. Sacudido de una orilla a la otra, proyectaba una espuma amarillenta.

—El agua sube —notó Dersu observando la orilla.

Tenía razón; el viento impetuoso había empujado las aguas del lago hacia la desembocadura del Lefu, y el río se desbordaba e inundaba la llanura. Llegamos a un ancho brazo del río que nos impidió el camino. Yo no creí reconocer este lugar; Dersu no pudo tampoco. Me detuve para reflexionar un poco y volví hacia la izquierda. Pero como el canal hacía una curva para seguir en otra dirección, lo abandonamos para avanzar directamente hacia el sur. Unos minutos más tarde nos encontramos con un pantano, así que regresamos pronto al canal. Por otra parte, también tuvimos que abandonar éste sin tardar, marchando ahora hacia la derecha. Eso nos llevó a otro brazo, que vadeamos. Después fuimos hacia el este para llegar bien pronto a una verdadera hondonada pantanosa. Por fin, encontramos una banda estrecha de terreno seco, formando una especie de puente a través del aguazal. Tanteando el suelo con nuestros pies, recorrimos prudentemente más de quinientos metros y llegamos a un espacio menos húmedo, pero siempre cubierto de hierbas espesas. El pantano parecía franqueado definitivamente.

Miré mi reloj. Eran alrededor de las cuatro de la tarde, pero el crepúsculo parecía haber llegado ya. Nubes pesadas y muy bajas, corrían rápidamente hacia el sur. De acuerdo con mis cálculos, no nos quedaban más que dos kilómetros y medio para volver a nuestro campamento al borde del río. Una colina aislada, situada frente a frente del campo, nos servía de punto de referencia. De este modo, era imposible perdernos; a lo único que nos exponíamos era a un retraso. Pero de improviso nos encontramos frente a un lago importante. Cuando quisimos rodearlo, resultó bastante largo. Tomando a la izquierda, hicimos alrededor de ciento cincuenta pasos y llegamos a otro brazo del río, cuyo curso formaba un ángulo recto con el lago. Entonces, elegimos otra dirección y volvimos a encontrar pronto el pantano infranqueable. Me decidí a intentar la posibilidad, marchando otra vez a la derecha. Pero el agua no tardó en empapar nuestros zapatos y no vimos frente a nosotros más que grandes charcos.

Era evidente que nos habíamos perdido. Como la situación se agravaba, propuse al goldvolver sobre nuestros pasos, a la busca del istmo que nos había llevado a esta isla. Dersu consintió, pero nos fue imposible, deshaciendo el camino, encontrar nuestro istmo.

El viento se apaciguó súbitamente. De lejos, escuchábamos siempre el rugido del gran lago. Oscurecía, y los copos de nieve se pusieron a revolotear por el aire. La calma no duró más que algunos momentos, seguida de una ráfaga repentina. La nieve cayó más fuerte.

—Tendremos que pasar la noche aquí —fue mi reflexión; pero me acordé al instante de que en esta isla no había leña, ni arbustos, nada más que agua y hierba. Aquello me dio escalofríos.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté a Dersu.

—Tengo mucho miedo —respondió.

Sólo entonces comprendí toda la gravedad de nuestra situación. Íbamos a quedarnos toda la noche, con la tempestad, en medio de esos pantanos, sin fuego y sin ropa abrigada. No tuve otra esperanza que Dersu, viendo en él la única posibilidad de salvación.

—Escucha, capitán —me dijo—, ¡escúchame bien! Tenemos que actuar rápidamente; si no, es la muerte. Hay que cortar pronto la hierba.

No le pregunté para qué podía servir aquello. Escuché sólo esta orden:

—¡Pronto, a cortar la hierba!

Sacando rápidamente todas nuestras armas y municiones, nos pusimos febrilmente a la tarea. Pero mientras yo recogía un puñado que cabía en una mano, Dersu recogía más del doble de esa cantidad. El viento soplaba por ráfagas, con una violencia que nos permitía apenas permanecer de pie. Mis ropas comenzaron a helarse. Cuando depositamos en tierra la hierba recogida, la nieve la recubrió enseguida. El goldme prohibió cortar hierba en ciertos lugares. Se enfadaba mucho cuando yo no le obedecía al momento.

—¡No entiendes nada! —gritó—. A ti te corresponde obedecer y trabajar. Yo sé lo que quiero.

Dersu se apoderó de nuestras bandoleras y de su cinturón de cuero. Yo le di también cuerdas que encontré en mi bolsillo y él escondió todo eso en su pecho. La oscuridad y el frío no cesaban de aumentar. A pesar de la capa de nieve, se podía todavía distinguir ciertas cosas en la tierra. Dersu se movía a una velocidad sorprendente. Su voz tomaba a veces tonos asustados e indignados. Eso me hacía volver a tomar mi cuchillo y ponerme de nuevo al trabajo hasta el agotamiento. La nieve que cubría mi camisa comenzó a fundirse y sentí los hilillos de agua fría correr a lo largo de mi espalda. Creo que pasamos más de una hora cortando así la hierba. El viento penetrante y la nieve punzante me azotaban terriblemente el rostro. Mis manos estaban heladas. Trataba de recalentarlas con mi aliento y dejé caer mi cuchillo. Notando que cesaba de trabajar. Dersu me gritó de nuevo:

—¡Capitán, manos a la obra! Tengo mucho miedo. La muerte se aproxima.

Como yo objeté que había perdido mi cuchillo, me gritó todavía, esforzándose en dominar con su voz el ruido del viento:

—¡Arranca la hierba con las manos!