Al llegar a suelo firme, el destacamento hizo un alto. Después costearon las vertientes, subiendo lentamente hacia un collado. Como consecuencia de un contratiempo fortuito, nuestros caballos se quedaron atrás, mientras que nosotros avanzábamos hasta un prado donde se encontraba una vieja fanzaderruida. Nos detuvimos allí, sentándonos sobre unas piedras mientras esperábamos a los caballos. De repente, algo así como una cinta larga y oscura apareció no lejos de nosotros. Los tiradores se alarmaron. Era un gran reptil que se deslizaba sobre la hierba hacia la maleza. Los soldados corrieron por los dos costados de la serpiente sin osar acercársele, espantados por sus dimensiones. Al cabo de un minuto, el reptil llegó hasta un árbol derribado y se escondió en él. Era un tronco hueco y podrido. Alguien tomó un palo y lo hundió en la abertura. Como respuesta, escuchamos un zumbido de insectos y vimos en seguida que salían abejorros por la abertura. O sea que tenían allí su guarida. Pero, ¿por dónde había desaparecido la serpiente? ¿Había ido a hacer una visita a los abejorros? ¿Cómo podía ser que no se hubiesen agitado en esta ocasión, como acababan de hacerlo cuando se hundió el palo en el tronco?
Aquello interesaba a todo nuestro grupo. Los soldados se pusieron a partir el árbol. Como estaba podrido, cayó fácilmente en pedazos. Cuando estuvo abierto, descubrimos la serpiente, que se enroscaba lentamente y trataba de esconderse entre los despojos del árbol; pero esto no pudo salvarla. Se le cortó la cabeza de un golpe de hacha y se la sacó fuera. Era uno de esos ofidios llamados pythons schrenk,una especie de culebra muy grande.
El reptil medía un metro noventa.
El hueco del árbol, estrecho al principio, se ensanchaba un poco hacia el fondo. Plumones de pájaro, mechones de pelo, hierba fina y seca y, además, la piel que había quedado después de la muda de la serpiente, probaban que su guarida estaba ciertamente allí, mientras que la de los abejorros se encontraba un poco separada, más cerca de la abertura. Cada vez que el reptil abandonaba el árbol o volvía a entrar, pasaba al lado de los insectos. Estos y el ofidio hacían evidentemente buena sociedad y en modo alguno chocaban entre sí.
Los soldados miraban el pythoncon interés:
—Hay alguna cosa dentro —dijo uno de ellos. En efecto, el vientre de la serpiente estaba muy hinchado. Con asombro comprobamos que en su interior había una becada bastante grande con su largo pico. ¿Cómo había podido el ofidio tragar este pájaro sin estrangularse?
Los goldscuentan que esta culebra del Ussuri es generalmente una gran cazadora de pájaros. Según estos indígenas, el reptil monta en lo alto de los árboles para atacar a los pájaros instalados en sus nidos. Naturalmente, eso le resulta más fácil si el nido se encuentra en un hueco. Pero, ¿cómo se las arregla para atrapar un pájaro en vuelo o en carrera, o para tragar una becada cuyo gran pico debería serle una seria traba?
Ocupados en esta caza, no nos habíamos dado cuenta de la aparición de una gran nube. Súbitamente se hizo la oscuridad y obligó a nuestros hombres a volver a sus caballos. Los goldsque nos acompañaban afirmaron que en las proximidades había dos famaschinas donde podríamos abrigarnos contra el mal tiempo.
La nube avanzaba rápidamente. Su borde más próximo, de un gris blancuzco, parecía remolinear ligeramente; nubes sueltas que corrían a sus lados daban la impresión de disputarle la velocidad del movimiento. No pudimos esquivar la tormenta. Apenas habíamos reanudado el camino cuando comenzó a llover. Primero fueron gruesas gotas; después, se desencadenó el aguacero. Normalmente, estas fuertes lluvias no duran mucho tiempo. Pero en la región del Ussuri es muy diferente; como si fuera hecho a propósito, son precisamente las lluvias prolongadas las que comienzan por una tormenta. Esta fue también nuestra experiencia: pasada la tormenta, el sol no quiso reaparecer. El cielo se cubrió hasta el horizonte de pesadas nubes en forma de cúmulos, que vertieron una lluvia fina y abundante. No tuvo ya ningún objeto apresurarse hacia las famas.Hombres y caballos lo comprendieron todos a una. Por lo demás, estas chozas chinas estaban apartadas, detrás de una corriente de agua, y hubiera sido necesario hacer un gran rodeo para llegar hasta ellas. Así que decidimos ir directamente al pueblo de los viejos creyentes rusos.
No había que contar con que el tiempo se aclarase. El viento se añadió a la lluvia, y a su vez surgió la niebla. Cubriendo las alturas, descendía a veces al valle para remontarse poco después, lo que reforzaba más aún la lluvia. El torrente, habitualmente insignificante, en este momento se desbordaba y tomaba un aspecto amenazador. Sus aguas penetraban en el bosque. Los hombres atravesaban sin demasiada dificultad los lugares sumergidos, pero los caballos sufrían, marchando al azar y cayendo en hoyos profundos.
Llegados por fin a la linde del bosque, vimos extenderse una gran llanura detrás de la cual se resguardaba la aldea de Zagornaya. Pero este pueblo no era de fácil acceso. El puente que los viejos creyentes habían construido sobre el río estaba hundido en el agua. Nos costó dos horas repararlo. Nadie prestaba ya atención a la lluvia y tomamos todos una buena ducha.
Tras haber logrado salvar este obstáculo, hicimos nuestra entrada en el pueblo, compuesto de ocho casas. Primero, divisamos un rostro de mujer en una de las ventanas; después, un hombre apareció en el camino. Era el starostade la comunidad. Cuando supo quiénes éramos y adonde íbamos, nos invitó a su casa y nos ofreció su albergue. Los cosacos, completamente empapados, no deseaban otra cosa que desensillar sus caballos y encontrar un resguardo.
En la casa del starosta,los suelos estaban lavados cuidadosamente, los techos bien pulidos y las paredes debidamente calafateadas. Al desnudarnos, no pudimos menos de ensuciar aquel interior, lo cual nos hizo sentir confusos.
—Está bien, está bien —nos tranquilizó nuestro huésped—. Las mujeres van a limpiarlo todo. ¡Vaya un tiempo! No se sale limpio de la taiga...
Al cabo de unos minutos, aparecieron sobre la mesa pan caliente, miel, huevos y leche todo lo cual atacamos con apetito, o mejor dicho, con avidez.
Cuando nos informamos sobre la ruta a seguir hacia el pueblo de Kocharovsk, se nos respondió que no existía ninguna y que, de todos los habitantes de Zagornaya, sólo un tal Panachev podía conducirnos, franqueando las alturas vecinas.
Nuestro huésped lo mandó a buscar. Panachev llegó en seguida. Parecía haber pasado la cuarentena. Su barba, que al parecer no se cortaba jamás, era una poblada mata. Tenía un aspecto como si acabara de salir de la cama y no hubiera tenido tiempo de peinarse Al entrar en la isba, Panachev hizo tres signos de la cruz delante de los iconos y continuó con tres saludos tan profundos que llegaba a tocar el suelo con la mano. Sus largos cabellos le descendían sobre los ojos, y no cesaba de sacudir la cabeza para echárselos hacia atrás.
—Buenos días a todo el mundo —dijo en voz baja. Después, retrocedió hacia la puerta y se puso a estrujar su gorro.
Le propusimos que nos condujera a Kocharovsk y aceptó de buena gana.