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—Bueno, iré —respondió, simplemente haciendo sentir por su entonación que estaba dispuesto a prestar un servicio y a obedecer, pero que era al mismo tiempo consciente de ser el único que conocía el camino.

Decidimos partir al día siguiente, si la lluvia cesaba.

Era el día 31 de mayo, y al alba me precipité hacia la ventana. La lluvia había cesado, pero hacía un tiempo gris y húmedo. La niebla envolvía las montañas como un sudario. En medio de esta niebla, apenas si se distinguía el valle, un bosque y construcciones imprecisas al borde del río. Pero desde el momento que dejó de llover, se podía continuar la marcha, si bien nos retardamos un poco a causa de que el pan no estaba todavía presto.

A las diez, precedidos por Panachev, abandonamos el pueblo. Tuvimos que franquear primero el desfiladero de la cumbre que separaba los ríos Daubi-khé y Ula-khé, para caminar después a lo largo de un curso de agua de nombre no determinado y llegar hasta el Fudzin.

Poco a poco, el tiempo se serenó completamente; la bruma se dispersó, pequeños hilos de agua surcaron el suelo, las flores mojadas elevaron sus cálices, y los insectos reanudaron sus vuelos sobre nuestras cabezas. Panachev nos condujo sin rumbo fijo, guiándose según las señales del terreno. La taiga ussuriana no es en modo alguno un bosquecillo, sino una selva primitiva donde los árboles están enmarañados con viñas salvajes y con lianas. Cuando penetramos en aquellos bosques fue necesario hacer uso de nuestras hachas.

Panachev nos decía que a él, desprovisto de toda carga, le había bastado un día para ir de Zagornaya a Kocharovsk. Es cierto que él contaba un día como una jornada entera, desde el alba hasta el crepúsculo. Como nuestra marcha se retardaba a causa de los fardos, esperábamos cubrir la misma distancia en dos días, previendo así que pasaríamos una sola noche en el bosque.

Hacia el mediodía, hicimos el gran alto. Los hombres comenzaron a desnudarse a fin de quitarse unos a otros las garrapatas que se habían adherido a su piel. Panachev, el desgraciado, no hacía más que rascarse, pues los insectos se habían abatido sobre su barba y su cuello. Después de los hombres, tocó el turno a los perros. Estos inteligentes animales, comprendiendo muy bien de qué se trataba, soportaron la operación con relativa paciencia. Pero no ocurrió lo mismo con los caballos, que sacudieron la cabeza y se debatieron violentamente. Hicieron falta muchos esfuerzos para desembarazarlos de los parásitos que se habían incrustado en sus labios y hasta en sus párpados.

Después del té, Panachev nos precedió de nuevo, seguido de los tiradores con sus hachas. Por la noche los hombres se agruparon, como es habitual, alrededor de la hoguera. Nuestro guía, sentado aparte, comía en silencio su pan y recogía las migajas. Los cosacos abrieron sus bolsas, ajustaron sus mosquiteros y prepararon la cena. Algunos de ellos, se quitaron incluso su ropa interior para desprender las garrapatas, apestando el lugar.

—¡Oiga, buen hombre! ¿Cuántas verstas hay de aquí a Kocharovsk? —preguntó a Panachev uno de los cosacos.

—Pues, ¿quién sabe? ¿Acaso se ha medido la taiga? ¡La taiga es la taiga! Tendríamos que llegar mañana —respondió el viejo creyente. Pero sus últimas palabras dejaban percibir, sin embargo, cierta incertidumbre.

—¿Tú conoces bien estos lugares? —volvió a preguntar el cosaco.

—No tanto como todo eso. Dos veces me ha sucedido equivocarme un poco. Pero vamos, creo que acabaremos por pasar.

Al día siguiente era el primero de junio.

En el transcurso de la ruta, nuestro destacamento se dividió en tres secciones. La vanguardia marchaba conducida por Panachev; después, venían las bestias de carga; el resto, al fin, les seguía. Nosotros avanzábamos muy lentamente; a menudo había que detenerse para dar tiempo para abrir camino a los trabajadores de vanguardia. Hacia el mediodía, los caballos se detuvieron súbitamente, por las buenas.

—¡Avanzad un poco! —resonaron en seguida detrás las voces impacientes.

—¡Esperad!, el guía ha perdido las señales —respondieron los de delante.

Pero, ¿adónde ha ido a parar?

—¡Diantre!, ha ido a buscar una ruta cualquiera.

Al cabo de unos veinte minutos, Panachev regresó, pero bastaba mirarlo para adivinar cómo estaban las cosas. Nuestro guía tenía la cara sudorosa y fatigada, la mirada perpleja, los cabellos enmarañados.

—Bueno, ¿dónde están esas señales? —le preguntaron.

—Deben encontrarse más a la izquierda. Tenemos que ir hacia allá —dijo él, señalando la dirección nordeste.

Nos volvimos a poner en marcha. Pero Panachev no tenía ya la seguridad inicial; se volvía tan pronto hacia la derecha como en otro sentido, terminando incluso por cambiar completamente de opinión. Entonces, el sol que acabábamos de tener de frente se colocaba a nuestra espalda. Se notaba que nuestro guía avanzaba al azar. Traté de detenerlo para preguntarle, pero estos interrogatorios no hacían otra cosa que confundirlo más. Se reunió un pequeño consejo, en el curso del cual uno de nosotros votó por deshacer camino hasta las entalladuras localizadas anteriormente. Pero Panachev afirmaba que no necesitaría el camino y que le bastaría llegar al desfiladero para orientarse y tomar la buena dirección.

Fue necesario hacer reposar a los caballos. Sacándoles las sillas, se dejó pacer a los animales. Los cosacos prepararon el té, mientras Panachev y mi auxiliar treparon a una altura cercana, de donde regresaron al cabo de una media hora. Mi auxiliar refirió que él no había visto nada más que montañas boscosas. Panachev, por su parte, nos aseguró que conocía esa región. Pero en su voz se notaba la duda.

Cuando abandonamos el campamento, fue para meternos en un terreno lleno de árboles desgajados del que no pudimos salir hasta la noche. Panachev nos conducía de una manera bastante singular. Unas veces escalábamos una montaña y otras veces seguíamos por la ladera y volvíamos después a descender al valle. Por lo general, cuando se está extraviado, se avanza a la ventura. Así es que pasamos toda esa jornada marchando, para detenernos finalmente en el lugar donde nos sorprendió la noche. Nuestra acampada no fue alegre.

Todos estaban deprimidos por la conciencia de haber perdido el camino. Panachev era el más mortificado... Suspiraba, miraba el cielo, se mesaba los cabellos y sacudía los faldones de su blusa.

—Harías bien en quitarte las garrapatas de tu barba —le insinuaron los soldados.

—¡Vaya un atolladero! —decía él a manera de soliloquio—. ¡Parece hecho a propósito el haber perdido así las señales!

Hubo que examinar el estado de nuestras provisiones. Al dejar Zagornaya, habíamos tomado las raciones de pan necesarias para tres días. Eso debía bastarnos también para el día siguiente; pero, ¿qué pasaría si no llegáramos a Kocharovsk...? En nuestro consejo de la noche, se decidió proseguir estrictamente la dirección y no escuchar más a Panachev. En efecto, desde el alba, estuvimos ya de pie. En la situación que se había creado, el alto se imponía forzosamente. A tres kilómetros del campamento, volvimos a encontrar de improviso algunas muescas, pero viejas y encenagadas.

—¿De dónde provienen? —pregunté a Panachev.

—De los chinos —me respondió.

—Entonces, ¿tenéis chinos hasta en vuestra taiga? —le preguntaron los cosacos.