—¿Dónde puede faltar un chino? —replicó el viejo creyente—. En la taiga pululan. Se los encuentra por todas partes.
Las muescas eran numerosas y se escalonaban en la dirección que nos convenía; se decidió seguirlas tanto tiempo como fuera posible. El error de Panachev era precisamente el haber hecho muescas demasiado dispersas, y haberse dejado así extraviar. Tampoco había previsto que en el transcurso del tiempo estas señales se harían confusas y poco visibles a cierta distancia.
Siguiendo las señales, encontramos pronto trampas para cibelinas. Unas eran viejas, pero las otras estaban tan nuevas que parecían recién instaladas. Como una de ellas nos obstruía la ruta, Kojevnikov levantó el madero para arrojarla al costado. Había algo debajo: eran los huesos de una cibelina.
Evidentemente, la bestia había sido enterrada bajo la nieve poco tiempo antes de su captura. Hecho curioso, ¿por qué el chino no había ido a ver sus trampas antes de abandonar la taiga? Quizás en el momento de dar la vuelta fuera sorprendido por una tormenta, que no le permitió seguir las señales hasta el final, o bien cayó enfermo y se encontró impedido para ocuparse de su caza... La cibelina había esperado largo tiempo a su amo; después, en la primavera, con la nieve fundida, vinieron los cuervos a despedazar a picotazos al pequeño y precioso carnívoro, del cual no quedaron más que mechones de pelo y huesecillos.
Yo me acordé de Dersu. Si él hubiera estado allí, habríamos sabido por qué la cibelina se había quedado en esa trampa. Además, él hubiera sabido sacarnos de nuestra difícil situación.
Hacia el mediodía, alcanzamos lo alto de una cima boscosa. Después de discutir la situación, resolvimos descender al valle y costear la corriente de agua. La vertiente este de la cresta, además de ser escarpada, estaba obstruida por árboles desgajados y desprendimientos. Hubo que descender en zigzag, lo que llevó algún tiempo. El arroyo que seguíamos se torció bien pronto hacia el mediodía; tuvimos forzosamente que abandonarlo y franquear todavía algunos contrafuertes. Panachev cumplió su deber en silencio; continuaba marchando a la cabeza y nosotros nos arrastrábamos a continuación. El error cometido era irreparable y no podíamos hacer más que una cosa: encontrar algún arroyo que pudiera conducirnos al río Ula-khé.
A la hora del gran alto, volví a examinar nuestras provisiones. Era evidente que sólo nos quedaban galletas para la comida de la noche; aconsejé, pues, reducir las raciones del día.
Antes de la noche aparecieron por primera vez los pequeños mosquitos que las gentes del país llaman gnouss.Estos insectos de la región ussuriana son un verdadero flagelo de la taiga. Después de su picadura se forma inmediatamente una llaga minúscula y sangrante. Eso causa un prurito violento y que aumenta más aún cuando se lo rasca. Si los insectos son numerosos, no se puede levantar un solo instante la redecilla que se lleva en el rostro. Los gnoussnos ciegan, se adhieren a los cabellos, a las orejas, penetran en las mangas y nos pican en el cuello de una manera insoportable. El rostro se hincha como después de una erisipela. Después la hinchazón disminuye, al cabo de unos tres días, y se llega a crear en el organismo la inmunidad.
Los hombres pudieron aún defenderse contra los gnousscon la ayuda de mosquiteros, pero la suerte de los caballos fue lamentable; sus belfos y sus párpados fueron devorados por los insectos. En vano las pobres bestias sacudieron sus cabezas; nada pudo preservarlas de los torturadores. El mejor medio de defensa contra los gnouss,es la paciencia; un hombre que está desprovista de ella, acaba por llorar combatiendo a los insectos. Bien provistos de esa arma, avanzamos hasta la puesta del sol. Panachev fue a continuación a reconocer los lugares y no volvió al campamento hasta que hubo oscuridad completa. Nos dijo que acababa de ver, desde lo alto de la colina, el valle del Ula-khé y que al día siguiente a mediodía saldríamos de la selva. Esta noticia nos reanimó a todos y los hombres comenzaron a bromear y a reír.
Nuestra cena fue escasa. Las migajas que restaron de nuestros bizcochos fueron distribuidas en partes iguales.
Al día siguiente, apenas acabábamos de abandonar el campamento, encontramos una especie de camino: era una senda de fieras que se dirigía vagamente hacia las alturas. Panachev nos condujo por allí, no sin inquietud por nuestra parte. Pero esta vez resultó ser el verdadero camino. Primero, llegamos a una fanzade tramperos. El bosque de distintas especies, dio lugar a bosques ralos donde no crecían más coníferas. Los caballos presintieron el fin del trayecto y aceleraron la marcha. Por fin, hubo un claro y alcanzamos la linde del bosque.
Llegados, después de algunos minutos de marcha, al borde del río, pudimos ver en la orilla opuesta el pueblo de Kocharovsk. Los habitantes nos trajeron barcas y transportaron nuestras sillas y nuestro equipaje. No fue necesario en absoluto estimular a los caballos; estos inteligentes animales comprendían perfectamente que una alimentación abundante les esperaba al otro lado. Ellos mismos entraron en la corriente y la atravesaron a nado.
Hombres y caballos estaban derrengados por esta etapa. Así que se decidió hacer un alto de tres días en Kocharovsk.
8
A través de la taiga
El 6 de junio nos marchamos de Kocharovsk. Después del reposo, nuestros caballos avanzaron mucho más rápidos. Pero nosotros fuimos perseguidos por un enjambre de zánganos y de gnouss.Fue la retaguardia la que sufrió más, pues los terribles insectos se apiñaron principalmente hacia la cola de una de sus columnas. Así que fue necesario reforzar por turno la distribución de nuestros caballos y de nuestros soldados.
A partir del pueblo, el camino se extiende a lo largo de la orilla derecha del Ula-khé. Una sola vez, en un lugar en donde este curso de agua baña el acantilado de la orilla, el camino se adentra en la montaña, pero alcanza de nuevo el valle una vez pasado este corto tramo.
Los rododendros estaban en plena floración, adornando y coloreando de un violeta púrpura los roqueros. El valle del Fudzin parece una pradera. Algunos viejos robles, tilos de ramaje abundante y sauces nudosos crecen aisladamente. Las colinas vecinas están cubiertas de bosques variados donde dominan no obstante los pinos y los abetos blancos.
La belleza un poco salvaje de este país se atenúa por la presencia de seres humanos. Semejantes a codornices escondiéndose delante de los cazadores, se veían aquí y allá, entre los árboles, pequeñas fanzasgrises habitadas por chinos. Alrededor de ellas se extendían campos de cereales y huertos. Había profusión de todo: trigo, maíz, alforfón, avena... adormideras de las que proporcionan narcóticos, habichuelas, tabaco y gran cantidad de otras plantas que yo no conocía. Más cerca de las fanzascrecían habas y patatas, y también rábanos, calabazas, coles, lechugas, nabos, pepinos y toda clase de cebollas y guisantes. En los campos, se veían por todas partes las siluetas azules de los chinos, que interrumpían su trabajo para seguirnos largamente con sus miradas. La aparición de un destacamento militar parecía turbarlos seriamente; la presencia de nuestros caballos de carga les indicaba que veníamos de lejos y estábamos todavía lejos de nuestra meta.