Me dirigí hacia una de las fanzas.Los perros, olfateando la proximidad de extranjeros, ladraron furiosamente y se arrojaron a nuestro encuentro. El patrón mismo, atraído por el ruido, salió de su casa y dijo en seguida a sus obreros que ayudaran a nuestros soldados a desensillar los caballos. La fanzachina es una construcción curiosa. Los muros de tierra arcillosa sostienen un techo a dos aguas construido con cañas. Las ventanas en forma de verja están recubiertas de papel pegado y ocupan casi toda la fachada principal; por el contrario, faltan en las fachadas posteriores y laterales, En el interior, a ambos lados de la puerta de entrada, hay estufas bajas, construidas en piedra, que contienen calderas de hierro sólidamente fijadas con cemento. Sus chimeneas se extienden horizontalmente por los muros, caldeando los kangspor debajo. Estas camas están hechas en piedra tallada y sirven para dormir. Su longitud corresponde a la talla humana y están recubiertas de esteras. Los chinos duermen desnudos, con la cabeza posada hacia el centro de la habitación y los pies extendidos hacia el muro.
En medio de la fanza,una vieja caldera, muy a menudo rajada, está colocada sobre un trípode. Llena de arena y de cenizas, sirve de brasero donde se colocan carbones ardientes, sacados de las estufas, cuando los alimentos están prestos y los kangssuficientemente calientes. Si hay que recalentar los alimentos, los chinos encienden fuego simplemente en este brasero. A causa de lo cual todo objeto que supera la talla de un hombre se encuentra ahumado y cubierto de una espesa capa de polvo.
Nos instalamos en fanza comosi estuviéramos en nuestra propia casa. Los chinos se esforzaban por adivinar todos nuestros deseos...
Después de comer, fui a ver las cuevas. La mitad de una de estas construcciones estaba destinada a destilar alcohol. La otra contenía un molino compuesto de dos muelas, de las cuales la inferior quedaba inmóvil. La fuerza motriz estaba a cargo de un caballo que giraba en redondo, con los ojos vendados, asegurando la rotación de la muela superior. La harina se separa del salvado con la ayuda de un tamiz, colocado en una moldura especial puesta en movimiento por los pies de un hombre. El mismo operario incitaba al caballo y vertía el grano sobre las muelas.
Cerca de este molino había un almacén donde se guardaba habitualmente el stock de granos y los géneros más diversos. Había un poco de todo: pieles de bestias, astas de ciervo, piel de oso, pieles de cibelinas y de ardillas, bujías y pergaminos, rollos de té, hachas de repuesto, útiles de carpintero y de hortelano, arcos para trampas, lanzas de cazador, fusiles a mecha, dispositivos para ajustarse las cargas sobre la espalda, vestimentas, vajilla sin utilizar, daba [12]china azul, tejidos de colores blanco y negro, mantas, suelas de zapatos nuevas, hierba seca para el calzado, cuerdas y, en fin, recipientes de anteca llamados tuluzas.Estos últimos son cestas de varillas trenzadas, revestidos de un material parecido al papel, pero impermeable hasta el punto de resistir incluso al alcohol, que recuerdan las botellas chatas con grandes golletes. Estos mismos recipientes, pero de dimensiones reducidas, sirven a los chinos cuando van de excursión para llevar aceite de haba. A manera de tapón, se pone habitualmente un tronco de maíz envuelto en un trapo. Estos objetos se fabrican a falta de vajilla de vidrio o de piedra.
Al lado de una fanzavecina, se estaba procediendo a templar los panty [13].
Fui allí para ver cómo se hacía. Aquello se efectuaba al aire libre. El fuego calentaba el agua contenida en una gran marmita colocada sobre tres piedras. El chino encargado de la tarea se aplicaba con cuidado a no dejar que el agua llegara al estado de ebullición. Tenía en la mano un pequeño tenedor de madera, en el cual estaban enganchados los pantys.Después de haber empapado ligeramente estos cuernos de ciervo en el agua, el chino los retiraba para enfriarlos un poco, soplando por encima; después los sumergía de nuevo y los refrescaba todavía con la ayuda de su aliento. Esta especie de cocción se repite todos los días, hasta que los pantysse hacen oscuros y duros. Preparados así, los cuernos pueden conservarse durante años. Pero si se supera la duración de esas inmersiones consecutivas en agua caliente, aunque sea por dos o tres segundos cada vez, los cuernos se rajan y pierden su valor. Cuando regresé, la jornada había terminado. En el momento en que el sol tocó el horizonte, los chinos cesaron sus trabajos, como si obedeciesen a una orden, y volvieron a sus casas, sin manifestar, por otra parte, la menor prisa. Los campos quedaron desiertos.
De regreso en la fanza,me puse a escribir mi diario como de costumbre. Dos chinos se sentaron a continuación a mi lado para observar mi mano, y se asombraron de la rapidez de mi escritura. Como ocurrió que tracé maquinalmente algunas palabras sin mirar el papel, dieron un grito de admiración. Al instante muchos otros chinos saltaron de sus camas y, al cabo de algunos minutos, estaba rodeado de casi todos los habitantes de la fanza,pidiéndome todos sin cesar que repitiera mi hazaña.
Una escasa ración de maíz mondado, algunas legumbres saladas y dos panecillos de trigo, componen el menú completo de estos obreros. Agachados delante de una mesa exigua, comieron en silencio. Después de la comida, los chinos se desnudaron para ir a acostarse en sus kangs.
Después de pagar al patrón, remontamos el río Fudzin, que forma cerca de allá una curva en forma de pi griega. Al llegar, seguimos el sendero que va a la derecha hacia la montaña y representa un atajo considerable. Este camino nos obligó a atravesar crestas y también una fuente de aguas abundantes.
A mediodía, ordené un alto cerca de un arroyo. Después del té, sin esperar siquiera a que se hubiera cargado a los animales, di las órdenes necesarias y proseguí solo el sendero. Tras haber franqueado un nuevo paso llegué todavía a un segundo, donde el sendero se dividió en dos; uno siguiendo a la izquierda y el otro todo derecho hacia el bosque. Escogí este último.
El bosque se hacía cada vez más alto y espeso. Bien pronto aparecieron las cimas redondeadas de los cedros y los conos puntiagudos de los abetos, que dan siempre a la vegetación un aspecto un poco triste. Sin prestar demasiada atención, franqueé todavía una pequeña cresta y descendí al valle vecino, alegrado por un ruidoso arroyo.
Fatigado, me senté bajo un viejo cedro. De lejos, me llegaban sonidos monótonos y tristes. Se acercaban poco a poco y escuché, por fin, justo por encima de mí, el ruido de un vuelo acompañado de un arrullo difuso. Elevé muy lentamente la cabeza y descubrí una tórtola salvaje de la especie que habita los bosques de la Siberia Oriental. Por descuido, dejé caer una cosa; el pájaro, espantado, se adentró precipitadamente en la espesura. Otro grito estridente me hizo reconocer a un cascanueces siberiano y muy pronto pude verlo, pesado, con la gruesa cabeza y el plumaje abigarrado. Trepando ágilmente a lo largo de los árboles, descascarillaba piñas de abeto y lanzaba gritos tan penetrantes que se hubiera dicho que quería anunciar mi presencia al bosque entero.
Cansado de quedarme en el mismo sitio, decidí volver sobre mis pasos para reunirme con mi tropa. En aquel momento, percibí un ligero ruido. Se escuchaba a alguien avanzar con precaución entre el barullo. «Sin duda, una fiera», pensé al instante, preparando mi fusil. El ruido se acercó. Con la respiración cortada me esforcé en percibir, a través de la espesura, al animal que iba a aparecer. Pero sentí un escalofrío cuando vi a uno de esos hombres a los que se llama «los buscadores». Y es que yo conocía por antiguas experiencias el peligro de un encuentro con este género de individuos.