En la taiga ussuriana, hay que prever siempre la posibilidad de encontrarse frente a frente con una fiera. Pero nada es tan desagradable como tropezarse con un ser humano. La bestia, por lo general, huye a la vista de un hombre y no lo ataca más que si es perseguida. En ese caso, cazador y animal saben lo que tienen que hacer. Un ser humano es completamente distinto. En la taiga no hay testigos oculares; además, la costumbre ha creado esta táctica singular: el hombre que percibe a otro, debe primero esconderse y tener su carabina dispuesta. En los bosques de esta región, todos se pasean armados: los indígenas chinos, coreanos y otros, y también los tramperos venidos de otra parte. El verdadero cazador-trampero es aquel que vive casi exclusivamente de su oficio. Por lo general, forma pareja con su padre, o algún pariente próximo. Se tiene a menudo interés de ir a cazar con un hombre de esta clase, pues disponen de muchos procedimientos curiosos adquiridos por una experiencia de largos años. Saben los lugares donde se acantona tal fiera, el medio de cercarla, tienen la capacidad de orientarse y de instalarse por la noche por el tiempo que sea, el talento de perseguir silenciosamente la caza y de imitar los gritos de los animales: tales son las características de estos profesionales. Pero hay que distinguir al «cazador-trampero» de lo que se llama un «buscador».
Éste es el que va a la taiga no para cazar, sino para ejercer una «industria» cualquiera. Además de su fusil, lleva una pala de zapador y una bolsa de cuero llena de ácidos. Aunque va sobre todo a la búsqueda de oro, no desdeña, ocasionalmente, perseguir al «bizco» (el chino) y al «cisne» (el coreano), hurtar una cama a su prójimo o matar una vaca de otro para vender su carne haciéndola pasar por la de una corza. Encontrarse a uno de estos buscadores es mucho más peligroso que encontrar una fiera.
Ahora bien, yo me encontraba en presencia de un individuo que pertenecía precisamente a esa especie. Vestido con un traje extraño, medio ruso y medio chino, encorvado, echando sin cesar miradas a todos lados, venía a cortarme el camino oblicuamente. De repente se detuvo, levantó prestamente la carabina de su espalda y se escondió detrás de un árbol. Comprendí que había detectado mi presencia. Pasamos algunos minutos inmóviles. Por fin, decidí tomar la iniciativa. Prudentemente, me deslicé a través de la maleza y llegué, un minuto después, a otro gran árbol. El «buscador» retrocedía igualmente, escondiéndose entre los zarzales. Esto me hizo comprender que me temía; no podía evidentemente admitir que yo estuviera solo y sospechaba, por el contrario, la proximidad de muchos otros representantes del género humano. Yo me retiré todavía un poco y miré hacia atrás. Su vestimenta azul era entonces apenas visible en la espesura. Suspiré con alivio y me alejé con precaución de aquella zona peligrosa, deslizándome con maña entre árbol y árbol y entre roca y roca. Cuando me sentí fuera del alcance de su fusil, volví a tomar el sendero y marché con paso ligero a reunirme con mi destacamento.
Al cabo de una media hora volví al cruce de caminos. Acordándome de las enseñanzas de Dersu, estudié las huellas dejadas sobre los dos senderos. Como las más frescas, procedentes de los caballos, iban hacia la izquierda, seguí esta dirección a paso acelerado y alcancé, después de marchar una media hora, el curso del Fudzin. Sobre la orilla opuesta vi una fanzachina, rodeada de una empalizada, y a nuestro destacamento, que acababa de detenerse.
Esta región se llama Iolayza. La fanzachina elegida para la instalación del campo, representaba la última fanzaagrícola situada sobre nuestro camino. Más allá, se extendía la taiga salvaje y desierta, que no ganaba una cierta animación hasta el invierno, en la época de la caza de la cibelina.
La tropa esperaba mi retorno. Ordené en seguida desensillar los caballos y levantar las tiendas. En aquel lugar debíamos aprovisionarnos por última vez. Después de un corto reposo, fui a ver otras fanzasque se encontraban cerca de las que habitaban los chinos. Los autóctonos del país ussuriano se llaman udehés,los que poblaban desde hacía tiempo la parte meridional de esta región, se asimilaron poco a poco a los chinos, hasta el punto de que no se podían ya distinguir en absoluto de sus vecinos. Sin embargo, lo que caracteriza a los udehéses su extrema pobreza.
Cuando me acerqué a una de sus habitaciones, uno de estos indígenas vino a mi encuentro. Vestido de harapos, los ojos enfermos, la cabeza roñosa, me saludó con una voz que denotaba una medrosa timidez. Unos niños desnudos jugaban con perros cerca de la fanza.Esta era vieja y estaba un poco ladeada; su revestimiento de arcilla, descascarillado en algunas partes; el viejo papel que recubría las ventanas, apedazado, amarillento por el tiempo y en parte destrozado; jirones de esteras se arrastraban sobre los kangspolvorientos; paños toscos, deslucidos y ahumados, se veían suspendidos de las paredes. No había más que abandono, suciedad y miseria.
Yo pensaba al principio que todo esto era resultado de la pereza de los habitantes, pero más tarde me persuadí de que este empobrecimiento tenía otras causas y provenía esencialmente de la situación creada a los udehésen medio de la población china. Las preguntas que yo hacía me permitieron establecer que el chino al que pertenecía nuestra fanzade Iolayza era una personalidad muy conocida en la región entera. Todos los autóctonos del valle del Fudzin recibían de este hombre crédito en provisiones, tales como opio, alcohol, víveres y el material necesario para la vestimenta. En compensación, ellos estaban obligados a remitirle todos los productos de sus cazas: cibelinas, cuernos de ciervos, gin-seng,etc. Los udehéshan caído así en el estado de deudores insolventes. Más de una vez ha sucedido que raptasen a sus mujeres e hijas —como rehenes para asegurar sus deudas— y que ellos mismos hayan sido entregados, en carácter de mercancía, a un nuevo propietario, después a un tercero y así sin fin. Estos desgraciados, que habían tomado prestada su cultura a los chinos, fueron sin embargo incapaces de apropiársela, al no saber proseguir una existencia de agricultores y, por otra parte, haber perdido el hábito de sus antiguas profesiones de cazadores y tramperos. Los chinos afortunados aprovecharon esta situación de inferioridad cultural e hicieron de ellos sus esclavos.
Cuando abandoné a estas gentes, extravié mi camino y me encontré en otro lugar de la orilla del Fudzin. Encontré a dos chinos ocupados en pescar perlas al borde del agua. Uno se mantenía sobre la orilla y apretaba con todas sus fuerzas una gran pértiga contra el fondo del río, mientras que el otro se deslizaba a lo largo de esa pértiga hasta el agua, de donde sacaba conchas con la mano derecha, sin soltar de su mano izquierda la pértiga. La rapidez del torrente es la que dicta este método de trabajo. El que se zambulle no queda más de treinta segundos bajo el agua. Reteniendo sabiamente la respiración, podría muy bien demorar más, pero la temperatura del agua lo fuerza a subir pronto a la superficie. La misma razón obliga a los chinos a zambullirse completamente vestidos.
Yo me senté a la orilla para observar su trabajo. Después de cada zambullida, el pescador se calentaba al sol alrededor de cinco minutos.