Como por otra parte los dos hombres se relevaban, cada uno de ellos no ejecutaba más de diez zambullidas por hora. Durante este tiempo, no recogieron en total más que ocho conchas, de las cuales, por añadidura, ninguna contenía una perla.
Los chinos me dijeron que se encontraba por término medio una perla cada cincuenta conchas. Así que ellos obtienen, en el transcurso del verano, alrededor de doscientas perlas, de un valor de quinientos a seiscientos rublos. Estos pescadores baten toda la región y escogen de preferencia corrientes de agua abandonadas y fangosas.
Bien pronto los dos hombres interrumpieron su tarea para ponerse vestimentas secas y beber un poco de vodka caliente. Se sentaron a continuación sobre la orilla y se pusieron a cascar su botín con martillos, buscando perlas. Me acordé de haber entrevisto previamente, en los bordes de los ríos, montones de esas conchas rotas, sin saber la explicación. En aquel momento la tenía. Es evidente que esta pesca de perlas reviste un carácter de pillaje. Las conchas se rompen y se arrojan en el acto. Sobre un total de ochenta piezas que tenían entre manos, los chinos pusieron de lado dos, preciosas. En vano las examiné; no pude ver las perlas hasta que me las mostraron. Eran pequeñas excrecencias brillantes, de un gris sucio. La capa de nácar era mucho más resplandeciente y más bella que la perla misma. Cuando estas dos conchas estuvieron secas, los chinos tomaron dos cuchillos para desprender cuidadosamente cada una de las perlas de su valva y las pusieron en pequeños sacos de cuero.
Al día siguiente, abandonamos Iolayza muy temprano. Una senda muy pequeña nos indicó la dirección a seguir, pero ella empeoró a medida que nosotros nos alejábamos de la fanza.
Cada vez que se entra en una selva que se extiende centenares de kilómetros, se experimenta un sentimiento que se parece al miedo. Una selva virgen que alcanza estas proporciones representa algo así como un elemento cósmico. A medida que nos adentramos, la selva está más obstruida por árboles desgajados. En la montaña, la capa del suelo propicia a la vegetación es insignificante; a causa de ello las raíces de los árboles no se hunden profundamente en la tierra, sino que se extienden a lo largo de la superficie. Los troncos, poco sólidos, son fácilmente derribados por el viento. Esto explica la cantidad de árboles desgajados que se ven en la taiga ussuriana. Los árboles derribados enderezan sus raíces con la tierra y las piedras que se adhieren, formando barricadas que alcanzan a menudo una altura de cuatro a seis metros. Esto hace los senderos forestales muy sinuosos, ya que siempre hay que ir sorteando árboles derribados. Hay que tenerlo bien en cuenta y prever que toda distancia sobrepasa prácticamente en un cincuenta por ciento a la que está indicada en los mapas.
Por el contrario, los árboles que crecen en los valles se arraigan mucho más sólidamente en la capa profunda de las tierras aluviales. Se pueden observar gigantes de la selva que alcanzan treinta o cuarenta metros de altura y dos metros de circunferencia. Viejos álamos sirven a menudo de resguardo a los osos. Sucede a veces que dos o tres de estos animales se ubican en un solo hueco. La vegetación de los valles es a veces tan espesa que no se llega a ver el cielo a través de las ramas. En la espesura del bosque reinan siempre la penumbra, la frescura y la humedad. Las horas del alba y del crepúsculo son diferentes en la selva y en los espacios descubiertos. Por otra parte basta que una nubecilla tape el sol para oscurecer en seguida el bosque y volver el tiempo completamente gris. En un día límpido, en cambio, los troncos de los árboles iluminados por el sol, el follaje de un verde luminoso, las coníferas brillantes... las flores, musgos y líquenes multicolores, componen un decorado único. Lo que es lamentable es que todos los beneficios del buen tiempo se encuentren emponzoñados por estos insectos atroces que se llaman gnouss.Es difícil dar una idea de las torturas que el hombre soporta en la taiga durante el verano. No se las puede describir; hay que haberlas experimentado.
Marchamos alrededor de tres horas sin parar, hasta que escuchamos un ruido de agua. El sol era ardiente. Los caballos avanzaban resoplando, con la cabeza baja. El aire era tan caliente que incluso la sombra de los grandes cedros no proporcionaba frescura. No se escuchaban ni bestias salvajes ni pájaros; sólo los insectos revoloteaban por el aire, manifestando una actividad creciente, a medida que el sol iba calentando más.
Yo había pensado hacer un largo alto, pero los caballos rehusaban la comida, prefiriendo dejarse lamer por el humo de nuestro fuego. En esas condiciones, la marcha es mejor que el reposo y ordené pronto volver a ensillar para partir sin dilación.
Más tarde, instalamos un campamento regular cerca de una fanzade tramperos adonde nos condujo el sendero. Estaba vacía. Como el crepúsculo no había llegado todavía, partí con mi carabina para explorar un poco los alrededores. A un kilómetro aproximadamente del campamento, me senté sobre un tocón para escuchar los ruidos de la selva. Dedicado por entero a la contemplación de la naturaleza, olvidado de mi aislamiento y de mi alejamiento del campamento, escuché súbitamente, viniendo de muy cerca, un ruido que me pareció muy fuerte en medio de aquella calma profunda. Pensé en la proximidad de algún gran animal y me preparé a la defensa. Pero era solamente un tejón, que avanzaba dando saltitos y se paraba a veces para buscar alguna cosa en la hierba. Pasó tan cerca de mí que habría podido tocarlo con el cañón de mi arma. El animal fue a abrevar en el arroyo y continuó su camino. La selva volvió a la calma.
Pero he aquí que de repente resonó detrás de mí un grito agudo, penetrante y corto, parecido a un fuerte tijeretazo. Me volví y percibí un burunduk,la ardilla siberiana estriada. Multicolor, alerta y graciosa, corría hábilmente por el ramaje caído, trepaba a los árboles y descendía para esconderse de nuevo en la hierba. Su piel presenta varios matices de amarillo y tiene cinco rayas negras que se extienden a lo largo del lomo y los flancos.
Noté que esta ardilla volvía a menudo al mismo sitio y volvía a partir cada vez con una pequeña carga. Cuando se iba, sus carrillos acusaban siempre una hinchazón sensible, pero se encontraban otra vez hundidos en el momento de volver a la superficie. Me interesé en este juego y me aproximé para observarla. Sobre el ramaje caído estaban dispuestos pequeños champiñones secos, raíces y piñas de cedro. Como en el bosque no había todavía ni champiñones, ni piñas de cedro, era evidente que la ardilla los había sacado de su madriguera. Pero, ¿por qué motivo? Recordé entonces haber oído decir a Dersu que la ardilla acumula provisiones abundantes, a veces para un período de dos años. Para evitar su deterioro, las saca de vez en cuando a secar sobre el ramaje seco, listas para llevarlas por la noche a su madriguera.
Tras haberme detenido un poco en este lugar, avancé de nuevo. Viendo por todas partes árboles desgajados y revueltos recientemente, reconocí la obra de un oso, ya que es ésa su ocupación favorita. Él vagabundea por la taiga, divirtiéndose en levantar los troncos abatidos para buscar alguna cosa debajo. Los chinos aseguran en broma que el oso hace secar las ramas derribadas por el viento, exponiendo sus diferentes superficies al sol.
En mi camino de regreso, pasé sin pensarlo demasiado por los mismos lugares. Volví a ver el cedro inmenso que me había servido de abrigo, volví a atravesar el arroyo marchando sobre el mismo árbol derribado, caminé por el borde de un barranco pedregoso y llegué finalmente al lugar donde la ardilla había secado sus provisiones. En lugar de su madriguera, no quedaba más que un agujero profundo; las piñas y los champiñones estaban desparramados, mientras que en el suelo, francamente removido, se notaban las huellas de un oso. La escena se me representó muy clara: «el señor Oso» acababa de saquear la madriguera de la ardilla y de comer sus provisiones, y quizá también a su propietaria.