Se acercaba la noche. El silencio era perfecto. Avancé con prudencia para no enredarme al marchar. De repente, un ruido me clavó en el lugar: una gran bestia estaba resoplando delante de mí. Me abstuve de disparar para no provocar al animal, en el cual reconocí en seguida a un oso.
El oso olfateó el aire. Yo no soñaba; el tiempo me parecía infinitamente largo. Finalmente, sin poder aguantar más, me desplacé hacia la izquierda. Apenas había dado dos pasos, el animal emitió un gruñido y se escuchó un ruido de ramas rotas. Con el corazón encogido, obedeciendo a un movimiento instintivo... hice fuego. El ruido se alejó. El oso se batía en retirada.
Escuché en seguida un tiro de fusil disparado desde el campamento en respuesta al mío.
Al cabo de una media hora, divisé las luces del campamento.
Tras la puesta del sol, cuando desaparecieron los insectos del día —de volumen por lo menos apreciable— aparecieron otros, imperceptibles a la vista, llamados mokretz.Una picazón ardiente, que se instala en las orejas, es el primer índice de la aparición de esos horribles e ínfimos seres. La segunda impresión es la de una tela de araña que se posa sobre vuestro rostro y donde más se la sufre es en la frente. Pero los insectos penetran también en los cabellos, las orejas, la nariz y la boca. Los hombres no cesaban de jurar, escupir, frotarse el rostro con las manos. Nuestros cosacos pusieron pañuelos sobre sus gorras para protegerse un poco el cuello y la nuca.
—No hay forma de beber —me dijo uno de ellos, presentándome una copa.
Yo la llevé a los labios y noté que toda la superficie del té estaba cubierta de polvo.
—¿Qué significa esto? —pregunté al cosaco.
— Gnouss—respondió—. Se queman revoloteando en el vapor caliente; luego caen a pique en la caldera.
Traté de apartar esos menudos cadáveres de un soplido; traté también de sacarlos con mi cuchara, pero apenas coronados mis esfuerzos, otros bichitos venían a llenar mi copa. El cosaco tenía razón. No pude tragar mi té, lo vertí por tierra y fui a refugiarme bajo mi redecilla protectora.
Después de cenar, los soldados prepararon sus camas. Algunos se olvidaron de colgar sus mosquiteros y se acostaron al aire libre sin tomar esa precaución, abrigados solamente por sus mantas. Durante mucho tiempo, se revolvieron hacia un lado y otro, quejándose, gimiendo, arrebujándose hasta la cabeza, pero sin poder preservarse de los insectos que penetraban por las hendiduras y los pliegues más minúsculos. Por fin, uno de los tiradores no aguantó más:
—¡Hala! ¡Picad, y que se os lleve el diablo! —gritó, descubriéndose y apartando el brazo.
Esta exclamación provocó un estallido general de risa. Parece que los otros soldados celaban también como sus camaradas, pero que la pereza les impedía a todos levantarse el primero para hacer fuego y humo. Diez minutos después, una hoguera se puso a llamear. Los soldados se burlaron unos de otros, pero pronto volvieron a quejarse y a escupir. Poco a poco, no obstante, la calma acabó por imperar en nuestro campamento.
9
El paso del Sijote-Alin y la marcha hacia el mar
Por la mañana fui despertado por un ruido de voces. Eran las cinco. Los relinchos de los caballos, el alboroto que producían sacudiendo sus colas, los juramentos de los cosacos, todo aquello acabó por hacerme adivinar una abundancia de insectos. Me vestí rápidamente y abandoné mi mosquitero. Nubes innumerables de mosquitos torbellineaban por encima del campo. Los desgraciados caballos trataban de meter sus cabezas en la humareda. Una capa de insectos recubría la hoguera apagada. Mientras el fuego estuvo encendido, no habían cesado de sucumbir en masa.
Sólo dos medios podían asegurar contra estos insectos: una gran cantidad de humo y movimientos rápidos. Realmente, en estos casos, no es recomendable quedarse quietos en el sitio.
Ordené ensillar los caballos y me aproximé a un árbol para tomar mi carabina, pero no pude reconocerla, bajo una capa espesa, de color gris ceniciento: se trataba de insectos que se habían pegado a la grasa. Reuní mis instrumentos y tomé la ruta sin esperar a que los caballos estuvieran cargados. A un kilómetro de la fanza,el sendero se bifurcaba en dos direcciones opuestas: la derecha seguía el curso del Ula-khé, mientras que la izquierda se dirigía hacia el macizo del Sijote-Alin.
A medida que nos adentrábamos en aquellas montañas, el torrente se hacía más impetuoso. Nuestro sendero pasaba a menudo de una orilla a la otra. Árboles abatidos nos servían de puentes naturales. Como de costumbre, esto probaba que el sendero estaba destinado a los hombres y no a los caballos.
Hacia la noche, llegamos a una fanzade caza, la tercera en el curso de esa jornada. Estaba habitada por dos chinos. El más joven era cazador y el mayor, un viejo, recogía gin-seng.Grande, delgado, el rostro arrugado y curtido, parecía más una momia que un ser humano. El chino joven llevaba ropa nueva e incluso elegante; la del viejo estaba usada y remendada. El sombrero de paja del primero era seguramente una prenda comprada, mientras que el tocado del viejo, hecho de corteza de árbol, tenía que haber sido confeccionado en la casa.
Los dos hombres parecieron primero asustados, pero se calmaron al saber de qué se trataba. En seguida nos ofrecieron granos de cereal y té. La conclusión de nuestra entrevista fue que nos encontrábamos al pie mismo del Sijote-Alin y que no había otro camino que atravesar para llegar al litoral.
El viejo era muy digno y hablaba poco; por el contrario, el joven se mostró muy locuaz. Me dijo que ellos poseían en la taiga una plantación de gin-seng,adonde irían inmediatamente. Yo les seguí, y estaba tan interesado por los relatos del joven que no observaba la dirección de nuestra marcha; sin la ayuda de los chinos, no habría podido encontrar probablemente el camino de regreso. Avanzamos alrededor de una hora, a lo largo de vertientes, escalando un acantilado y volviendo a descender al valle. Divisé cascadas que formaban los torrentes y barrancos profundos de donde la nieve no había desaparecido todavía.
Finalmente, alcanzamos la meta de nuestra excursión. Era una vertiente expuesta al norte y cubierta por una selva espesa.
Se equivocaría el lector imaginando una plantación de gin-sengcomo un campo sembrado. Todo lugar donde se encuentran algunas raíces de estas plantas se considera apropiado para el fin, y es allí donde se transplanta cualquier nueva raíz disponible. Lo que vi en primer lugar fueron cobertizos de corteza de cedro, que servían para proteger el gin-sengcontra los rayos ardientes del sol. Para asegurar la frescura, habían plantado helechos a cada lado, cavando un canal minúsculo que conducía un chorro de agua del arroyo vecino.