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¿Trepar a un árbol? Esta idea tonta es la primera que se le ocurre siempre a un viajero perdido, pero yo la abandoné pronto. En efecto, al estar sentado sobre una rama sería aún más sensible al frío, y la posición incómoda haría que pronto se me hincharan las piernas. ¿Huir entre las hojas caídas? Aquello no me salvaría de la lluvia y sobre un suelo mojado uno se enfría rápidamente. ¡Cómo me regañaba a mí mismo por haber olvidado las cerillas!

Traté de nuevo de franquear el ramaje caído y me puse a descender una pendiente. De repente, escuché a mi derecha un aliento entrecortado. Un animal venía derecho hacia mí. Sentí que mi corazón se encogía. Quise disparar, pero justamente el cañón de mi fusil se había enganchado en las lianas. Grité con una voz difícil de reconocer y en el mismo momento que el animal me lamía el rostro: era Liechy.Dividido entre dos sentimientos, me enfadé con mi perro por haberme dado aquel susto, pero me alegré al mismo tiempo de su regreso. El fiel animal saltó alrededor de mí, ladró un poco y volvió a partir en la oscuridad.

Avancé de nuevo, con extrema dificultad, costándome cada paso muchos esfuerzos. Al cabo de unos veinte minutos, llegué al borde de un precipicio. En algún sitio del fondo escuché un ruido de agua. Tanteando, encontré una gran piedra y la arrojé abajo. Lanzada en el vacío, acabó por una caída sonora en las ondas. Cambié resueltamente de dirección para ir a la derecha, sorteando este lugar peligroso. En aquel momento, Liechyacudió de nuevo corriendo. Ya no tuve más miedo y lo atrapé por la cola. Me tomó suavemente la mano con sus dientes, lanzando aún pequeños aullidos como para rogarme que no lo retuviese. Habiéndose alejado un poco, el perro se acercó a mí de nuevo y no se quedó tranquilo hasta que se persuadió de que yo le seguía. Entonces, marchamos todavía cerca de una media hora.

Pero he aquí que yo resbalé en alguna parte y choqué contra una piedra, haciéndome mal en la rodilla. Dando un gemido, me senté por tierra para frotar ligeramente mi pierna magullada. Al minuto, el perro acudió para sentarse a mi lado. En la oscuridad no lo veía, contentándome con sentir su aliento cálido. Calmado el dolor, me incorporé y fui hacia el lado donde estaba menos oscuro. Pero aún no había dado diez pasos cuando resbalé otra vez y a continuación no hice ya más que tropezar. Comencé entonces a palpar el terreno con mis dos manos y di un grito de alegría: ¡estaba sobre el sendero! A pesar de la fatiga y el dolor de la pierna, me puse a avanzar de nuevo. «De buena me he librado —me decía—; este camino me llevará seguramente a algún lado.» Resolví seguirlo toda la noche, hasta el alba, pero eso no fue tan fácil. En la oscuridad completa, no veía el sendero y no lo reconocía más que tanteándolo con los pies.

También mis movimientos fueron de una lentitud extrema. Cuando perdí la dirección, me volví a sentar en tierra, utilizando mis manos otra vez para palpar el suelo. Lo más difícil era tomar una decisión en los recodos. A veces, me paraba para esperar el retorno del perro. Este volvía, en efecto, y me indicaba la dirección que yo había perdido. Al cabo de una hora y media aproximadamente, llegué a un arroyo cuya agua retumbaba entre las piedras. Hundí la mano en ella para ver de qué lado corría y me persuadí de que la corriente iba hacia la derecha.

Vadeado el torrente, encontré a continuación el sendero. Pero no hubiera tenido esa suerte si no hubiera sido por mi valiente perro. Sentado sobre el mismo sendero, Liechyme esperaba pacientemente. Cuando me reuní con él, como de costumbre, dio varias vueltas alrededor de mí y avanzó de nuevo corriendo. Yo no veía nada, limitándome a escuchar los ruidos del torrente, de la lluvia y del viento, que soplaba en la selva. El sendero me condujo a una ruta, pero allí se planteó el dilema de si había que ir hacia la derecha o hacia la izquierda. Tras alguna reflexión, esperé al perro, que esta vez no volvió tan pronto. Preferí entonces avanzar hacia la derecha. Marché alrededor de cinco minutos y vi a Liechyvenir a mi encuentro. Cuando me incliné sobre el animal, éste tuvo a bien sacudirse y me duchó completamente. Esta vez, lejos de gruñir, le acaricié y lo seguí.

La marcha me resultó menos difícil, pues el camino se hacía más recto y se desembarazaba un poco de los montones de árboles caídos. Aún tuve que hacer una travesía vadeando. Al hacerlo, resbalé y caí al agua, lo que por otra parte no podía añadir ya más humedad a mis ropas.

Por fin, me senté sobre un tocón, completamente extenuado, con manos y piernas doloridas por las astillas y las contusiones, la cabeza pesada y los párpados que se cerraban solos. Me amodorré y vi como en sueños un fuego que brillaba entre árboles lejanos. No sin esfuerzo, volví a abrir los ojos. Estaba oscuro y me sentí transido de frío y humedad. Temiendo atrapar una bronquitis, me levanté prestamente y me removí en el sitio; pero, en aquel momento, vi de nuevo una luz entre los árboles. Decidí que no era más que una alucinación. Pero el fuego aparecía una vez más; mi somnolencia desapareció de golpe y abandoné el camino para avanzar directamente hacia aquel resplandor. De noche, cuando se ve una luz, no se puede determinar su proximidad o alejamiento, como tampoco su grado de elevación sobre el nivel de la tierra. Aparece simplemente en algún lugar del espacio.

Al cabo de un cuarto de hora, me encontraba tan cerca del fuego que pude examinar todo lo que había alrededor. Primeramente, comprobé que no era en absoluto nuestro campamento y quedé sorprendido por la ausencia de hombres cerca de la hoguera. Sin embargo, ellos no hubieran podido abandonar el campo en aquella noche lluviosa. Así que los hombres desconocidos debían estar escondidos detrás de los árboles. Aquello no me gustó. ¿Tenía o no que acercarme al fuego? Sería perfecto si se trataba de cazadores. Pero, ¿no caería allí, por azar, en un campo de hundhuzes? Mi perro, que se encontraba detrás de mí en la espesura, saltó de repente de su sitio para correr sin temor hacia la hoguera. Se paró, mirando por todos lados y pareciendo a su vez asombrado por esa ausencia de todo ser humano. Después, dio la vuelta al fuego, husmeó el suelo, fue hacia el árbol más próximo y se detuvo allí, removiendo la cola. Aquello probaba que estaba allí alguno de los nuestros, porque si no mi Liechyhubiera mostrado cólera e inquietud. Resolví acercarme a la hoguera pero me adelantó el hombre que se había escondido hasta entonces detrás del árbol. Era Murzine. Habiendo perdido por su parte el camino, encendió aquel fuego y se decidió a esperar la llegada de la madrugada. Al escuchar pasos en la taiga y no sabiendo lo que aquello podía ser, se había protegido detrás de su árbol. Lo que le había turbado sobre todo era la circunspección que yo ponía para avanzar y, más especialmente, mi manera de pararme a una cierta distancia, en lugar de ir en línea recta hasta el fuego.

Comenzamos por secarnos. El vapor se desprendió de nuestras ropas en torbellinos. Como el humo de la hoguera vacilaba a derecha e izquierda, vimos en ello un índice de que la lluvia iba a parar. De hecho, al cabo de una media hora se hizo muy fina, pero continuaron aún cayendo gruesas gotas de los árboles. Al pie del gran abeto donde brillaba el fuego, se estaba un poco más seco. Nos desnudamos para secar nuestra ropa interior. Después de haber cortado madera de pino y arrojarla a la hoguera, dormimos un buen sueño.

Hacia la mañana, me sentí un poco friolento. Al abrir los ojos, vi que el fuego se había extinguido. El cielo estaba aún gris y la niebla recubría una parte de las montañas. Desperté al cosaco; tomamos el té y partimos a la búsqueda del campamento de nuestros camaradas. Como el sendero cerca del cual acabábamos de pasar la noche se hacía oblicuo, lo dejamos en seguida; pero sobre la orilla opuesta encontramos otro que nos llevó a nuestro campamento central.