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Por la tarde, el tiempo se estropeó de nuevo. Temiendo el retorno de las largas lluvias, retrasé la exploración del Sijote Alin para un momento más propicio. En efecto, la noche nos trajo una fuerte lluvia que duró todo el día siguiente. También yo di media vuelta y volví al cabo de dos días al puesto de Santa Olga.

Mientras estaba a orillas del río Arzamassovka, los equipajes que esperábamos con impaciencia llegaron muy a propósito de Vladivostok. Como ya habíamos visitado los alrededores de la bahía de Santa Olga, teníamos que continuar nuestra expedición. Los preparativos nos tomaron dos días. Los caballos habían tenido tiempo de descansar y reponerse. El equipamiento de los animales y las ropas de los soldados se encontraban de nuevo en buen estado y las provisiones se habían completado. Partimos la tarde del 28 de julio, a lo largo de la costa, hacia la bahía de San Vladimiro.

Las montañas de este litoral poseen varias cavernas, de las cuales la más importante, la de Mokruchine, ofrece mucho interés y no ha sido aún explorada a fondo. Tiene una entrada, en forma de triángulo, situada a cuarenta o cincuenta metros por encima del nivel de la tierra. El visitante penetra primero en una sala de treinta a cuarenta metros de largo, y cuya altura llega hasta los trescientos. Al final de esta sala se encuentra un pozo profundo donde es fácil caer. Antes de llegar, hay que volver a la izquierda y adentrarse en un nicho donde se abre una larga galería, primero en subida, después en bajada. En el lugar más elevado, la galería se estrecha, flanqueada por dos estalagmitas en forma de pilares. De allí no se puede avanzar ya más que arrastrándose. Esta galería alcanza alrededor de cincuenta metros de longitud. Más allá se encuentra un largo pasillo que conduce hacia una segunda sala, de una blancura de nieve. Aunque no muy grande, es sin embargo muy bella. Por un nuevo y estrecho pasillo se penetra en una tercera sala, la más majestuosa de todas, que excede en capacidad al conjunto de las dos primeras. Aquí, las estalactitas y las estalagmitas han creado columnatas maravillosas. A lo largo de todos los muros, las capas de concreciones calcáreas parecen cascadas heladas. Algunas de estas cavidades contienen agua tan pura y transparente que el explorador no la nota más que después de haber hundido su pie en ella. Allí también se encuentran un pozo y varios pasajes laterales. Un eco centuplicado responde en esta sala a cualquier palabra pronunciada en alta voz, mientras que la caída de una piedra en el pozo produce un estruendo que hace pensar en un cañonazo, en aludes o en el hundimiento de todas esas bóvedas.

Por la noche, nuestra expedición llegó al estuario del río Vladimirovka e instaló su campo directamente sobre la costa. El día siguiente fue consagrado a la visita de la bahía de San Vladimiro, que los chinos llaman Huluay.

Al borde del golfo, encontramos algunas fanzasde pescadores. La profesión de sus habitantes respectivos era fácil de reconocer de acuerdo con los pequeños y diversos montones que había cerca de sus moradas.

Cerca de una de las casas, se amontonaban valvas de conchas llamadas «grandes peines», de las que una parte estaba ya revestida de hierba. Los chinos no arrancan de estos moluscos más que los músculos que ligan las valvas, y esta provisión, una vez desecada, es enviada a la ciudad. Se trata de un manjar muy costoso y muy apreciado en China.

Junto a otra fanzahabía montones de caparazones de cangrejos, desecados y enrojecidos al sol. Muy cerca de allí, se oreaba la carne sacada de las patas y las pinzas de esos crustáceos.

La casa siguiente pertenecía a pescadores de «coles de mar». Este producto estaba secándose bajo cobertizos de hierba instalados al lado de la habitación. Aquí, había una multitud. Unos cogían esas algas del fondo del mar, sirviéndose de ganchos especiales; otros, las exponían al sol, justo el tiempo necesario para no dejarles perder su flexibilidad y su color verde. En fin, un tercer grupo de chinos se ocupaba de atar estas «coles» y amontonarlas bajo los cobertizos.

A lo largo de la costa vi de lejos algunos chinos, metidos en el agua hasta las rodillas, y que iban y venían cerca de la orilla, sosteniendo en las manos largas pértigas. Absorbidos en su ocupación, no advirtieron nuestra presencia hasta el momento en que estuvimos a su lado. Desnudos hasta la cintura, y con el calzón arremangado hasta las rodillas, estos hombres avanzaban con precaución y buscaban algo en el fondo marino. A veces se detenían, hundían suavemente sus pértigas en el agua y retiraban objetos que lanzaban sobre la orilla. Eran mariscos comestibles. Las pértigas de las cuales se servían estos pescadores, llevaban por un lado una redecilla en forma de copa y, por el otro, un gancho de hierro. Descubriendo una concha de dos valvas, el pescador la despegaba de las piedras con ayuda de su gancho para recogerla a continuación en su red. Los hombres que quedaban sobre la orilla metían en seguida esas conchas en una marmita llena de agua hirviendo. En el momento de perecer, los moluscos abrían por sí mismos sus valvas. El contenido se sacaba entonces con cuchillos para ser preparado mediante una larga cocción. Los chinos estaban diseminados sobre un vasto espacio de la orilla, separadamente o por parejas. Sentado sobre las piedras, miraba yo el mar cuando, de repente, escuché gritos a mi izquierda. Volviéndome de ese lado, pude contemplar una lucha que se desarrollaba en el agua. Los chinos se esforzaban en arrojar sobre la orilla, con sus pértigas, una especie de animaclass="underline" pero de momento lo pisoteaban entre las olas. Al parecer, experimentaban un cierto miedo de la bestia pero no querían dejarla escapar. Corrí y vi un gran pulpo en pleno combate con los pescadores. Con sus potentes tentáculos se agarraba a las piedras, y a veces los sacudía en el aire; después, se apartaba súbitamente como para meterse en alta mar. Pero otros tres chinos vinieron en auxilio de los pescadores. El enorme pulpo estaba tan cerca de la orilla que pude examinarlo a mi gusto. Su color cambiaba sin cesar, pasando de un azul más bien oscuro a un verde luminoso, para tomar en seguida un tono gris, o más bien amarillento. Cuanto más empujaban los chinos al gran molusco hacia la orilla, más le faltaban las fuerzas al pulpo. Finalmente, lo tiraron a la orilla. Era como un saco inmenso, provisto de una cabeza de donde partían los largos tentáculos, con numerosas ventosas. Levantando dos o tres de sus tentáculos a la vez, el pulpo dejaba entrever una especie de gran pico negro. Este se extendía a veces con fuerza y se retraía a continuación completamente, mostrando nada más una pequeña hendidura. Pero lo más interesante eran los ojos; es difícil encontrar un animal cuyos ojos se parezcan tanto a los de un hombre.

Poco a poco, los movimientos del pulpo se hicieron más lentos. Su cuerpo se sacudió en calambres y su coloración se oscureció, acusando cada vez más un tono uniforme, una especie de grisáceo tirando a violeta. Este espécimen curioso hubiera merecido estar en un museo. Pero como yo no disponía de un recipiente apropiado ni de una cantidad suficiente de solución de formol, me conformé con seccionarle un tentáculo y meterlo en el mismo cacharro donde conservaba conchas y cangrejos ermitaños. Por la noche, examiné el contenido de este recipiente y quedé asombrado al notar que faltaban dos conchas: simplemente, habían sido absorbidas por el fragmento de tentáculo del pulpo. O sea que las ventosas habían funcionado algún tiempo después que el tentáculo fuera cortado y colocado en el cacharro que contenía la solución de formol.

La visita a las pesquerías y la caza del pulpo me habían ocupado casi toda la jornada. Por la noche, los chinos me ofrecieron la carne del pulpo. Cocida al agua de mar, en una marmita, aparecía blanca, elástica al tacto; su gusto recordaba un poco el de los hongos.