Cuando los caballos fueron desembarazados de sus arneses, se los liberó. Como la hierba estaba aún verde bajo los follajes, nos proporcionó una buena pastura.
2
El visitante nocturno
Después del alto, nuestro convoy volvió a ponerse en marcha, pero a causa de las dificultades del terreno, cubierto de bosque, cercana la noche no habíamos llegado más que hasta la mitad de la ladera de una montaña desconocida. Detuve a hombres y caballos y trepé solo a la cima para reconocer un poco el lugar. Felizmente, mi incertidumbre fue disipada bien pronto: la altura que acabábamos de alcanzar representaba el núcleo central de esta región montañosa, y ése era el objeto de nuestras búsquedas.
Cuando me reuní con mi destacamento, el sol iba a tocar el horizonte y tuvimos que apresurarnos para encontrar agua, tan indispensable para los hombres como para los animales. Pronto tuvimos que descender de esa altura por otra vertiente, que ofreció al principio una pendiente más suave, haciéndose a continuación más escarpada. Para poder continuar la marcha, los caballos doblaban sus patas traseras, pues las cargas se deslizaban constantemente hacia delante. Si las sillas no hubieran estado provistas de retrancas, los fardos habrían descendido hasta las cabezas de los animales. Nos vimos obligados a hacer muchos zigzags, muy difíciles entre tantos árboles desgajados.
Franqueado el paso, nos encontramos en seguida en terreno de barrancos.
—Está bien —dijeron los soldados—, vamos a acostarnos, mejor o peor. ¡No será para todo el año! Mañana encontraremos un paisaje más alegre.
El paraje no me gustaba demasiado para acampar, pero no podía elegir. Al escuchar el ruido de un torrente en el fondo de la garganta, me dirigí hacia allí. Como encontré un lugar bastante llano, ordené plantar las tiendas. En la paz del bosque resonaron a continuación golpes de hacha y voces de hombres. Mis fusileros se pusieron a traer combustible, a desensillar los caballos y a preparar la cena.
¡Pobres animales! En este lugar pedregoso y obstruido por los troncos abatidos, iban a quedarse hambrientos. Nos consolamos pensando que al día siguiente estarían bien alimentados, siempre que llegáramos a las fanzasagrícolas.
Nuestro campamento se calmaba poco a poco. Después del té, cada cual se ocupó de su trabajo: uno, limpiaba su carabina; otro, reacomodaba su silla o recosía su ropa. Siempre hay muchas tareas de éstas en un campamento. Cuando las hubieron cumplido, se apretujaron tanto como pudieron los uno contra los otros, se cubrieron con sus capotes y durmieron como benditos. Los caballos, que no tenían de qué alimentarse en el bosque, se aproximaron al campo y se adormilaron, con las cabezas inclinadas.
Sólo Olenetiev y yo no nos acostamos tan pronto. Yo escribía en mi diario el itinerario recorrido, mientras que el soldado reparaba su calzado. Hacia las diez de la noche, cerré mi cuaderno de notas para extenderme cerca del fuego, arrebujado en mi boruca [6].
De pronto, los caballos levantaron la cabeza y enderezaron las orejas; después se calmaron y se adormilaron de nuevo. Nosotros no prestamos en principio demasiada atención y continuamos hablando. Pasaron algunos minutos. Yo hice una pregunta a Olenetiev; como no me respondía, me volví hacia él. Estaba de pie, al acecho, mirando a lo lejos y protegiéndose de la luz de la hoguera con la mano en forma de visera.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté.
—Alguien desciende por la ladera —respondió en un murmullo.
Los dos nos pusimos a la escucha, pero los alrededores estaban calmos, penetrados de esa calma que no se encuentra más que en el bosque, en una fría noche de otoño. De repente, algunas piedrecitas se oyeron rodar por la montaña.
—Debe ser un oso —dijo Olenetiev, cargando su fusil.
—¡No tire! ¡Es un hombre...! —resonó una voz en la oscuridad. Pocos minutos después, alguien se aproximó al fuego.
El individuo estaba vestido con una chaqueta y un calzón de piel de reno curtido. Iba cubierto con una especie de venda y calzaba untas [7].
Llevaba un gran zurrón a la espalda y en las manos una especie de tridente (o bieldo) que le servía como soporte, y una carabina tan larga como pasada de moda.
—Buenos días, capitán —me dijo el recién llegado.
A continuación apoyó su fusil contra un árbol, se sacó el zurrón de la espalda, se enjugó con la manga el rostro sudoroso y se sentó cerca del fuego.
Entonces pude examinarlo bien. Aparentaba alrededor de cuarenta y cinco años. Más bien pequeño y robusto, tenía pronunciado tipo indígena: los pómulos salientes, la nariz pequeña, los ojos bien característicos, con el pliegue mongol en los párpados, y la boca ancha.
Pero el desconocido, por su parte, no nos tenía en cuenta en absoluto. Sacó de su bolsillo interior una petaca, rellenó su pipa de tabaco y se puso a fumar en silencio. Según la costumbre de la taiga, yo lo invité a cenar, sin preguntarle quién era ni de dónde venía.
—Gracias, capitán —dijo él—. Tengo mucha hambre, pues no he comido en toda la jornada.
Yo continuaba observándolo mientras él atacaba los alimentos. Un cuchillo de caza colgaba de su cintura; era evidentemente un cazador. Tenía las manos endurecidas y arañadas. Otros rasguños, aún más profundos, marcaban su rostro: uno en la frente y otro en la mejilla, cerca de la oreja.
Nuestro invitado era del género silencioso. Olenetiev, que no podía ya contenerse, acabó por hacerle esta pregunta directa:
—¿Quién eres tú? ¿Chino o coreano?
—Soy gold—fue la breve respuesta.
—¿Eres cazador? —le pregunté.
—Sí —respondió—. Yo cazo siempre y no tengo otro oficio. No soy pescador, nada más que cazador.
—Pero, ¿dónde habitas? —insistió Olenetiev.
—No tengo casa, habito siempre en la montaña. Enciendo una hoguera e instalo una tienda para dormir. ¿Cómo se puede habitar una casa cuando no se hace nada más que cazar?
A continuación, nos contó que ese día había perseguido con ardor ciervos y había herido una corza, pero sin llegar a abatirla. Ocupado en seguir la pista sangrienta, descubrió nuestro pasaje y llegó así hasta el desfiladero. Cuando se hizo de noche, vio nuestro fuego y vino directamente.
—Marchaba despacio —dijo—. Me preguntaba quiénes podían ser esos hombres que se habían adentrado tan lejos en la montaña. Después, percibiendo un capitán y soldados, os he alcanzado.
—¿Cómo te llamas? —pregunté al desconocido.
—Dersu Uzala —respondió.
Este hombre me interesaba. Tenía algo de particular. Hablando de una manera simple y en voz baja, se comportaba con modestia, pero sin la menor humildad... En el curso de nuestra larga conversación, me contó su vida. Tenía delante de mí a un cazador primitivo que había pasado toda su existencia en la taiga. Ganaba con su fusil para ir tirando, cambiando los productos de su caza por tabaco, plomo y pólvora que le facilitaban los chinos. Su carabina era una herencia que le venía de su padre.