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Por fin, una luz brilló delante de nosotros.

—¡Un pueblo! —gritaron mis hombres a coro.

—De noche, una luz engaña siempre —replicó Dersu.

En efecto, una luz se percibió a lo lejos en la oscuridad. Tan pronto parecía más alejada de lo que estaba en realidad, como parecía estar muy cerca, se diría que al lado mismo. Avanzábamos continuamente, pero la luz parecía irse a su vez y distanciarse de nosotros. Cansado de esta carrera, pensé hacer un alto para acampar; pero, en ese momento, el fuego apareció en nuestra inmediata vecindad. A pesar de la oscuridad, percibimos una isba, después una segunda, y así hasta ocho. Era el pueblo de Verbovka. Muchos paisanos estaban ausentes, habiéndose marchado a la ciudad para buscar trabajo. Las mujeres, atemorizadas, nos tomaron por hundhuzesy no quisieron abrirnos sus puertas. Hubo que recurrir a la ayuda del staroste,que nos recogió, a Dersu y a mí, en su morada, y alojó al resto de nuestros hombres en casa de su vecino. Como habíamos hecho treinta y tres kilómetros en el curso de la jornada, estábamos terriblemente fatigados. El cansancio me impidió dormir por mucho tiempo, obligándome a revolverme de un lado a otro.

Nos quedaban cuarenta y dos kilómetros por hacer para llegar a la vía férrea. Consulté con mis compañeros de ruta y me decidí a tratar de franquear esta distancia en una sola etapa. Para realizar ese proyecto, partimos a una hora tan temprana que tuve que comenzar a trabajar cerca de una hora con luz artificial. Al salir el sol, llegábamos ya a Golavka. Como la mañana era fría, el pueblo entero echaba humo: blancas columnas salían de todas las chimeneas, yo no tenía la intención de detenerme, pero uno de los habitantes supo quiénes éramos y nos invitó a entrar en su casa para tomar té. Nos regaló leche, pan y miel. No me acuerdo ya del nombre de este hombre, pero le di las gracias cordialmente por su amistosa acogida. Por añadidura, nos proporcionó provisiones de ruta y dio a los cosacos tabaco y pan de especias. Habiendo restaurado nuestras fuerzas con esta comida, agradecimos al patrón su hospitalidad y volvimos a ponernos en ruta.

No nos quedaban más que veintidós kilómetros para llegar al ferrocarril. ¿Qué podía significar esta distancia, después de una buena comida, tratándose de los últimos kilómetros y estando seguros de llegar, antes de terminar la noche, al término de la expedición?

A pesar del buen sol, hacía frío. Como mis relaciones detalladas habían terminado por aburrirme, solamente mi obstinado deseo de llevar este trabajo a buen fin, me animó a continuarlas, pese a todo. Con mi aliento, tuve que recalentar mis manos, que se habían helado en la tarea. Al cabo de una hora de ruta, encontramos a un hombre que iba en la misma dirección, conduciendo a la estación un carromato cargado de pescado.

—¿Cómo puede trabajar así? —me preguntó—. ¿Es posible que no tenga frío?

Le respondí que mis guantes se habían gastado en el curso de la expedición.

—Entonces, tome los míos —dijo el conductor—. Yo tengo un par de recambio.

Diciendo esto, sacó del carromato unos guantes gruesos tejidos y me los tendió; así que continué trabajando enguantado. Hicimos juntos cerca de dos kilómetros. Mientras yo proseguía mis trazados, este hombre me habló de su vida, echando pestes contra todo el mundo. Lanzó invectivas contra los habitantes de su pueblo, contra el funcionario encargado de los colonos y, por fin, contra el maestro. Me fastidió este raudal de maledicencia. Como su jamelgo avanzaba muy lentamente, me di cuenta de que, a ese paso, no se podría llegar al Iman antes de la noche. Así que me quité los guantes, los devolví al conductor con mi agradecimiento y mis deseos de buena suerte, y aceleré el paso:

—¿Cómo? —exclamó él persiguiéndome—. ¿No vas a pagarme?

—Pero, ¿por qué?

—Por los guantes, desde luego.

—Pero yo te los he devuelto —repliqué.

—¡Ésta sí que es buena! —observó el falso bienhechor, con voz descontenta y rastrera—. Yo he tenido lástima de ti y he aquí que tú no quieres ni siquiera pagarme.

—¡Bonita lástima la tuya! —intervinieron los cosacos. Pero Dersu se enfadó más que los demás. En el curso del camino no hizo más que escupir y vituperar en términos caprichosos al conductor.

—Es un hombre pernicioso —aseguró—. Yo no quisiera habérmelas con otro como éste. Es un sinvergüenza.

Ser sinvergüenza significaba para Dersu la pérdida de toda conciencia.

—¿Cómo puede existir un ser semejante? —continuó el goldirritado—. Creo que él no debe existir y que se morirá pronto.

Habiendo alcanzado al mediodía el río Vakú, hicimos alto. En línea recta, no había más que dos kilómetros hasta el ferrocarril, pero el mojón marcaba en este sitio la cifra 6. Y es que la ruta describe una vasta curva para contornear un pantano. No obstante, el viento venía ya desde entonces a traernos los silbidos de las locomotoras y podíamos incluso percibir los edificios de la estación.

En secreto, me dejé mecer por la idea de que Dersu, esta vez, vendría conmigo a Khabarovsk. Lamentaba vivamente tener que separarme de él. Había notado que en el curso de aquellas últimas jornadas me prodigaba una especie de atención creciente y que parecía querer decirme o pedirme algo, sin llegar, no obstante, a atreverse. Sobreponiéndose a su timidez, me pidió cartuchos. De esto deduje su decisión de partir.

—¿No irás a marcharte, Dersu? —le pregunté.

Él suspiró y me repitió que temía la ciudad, donde no tendría nada que hacer. Le rogué entonces que me acompañara, aunque sólo fuera a la estación, donde yo podría, al menos, darle dinero y provisiones para la ruta.

—Es inútil, capitán —me respondió el gold—.Cazaré cibelinas; esto equivale al dinero.

Fue en vano que tratara de persuadirle. El se mantuvo firme, explicándome que iba a remontar hasta las fuentes del Vakú para cazar las cibelinas y pasar a continuación, durante el deshielo, al río Daubi-khé. Allí, cerca de un lugar llamado Anutchino, habitaba otro viejo golda quien él conocía y quería pasar en su casa dos meses de primavera. Quedamos de acuerdo en que, al principio del verano, en el momento de emprender una nueva expedición, yo enviaría por él a un cosaco, o iría yo mismo a buscarlo. Cuando Dersu consintió y me prometió esperar esta llegada, le di todos los cartuchos que me quedaban. Estábamos sentados juntos y discutíamos sin fin el mismo tema. En tres ocasiones me empeñé en fijar exactamente el lugar del reencuentro futuro, queriendo prolongar nuestra conversación.

—Bueno, hay que partir —observó el gold,endosándose la mochila.

—Adiós, Dersu —le dije, estrechándole muy fuerte la mano—. Gracias por haberme ayudado. Adiós, no olvidaré todo lo que has hecho por mí.

Dersu quiso decir algo, pero se sintió confuso y se puso a limpiar con su manga la culata de su arma. Pasamos todavía un minuto en silencio, antes de estrecharnos de nuevo la mano y separarnos. El se alejó a la izquierda, hacia el curso del agua, mientras que nosotros proseguimos la ruta.