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Al crepúsculo llegamos a la bahía llamada Americana, donde hicimos escala. Por la noche, un viento violento se desencadenó sobre el mar. A pesar del mal tiempo, los torpederos levaron anclas al día siguiente por la mañana y continuaron viaje. No pudiendo quedarme en la cabina, me trasladé al puente. El torpedero Grozny,a bordo del cual me encontraba, iba a la cabeza, seguido por los otros, en fila india. Inmediatamente después nos seguía el Bezchumny.Este se sumergía en los remolinos profundos formados por las olas, y después trepaba de nuevo sobre las cimas coronadas de espuma blanca. Cuando una de estas grandes olas atacaba la pequeña embarcación por la proa, parecía que iba a ser tragado irremediablemente por el mar, pero el agua se retiraba en cascadas desde el puente y el torpedero remontaba a la superficie para avanzar con persistencia.

Era ya oscuro cuando entramos en la bahía de Santa Olga. Por la noche, el mar se calmó un poco, el viento se apaciguó y la niebla comenzó a disiparse.

A la salida del sol, los acantilados grises de la costa se iluminaron. Hacia la noche, los torpederos llegaron al golfo de Djiguite. El comandante me propuso acostarme a bordo de su buque y no proceder a descargar nuestros efectos hasta la mañana. Si bien el torpedero estaba anclado, un fuerte oleaje lo balanceó de babor, a estribor durante toda la noche, así que esperé el alba con impaciencia. ¡Qué alegría volver a poner los pies en tierra firme! Cuando los torpederos levaron anclas, las ondas aéreas nos transmitieron, en señal de adiós, un voto de «buena suerte» lanzado por los altavoces. Diez minutos después, los torpederos se habían perdido de vista.

Cuando hubieron partido, nos pusimos a plantar nuestras tiendas y a recoger leña. Uno de los soldados, que fue enviado hacia el río para traernos agua, nos dijo a su regreso que los peces retozaban en masa en el estuario. Los soldados echaron una red y recogieron tantos peces que no pudieron retirarlos todos a la vez. La redada era de gorbuchas [30].

Estos pescados eran jóvenes y no habían adquirido todavía el aspecto deforme que los caracteriza a una edad más avanzada, pero sus mandíbulas estaban ya un poco curvadas y una joroba comenzaba apuntar en su lomo. Yo ordené que no se tomase más que una parte de la pesca y se tirase el resto al agua. Todo el mundo comió con avidez, pero bien pronto quedamos ahítos y no le prestamos ya más atención. Era a bordo, en ese golfo, donde debíamos esperar nuestros mulos, y no podíamos ponernos en ruta sin estas bestias de carga. Yo aproveché el tiempo libre para tomar medidas del golfo de Djiguite, así como del de Rynda.

Después de una larga espera nuestros mulos llegaron por fin, transportados por el vapor Eldorado.Este feliz acontecimiento puso fin a nuestra ociosidad y nos permitió emprender la expedición. El barco echó el ancla a unos cuatrocientos pasos del estuario y los mulos fueron desembarcados directamente en el agua. Se orientaron inmediatamente y nadaron en línea recta hacia la orilla donde les esperaban nuestros soldados.

Dos días tardamos en acomodar las sillas a nuestros mulos y reajustar las cargas. Después de lo cual pudimos por fin partir.

En el momento en que llegamos a las últimas fanzas,Dersu vino a pedirme permiso para quedarse todavía un día entre los indígenas, prometiendo reunirse con nosotros a la noche del día siguiente. Como le expresé mi temor de que le fuera difícil reencontrarnos, el goldestalló en una sonora carcajada y me tranquilizó en el acto:

—Tú no eres ni un alfiler ni un pájaro; tú no puedes volar. Marchando sobre la tierra y posando en ella tus pies, dejas tus huellas, y yo tengo dos ojos para mirar.

No objeté nada más, conociendo su talento para reconocer las pistas. Proseguimos el camino, dejando a Dersu en el lugar; pero nos alcanzó a la mañana siguiente. Las huellas le habían enseñado cada detalle de nuestra marcha; notó los lugares de nuestros altos y sobre todo el sitio donde nos habíamos retardado como consecuencia de una brusca interrupción del sendero. Adivinó que yo había enviado soldados en diversas direcciones para localizar el buen camino y que uno de los tiradores había cambiado de calzado. Un trapito ensangrentado permitió al goldcomprobar que uno de nosotros tenía el pie un poco lastimado... y aquello era el cuento de nunca acabar. Semejante análisis, al cual yo estaba ya habituado, fue una revelación para los soldados. Asombrados, miraron a Dersu con curiosidad.

Uno de nuestros mulos dio prueba de una cierta pereza. Los soldados se retardaron por eso constantemente. Dersu y yo tuvimos que detenernos a menudo para esperarlos. En uno de los altos se convino que íbamos a poner señales en cada bifurcación del sendero para indicar la dirección a seguir. Los soldados se pusieron a reajustar las sillas mientras que nosotros dos proseguimos el camino.

Pronto llegamos a una bifurcación, en la que uno de los senderos remontaba el río y el otro iba hacia algún sitio a la derecha; había, pues, que poner la señal prevista. Dersu tomó un pequeño palo, afiló un extremo y lo plantó en tierra. Justo al lado, fijó también una estaca ligeramente rota, cuidando de que el extremo roto señalara la buena dirección. Habiendo instalado estas señales, avanzamos de nuevo, persuadidos de que los soldados comprenderían las indicaciones y seguirían la vía conveniente. Al cabo de dos kilómetros, nos detuvimos por un motivo que no recuerdo con exactitud; probablemente fue para retirar de nuestros bagajes algún objeto necesario. Habiendo esperado vanamente a los soldados, regresamos para ir a su encuentro. Unos veinte minutos nos bastaron para llegar a la bifurcación, donde vimos que los soldados no habían notado nuestra señal y se habían metido por el otro camino. Dersu se puso a protestar:

—¡Qué gente! —decía con cólera—. Se pasean como títeres, con la cabeza colgando. Tienen ojos y no saben mirar. Cuando vienen a vivir a la montaña, están condenados a perecer.

Lo que le asombraba no era el error cometido por los soldados. Aquello no lo veía tan mal. Pero, ¿cómo podían obstinarse en proseguir sobre un sendero donde no encontraban ya nuestras huellas? Más aún, ellos habían volcado el bastón plantado en tierra. Dersu notó que aquello había sido hecho no por un casco de caballo sino por una bota de hombre.

Pero como una simple conversación no podía arreglar las cosas, yo disparé al aire dos tiros de fusil. Un minuto después, una detonación lejana me respondió desde alguna parte. Tiré aún dos veces; después, hicimos fuego y esperamos a los soldados, que volvieron al cabo de una media hora. Para disculparse, alegaron que las señales puestas por Dersu eran tan pequeñas que era fácil no darse cuenta de ellas. El goldno opuso ninguna objeción ni hizo controversia. Comprendió que las cosas que eran claras para él podían quedar completamente vagas para los otros. Tomamos el té y avanzamos de nuevo. En el momento de partir, ordené a los soldados mirar bien por tierra, a fin de no repetir su error. Alrededor de dos horas después, llegamos a otro lugar donde el sendero se bifurcaba. Dersu se sacó la mochila y empezó a recoger ramas desgajadas.

—Es demasiado temprano para acampar —le dije—. ¡Avancemos todavía un poco!

—No es combustible lo que yo recojo —me respondió en tono serio—. Es para cerrar la ruta. Comprendí en seguida. Como los soldados le habían reprochado el poner signos imperceptibles, él había decidido erigir una barrera frente a la cual iban a sentirse acorralados. Aquello me hizo reír de buena gana. Dersu amontonó sobre el sendero una gran cantidad de ramas desgajadas, cortó zarzas, entalló e hizo inclinar algunos árboles vecinos; en resumen, levantó una verdadera barricada. Este atrincheramiento produjo el efecto deseado: al llegar los soldados, prestaron atención y siguieron el buen camino.