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El Yodzy-khé merecería el nombre de «Río de los Corzos»; en ninguna parte vi tantos como en aquella región. Los pelos del corzo, que se tiñen en verano de un rojo oscuro, recordando el color de la herrumbre, toman en invierno un color gris leonado. Pero los pelos de las ancas, cerca de la cola del animal, permanecen blancos y forman lo que los cazadores llaman «el espejo». Cuando el corzo se pone a correr, su parte trasera se agita en fuertes sacudidas. El colorido general de los pelos hace que el animal se confunda con el lugar circundante y lo protege así completamente contra la vista; sólo el «espejo» parpadeante queda visible.

Los corzos se acantonan con preferencia en los bosques pantanosos, donde faltan las coníferas. Sólo por la noche van a pacer a los prados. Pero incluso allí, en medio de una calma y un silencio completos, estos animales no dejaban de mirar a todos lados y de estar al acecho. Cuando huían, atemorizados, franqueaban barrancos, malezas y montones de árboles abatidos, ejecutando saltos de una altura prodigiosa. Lo que es curioso es que el corzo no soporta la proximidad del ciervo. Cuando estos dos cérvidos están situados juntos en una ganadería organizada, el corzo acaba por sucumbir. El mismo hecho se observa especialmente en las regiones salinas. Si los corzos son los primeros en encontrarlas, van con placer todo el tiempo hasta que aparecen los ciervos.

Nosotros percibimos a menudo corzos, saliendo de las altas hierbas, pero desaparecían de nuevo en la maleza tan rápidamente que no alcanzamos a abatirlos.

Tras haber sobrepasado el confluente del Sinantza y del Yodzy-khé, entramos en la verdadera taiga. Por encima de nuestras cabezas, las ramas de árboles se entrelazaban hasta el punto de ocultar completamente el cielo. Los álamos y los cedros dominaban, por sus dimensiones sorprendentes, el resto de la vegetación. Árboles de una cuarentena de años, que crecían al abrigo de gigantes, parecían vegetación baja y sin importancia. Las lilas, que tienen habitualmente el aspecto de zarzas, tomaban en esta región carácter de árboles, alcanzando diez metros de altura y un metro treinta de brazada. Viejos troncos abatidos, adornados de musgos abundantes, tenían un aspecto muy decorativo y se encontraban en armonía completa con el esplendor de la flora circundante. Malezas espesas, donde se entremezclaban «el árbol del diablo», viñas salvajes y lianas, contribuían a hacer estos parajes muy difíciles de franquear. Así que nuestro destacamento avanzaba muy lentamente. Había que detenerse a menudo para ver dónde se encontraban menos ramas desgajadas y obligar a hacer rodeos a nuestros mulos. Cuanto más avanzábamos, más obstruida estaba la selva por los árboles abatidos, y menos utilizable era el sendero para las bestias de carga. A fin de evitar todo retraso, nos hicimos preceder por una vanguardia a las órdenes de Zakharov. Estos hombres fueron encargados de limpiar el bosque de ramas desgajadas y encontrar los rodeos necesarios. Ocurría a veces que un árbol zapado no llegaba a caer, enredándose en las cimas vecinas; entonces, nos contentábamos con recortar las ramas inferiores, abriendo así como una puerta cochera y cortando también las ramas puntiagudas de todos estos árboles desgajados para preservar las patas y los vientres de los mulos.

Cerca de la desembocadura del Sinantza encontramos, sobre una orilla llana y pedregosa, a un udehéjorobado, rodeado de su familia. Todos se ocupaban de la pesca. Al lado de donde estaban instalados, un barco se arrastraba sobre las piedras, con la cala al aire. La blancura de la madera y la frescura de las huellas del trabajo, visibles en los dos bordes de la embarcación, probaban que ésta acababa de ser construida y no había sido todavía botada. El udehéjorobado nos explicó que él no sabía nada de construir barcos y había encargado ese trabajo a su sobrino Tchan-Line, un habitante de las orillas del Takema. Como esta embarcación estaba ya acabada, ofrecimos a Tchan-Line que nos acompañara, lo que él aceptó de buena gana.

Al día siguiente, partimos temprano. Teníamos por delante un largo trayecto; antes que nada, había que llegar lo más pronto posible al río Sanhobé, donde debían comenzar realmente mis trabajos. Como de costumbre, Dersu y yo partimos delante y dejamos a M. Merzliakov el cuidado de reunirse más tarde con nosotros, trayendo los mulos.

Habíamos llegado —Dersu y yo— a un segundo vallecito. Yo acababa de sentarme y Dersu estaba reajustándose su calzado, cuando escuchamos sonidos extraños, que recordaban a la vez aullidos, gañidos y gruñidos. Dersu me tomó por la manga, se puso a escuchar y declaró:

—Un oso.

Poniéndonos de pie, avanzamos lentamente y pudimos ver pronto al autor de los ruidos. Era un oso de una talla mediana, muy atareado alrededor de un gran tilo que crecía inmediatamente al pie de un acantilado. Un entalle hecho con un hacha en la superficie del árbol, del lado que se exponía a nuestra vista, indicaba que la presencia de un enjambre de abejas había sido localizada por alguien antes que nosotros y antes que el oso.

Vi en seguida que la fiera estaba ocupada en buscar miel. Encabritado, se enderezaba tanto como podía, pero las piedras le impedían pasar su pata delantera por el hoyo. Impaciente y gruñendo, el animal sacudía el árbol con todas sus fuerzas. Las abejas revoloteaban cerca de la colmena y venían a picar al oso en la cabeza. El animal se frotaba el hocico con sus patas, se revolcaba por tierra y reemprendía después su tarea. Sus actitudes eran muy cómicas. Al fin se cansó, se sentó por tierra en una actitud humana y midió el árbol de arriba abajo, como si meditara algo. A los dos minutos de reposo, se levantó bruscamente, corrió rápido hacia el tilo y trepó a la cima. Tan pronto como llegó, acertó a colocarse entre el acantilado y el árbol. Apoyándose entonces con sus cuatro patas contra la roca, empujó fuertemente con su lomo el tilo, que cedió un poco bajo su peso. Pero a la fiera le dolió aparentemente el lomo y cambió de posición; entonces se adosó contra las piedras y empujó con sus dos patas delanteras el gran árbol. Este se desplomó con un crujido. Era lo que el oso quería. No le quedaba sino apartar las tiernas capas de la albura para apoderarse de los paneles de miel.

—Es un hombre de lo más astuto —observó Dersu—. Hay que cazarlo; si no, se comerá pronto toda la miel. A continuación, se puso a gritar:

—¡Eh! ¿Qué haces ahí, ladrón de miel?

El oso se volvió y huyó de nuestra vista, desapareciendo detrás del acantilado.

—Hay que asustarlo —añadió el gold,disparando un tiro al aire.

Precisamente, nuestros animales se aproximaban. M. Merzliakov escuchó la detonación, detuvo el destacamento y vino a preguntar de qué se trataba. Decidimos dejar allí a dos soldados para recoger la miel. Había que dar a las abejas tiempo para calmarse. Entonces, sería fácil aniquilarlas con el humo y llevarse la miel. Si nosotros no la tomábamos, el oso volvería sin falta y se comería toda la reserva. Reanudamos el camino al cabo de cinco minutos y llegamos sin dificultad al Sanhobé. Hacia las cuatro de la tarde, alcanzamos la bahía de Terney, donde se nos reunieron una hora más tarde nuestros dos soldados, que habían quedado cerca del tilo, y que nos aportaron cerca de diez kilos de miel en paneles, de una calidad excelente.

A bordo del río Sanhobé, volvimos a ver a Tchan-Bao, el jefe de la compañía de tiradores indígenas, y pasamos juntos toda la jornada. Estaba al corriente, como pude comprobar, de muchas cosas que nos habían ocurrido el año precedente en la cuenca del Iman. Me sentí muy contento al saber que se proponía acompañarme hacia el norte. Aquello ofrecía una doble ventaja: primero, él conocía bien la geografía del litoral; por otra parte, la autoridad de que él gozaba entre los chinos y la influencia que ejercía sobre los indígenas, iban a facilitar sensiblemente el cumplimiento de mis tareas.